Capítulo 1 - Tenemos todo el tiempo del mundo

176 63 27
                                    

Tal vez sea un poco pronto para hablarte de mis monstruos, pero no sabría empezar de otra forma. Mi psicóloga dice que todos tenemos de eso. Viven dentro de nosotros y son como historias abiertas. Inacabadas. Páginas enteras que un día decidimos saltar, en busca de otras nuevas que nos gusten más. Pero que ahí se quedan. Y cuanto más quieres alejarte de esas historias, más fuerza toman.

Yo estoy cansado de seguir huyendo de la mía.

Ojalá puedas llegar a entenderme.

En mi caso, recuerdo perfectamente que esos monstruos comenzaron a tirarme de los pelos justo ocho años y dos semanas después del accidente que casi acaba con mi vida por primera vez, en el verano de 2037. El mismo accidente que me envió a babear el pijama de rallas del hospital durante ocho largos años. Ocho años que pasaron como ocho estrellas fugaces, resbalando una a una por entre el cinturón de cicatrices de mi garganta y mi abdomen, todas a la vez, mientras disfrutaban de mis ocho años de sumisión y coma inducido. Aunque para mí esos ocho años de sueño no existieron. Se esfumaron sobre las sábanas de un hospital. Recuerdo con nostalgia esas dos primeras semanas tras El Despertar en la Habitación 411, a finales de otoño de 2045. A decir verdad, fueron bastante tranquilas. Un detalle que sería poco relevante de no ser por lo que ahora sé. Dos semanas de paz y sosiego que significaron el inicio de la vuelta atrás hacia mis demonios. 

Amaia Moncada llegó a mi vida cuando yo aún no era consciente de cuanto la necesitaba. Acababa de salir del hospital. Tocaba recordar quién era yo mismo y entender qué me había pasado.

Lo primero lo conseguimos rápido.

Para lo segundo, yo aún no estaba preparado.

El equipo de medicina interna pensó que verme semanalmente con una psicóloga de su renombre sería un complemento extraordinario en el proceso de recuperación y llamó a casa para recomendarme su consulta.

Amaia era el espejo al que acudía para mirarme todos los martes por la tarde. Siempre tan atenta y cariñosa, me recibía en su casa con un tiramisú de mango y un vaso de agua con gas. Colocaba el diván como a mí me gusta, mirando a la ventana.  La consulta no podía tener mejor localización. En la planta 32 de un rascacielos con vistas al gran lago todo se veía diferente.

El ático fue su primera gran inversión, y tras ella no hizo más que lanzar su carrera por las nubes. Los clientes llegaban de todas las zonas de la ciudad, con toda clase de problemas también. Pronto, las tasas de éxito se convirtieron en exigencias proporcionales y dejó de agradarle. Conservó la relación únicamente con sus clientes más allegados, o selectivamente con aquellos que venían recomendados por su asesoría: dando así por finalizadas el resto de visitas y reduciendo en más de a la mitad la densidad de las mismas. Ella me contaba que así podía dedicar más tiempo a sus chiquitos problemáticos. Y como yo estaba dentro, no se lo rebatí.

La asesoría no tuvo siquiera que intervenir en mi caso. Tenía la suerte de conocer a Amaia de antes, pues ambos coincidimos en el mismo autobús de llegada a la ciudad de El Loto el primer día tras la inauguración del complejo, hará entonces 22 años. Yo tenía sólo 4.

—¿Ves como no pasa nada? —solía utilizar ella para concluir la sesión cada martes—. La clave está en restarle importancia a lo que nos preocupa, de manera proporcional al sufrimiento que nos produce pensar en ello. Para qué querría un chaval tan listo y guapo como tú andar sufriendo por algo que tiene solución. O aún mejor, por algo que no la tiene. Estoy segura de que tus intereses son otros. Cuando algo te duela, cuando algo ocupe demasiado espacio en tu mente, tanto que llegue a asfixiar, pregúntate: ¿realmente eso se merece ser tan importante como para tener que dolerme? Y prueba a soltarlo, a ver qué pasa.

Hora VeintitrésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora