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Cuando yo era una pequeña cría fui abandonada junto con mi camada.
Nos dejaron en una caja al borde de alguna carretera, alejados del calor protector de nuestra madre. Nunca supe qué fue de ella. En sí, no tengo muchos recuerdos de ese tiempo, más allá de qué hacía frío y de que el estruendo de los autos nos aterraba.
Lo único que permanece en mi memoria son las palabras de aquellos que se llevaron a mis hermanos.
— ¿No vas a llevar a la otra? —preguntó uno de ellos.
—Nah, esos dan mala suerte. Déjala ahí, que alguien más se la lleve —respondió el otro.
Y luego se fueron.
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Sí, el tabú del gato negro aún persistía.
Como imaginarás, nadie más se detuvo esa noche, ni la siguiente, ni la siguiente después de esa...
Un día, después de incontables lluvias, viento y polvo, la caja simplemente se desmoronó. Sus paredes, de forma lenta y hasta melancólica, se dejaron caer al suelo, como si me dijeran: "Hasta aquí llego yo, amiga, tienes que irte".
Y así fue. Aquella cría que fue dejada atrás pronto se transformó en una ágil y desapegada gata callejera. Un ser como yo, sin voz ni voto en la vasta ciudad dominada por humanos, no habría podido sobrevivir de otra manera.
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