Capítulo 23 - Una brecha en el sistema

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Abrí los ojos como pude. El sudor empapaba mi pecho y mis calzoncillos. Abrí la ventana de par en par para respirar. Encontré las sábanas revueltas y la lámpara hecha añicos en el suelo. El sol de un nuevo día se alzaba sobre el mar del horizonte.

Me despedí del mayordomo antes de salir:

—Ricard, dele las gracias a Nicolás y a Olga de mi parte.

—Por supuesto. ¿Ha pasado buena noche? Es usted un gran madrugador.

—Desde luego, como nunca.

Tomé el camino de los arbustos y llegué rápido a casa de Salomé.

Al parecer, el inmenso recinto le había sido asignado a la familia Alighieri durante El Reparto cuando Salomé aún era una niña. Las motivaciones del por qué de las distribuciones eran desconocidas, a la par de desiguales. Mientras que a unas familias se las reinstaló en dúplex y adosados con piscina, a otras se las asignó a apartamentos o bajos sin jardín. La hija del magnate pidió independizarse y construir su propio bungaló en el terreno de sus padres, cuando cumplió los veinte y fue aceptada en el cuerpo de Policía de El Loto. Un túnel a prueba de inundaciones comunicaba ambas viviendas, por debajo de la tierra, lo que permitía entrar y salir por ambas casas cuando el nivel de los canales lo inundaba todo. Nicolás y Olga estaban encantados de tener a su hija cerca, trayéndosela a cenar todas las noches. Era el momento para los tres de desabrocharse los botones y sentirse tan humanos como todos.

La encontré en una silla de mimbre en el porche, leyendo el periódico.

—Así que este es tu humilde refugio —silbé, mientras arrancaba una margarita del borde de la escalera y la lanzaba al montón de estiércol.

Ella levantó la mirada del periódico. Sin responder, cogió la taza del café y se metió adentro. Yo no sabía qué hacer.

—¿Vas a entrar? —me lanzó una mirada impaciente, como si el simple hecho de mi presencia la irritara.

Agaché la cabeza y la seguí. Me serví un poco de leche fría. No tardó mucho en redirigir la conversación:

—¿Qué te pasó? ¿Por qué tú sobreviviste? —soltó sin recelo. Su tono era frío y directo.

—Supongo que tuve suerte. O algo así —respondí avergonzado, como si yo tuviera la culpa de haber renacido tras El Accidente.

Ella frunció el ceño, como si no estuviera satisfecha con mi respuesta.

—La suerte no tiene nada que ver con esto. Hubo algo más. Algo que te mantuvo con vida, cuando todos los demás no lo hicieron. ¿Qué fue?

—No lo sé —insistí—. Quizás simplemente no estaba listo para morir. O tal vez... —titubeé, luchando por encontrar una explicación que tuviera sentido—. Tal vez tenía algo más aún por lo que luchar.

Ella asintió, como si mis palabras hubieran confirmado algo que ya sabía.

—Entiendo. Bueno, sea lo que sea, me alegro de que estés aquí. Aunque aún no estoy segura de si fue una bendición o una maldición —dijo Salomé, con voz cargada de significado, mientras se perdía en la espuma de la taza.

Nos quedamos en silencio por un momento, cada cual sumido en sus propias reflexiones. Estaba claro que las sombras del pasado nos acechaban a los dos.

—He olvidado muchas cosas —rompí el silencio—. De mí, de mi pasado, de los dos años anteriores a todo eso... Dijeron que acababa de terminar los exámenes de selectividad. ¡Iba a convertirme en médico! Y al final, a punto de perderlo todo, acabé yo necesitándolos a ellos. Por suerte me había acostumbrado a escribir algunas cosas en una libreta. Era una especie de diario personal.

Hora VeintitrésWhere stories live. Discover now