Capítulo 20 - A escondidas

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Aquella mañana cuando sonó el despertador en el cuarto de invitados del ático de Amaia, leí su mensaje. Era mamá, iban de camino a casa de los Alighieri.

—Buenos días a los señores. Pasen, están ustedes en su casa —les dio la bienvenida a los recién llegados por el telefonillo el jefe del banco, el señor Nicolás Alighieri.

Un portón de acero comenzó a abrirse. Conforme avanzaba, Linda y Julen se llevaron las manos a la cabeza. A sus pies, una brisa silenciosa se expandía por las once hectáreas de hierba fresca y mármol. La decoración minimalista inundaba dos casoplones acristalados. Parecían como dejados caer desde el cielo, uno al lado del otro, lacados en quién-sabe-cuántas-mensualidades de cualquiera de los dos, y separados por un arroyo clorado que conducía, por un salto de agua, a la piscina principal hacia el otro lado, con vistas a la playa Los Tres Soles, más allá del acantilado.

—¿Traen equipaje? Ya veo... ¡Obvio! No se preocupen. Enseguida llega Robert a por sus maletas. ¡Robert! —se escuchó a lo lejos—. Déjenlas tal cual en el maletero. Robert conducirá su coche hasta el sótano.

—Venimos con lo justo para estos días —corrió Julen a responder por el aparato— no se moleste jefe. Y en cuanto al coche... vinimos en taxi —mintió.

Dejaron las maletas en el cuarto de invitados, y bajaron al salón para desayunar con Nicolás y su esposa, la señora Olga Alighieri.

Por las cortinas blancas de seda se colaba una agradable brisa.

—De nuevo, muchas gracias por aceptar nuestra invitación. No saben el bien que nos hacen a mí y a mi esposa.

—Cualquier cosa con tal de ayudar a nuestro querido señor jefe.

Linda asestó un codazo a Julen por debajo de la mesa.

—En unos momentitos pasará nuestra costurera a tomarles las medidas. Les dejaremos todas las prendas que necesiten en el dormitorio: toallas, calzado, accesorios... No es necesario que lleven el uniforme cuando terminen la jornada. ¡Obvio! Pero, si fueran tan amables, llévenlo puesto durante la mañana. Así el equipo de seguridad los reconocerán más fácilmente por las cámaras. No olviden su placa. Todos estarán pendientes de ustedes, encantados de aprenderse sus nombres. ¿Comprenden?

Así fue cómo mis padres se instalaron en una de las mansiones más lujosas de todo El Loto, en el Ala Sur, a cargo de los servicios de limpieza del hogar de los Alighieri. A pesar de las comodidades de las que disponían, Olga siempre había sido una mujer bastante hecha a lo antiguo. Le gustaba colaborar con sus niñas del servicio, sacando su fregona y su escoba. Nadie mejor que ella para hacer relucir los inmensos ventanales del baño o amoldar con gusto imperialista los cojines de las tres plantas de la casa.

Una semana antes, en la cafetería del banco, Nicolás les había comentado que Olga había sido diagnosticada de cáncer de mama y que durante las sesiones de quimio ella no iba a poder dedicarse a sus labores. Es por eso por lo que necesitaban urgentemente a alguien de confianza que se mudara a su casa cuanto antes para ayudarles con las tareas. Tan sólo le bastaron cinco minutos de conversación con nespresso para convencer a Linda de que necesitaban ese dinero, y cinco más para comunicarle a Julen su ya tomada decisión, en otra mesa más alejada.

—¡Pero gordita, dijimos que ese finde eran nuestras vacaciones! ¡Las que tanto nos merecemos! Tú y yo. Los dos. Solos. ¡Como antes! Como cuando te pedías ese yogur griego tan empalagoso y me pedías que te diera un besito con los labios llenos de fresas.

—¿Pero a dónde vamos a ir? ¿Quieres volver al camping ese? El de los excrementos en la alfombrilla del baño.

—O a cualquier otro. Contigo.

Hora VeintitrésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora