Capítulo 4 - Es usted un tipo curioso

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Desperté con la sensación de que alguien me golpeaba en el trasero.

Me asusté.

Tan solo era Dentado, mi gato villano. Solía ser muy arisco con todos, salvo conmigo. Había cosas entre él y yo que nos unían. La comida debía ser una de ellas. Así me la pedía el condenado precisamente las mañanas en las que no había uni y podía tomarme la libertad de seguir durmiendo hasta la merienda.

Malibu Star había terminado con mis reservas hídricas. Y también con mis ganas de volver a ver a Soma durante un tiempo. Necesitaba un respiro en mis preocupaciones. Quería alejarme de ese hombre, y literalmente vivíamos pared con pared. Ambos compartíamos factura de alquiler en el piso de estudiantes, junto a Cucu. Era ella quien colgaba las normas en el escobero, y nosotros los que demostrábamos que aún podía añadirse una más.

—¡Mírenlo! Jorge, el jugador estrella del campeonato, preparado para su último lanzamiento. Su equipo en pie. El público en silencio. Se prepara para su último lanzamiento.

—Soma, atento. ¡YA! A fregar.

—¡Oído! Un lanzamiento extraordinario... y... ¡victoria para los de Jorge!

Cucu se escurre y cae al suelo al cruzar la esquina del pasillo.

—¿Se puede saber por qué está el suelo lleno de espuma? ¡Jorge! Qué haces con la fregona. De verdad chiquito, ¿otra vez? Nada de jugar al curlin en el pasillo.

Soma ríe agachado desde la otra esquina. Jorge se quita el escurridor de la cabeza y se lo ofrece a ella también.

Aquella mañana recuerdo que no hice nada distinto a lo habitual. El día comenzó con mis segundos de reflexión contemplativa, tapado, con la colcha hasta la frente. Subí la persiana con la misma desgana de siempre. Solía quejarme educadamente a Delfina, la casera del piso, de lo mucho que se atascaban aquellas persianas. Porque un modelo automatizado apenas debía costar lo que un par de gafas graduadas; pero sobre todo por llevar tantos años viviendo en la ciudad puntera de las innovaciones tecnológicas y seguir con el mobiliario de una casa del siglo pasado. Todo «por afán de conservar las tradiciones», me respondía siempre. Fue ella misma la que se deshizo de todos los aparatitos y muebles inteligentes de la propiedad que obtuvo durante El Reparto, y consiguió reformarla para hacerla más a la Madrid de los dos mil. Para Delfina, venir a revisar las humedades era asumir que ese día, al menos ese día, no iba a poder ignorarnos como lo hacía siempre en WhatsApp. Por suerte, aquel piso era el único lugar que conocía en todo el complejo que fuera así de rústico. Tal vez por eso, llegué a entender por qué al matrimonio del sexto B le gustaba tanto llamar al timbre a deshoras: «Hola, ¿está Cucu en casa? Traemos el pastel de arándanos que tanto le gusta», o «¡Qué pasa Jorge, cuánto has crecido! Oye, escucha, ¿sabes si tu televisor tiene conector JACK, o XLR-3?». Obviamente no lo sabía y siempre acababan pasando y autoinvitándose a un café en el salón.

Arremetí el final de la cinta de esparto y abrí la ventana de cristal externa, la que cubría la persiana por fuera, a media altura. Tal vez ahora te parezca un poco excesivo, pero hacían bien en blindar aquellas ventanas. Respiré hondo, aún con un ojo luchando por mantenerse cerrado, y reaccioné con una bocanada al olor a churro frito que escalaba por la fachada desde la caseta de abajo.

Hasta ahí todo igual que siempre.

Las golondrinas que anidaban en lo alto del edificio anunciaban con sus cagadas la llegada de la primavera. Había sido un invierno largo, bastante frío, y lleno de adaptaciones en las que, al menos yo en aquel momento, no tenía cuerpo para pensar.

Lo diferente vino ahora.

En eso que me quito las legañas y enfoco la vista al suelo, descubro un libro de pastas color crema tirado sobre el parqué. Me llamó mucho la atención. No recordaba haberlo dejado ahí. Yo no era de esos.

Hora VeintitrésWhere stories live. Discover now