74 - Anya Holloway

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Tenía seis años cuando mi madre me compró un taburete plegable de plástico porque me hacía ilusión lavar mis platos. Y lo hice, lavé mi primer plato. Papá me recompensó con una chocolatina, de esas que vendían en un restaurante cercano a la estación de tren, donde trabajaba su mejor amigo de la infancia y se tomaba un café todas las mañanas. Ese mismo día le propuso trabajar en el restaurante con él. Justo a los ocho años, ese hombre falleció y mi padre decidió comprarle el restaurante a la mujer viuda. Desde entonces, no volví a escalar con él, no volvimos a ir al cine en familia ni volvimos a hacer planes distintos a compartir un plato de comida al mediodía.

Coloco los platos limpios en el escurridor y cierro el grifo. Me sorbo la nariz, por alguna razón a mi cabeza le ha dado por rememorar momentos de mi infancia con mis padres. Los echo de menos, mucho, desde hace unos años.

Las pisadas de Kai se aproximan a la cocina, se detienen detrás de mí y veo que posa sus manos a ambos lados de mi cuerpo, sobre el borde de la encimera, después de arrojar el paño de su frente al fregadero. Noto el calor que despide en mi espalda.

—¿Te has tomado las pastillas que dejé en la mesa?

—¿Por qué haces todo esto?

La duda me ofende, tanto que me pregunto si el resfriado le ha achicharrado las neuronas.

—Porque me importas —contesto firme.

—¿Igual que Asher? —pregunta con un deje de desdén en la voz—. ¿Un poco menos o...?

Me volteo y lo enfrento rodando los ojos, aunque nuestra diferencia de altura me obliga a elevar el mentón para mirarlo a la cara. Le toco las mejillas, que le siguen ardiendo, y aprieto los labios disgustada. Me fijo en su barba de un par de días, que raspa al tacto.

—Deberías descansar, me iré pronto.

Mantiene la vista en mí unos segundos y, de repente, endurece la expresión. Puedo percibir cómo aprieta la mandíbula y se esfuerza por contener lo que sea que le cruza la mente.

—Y tú deberías de irte ya, no pronto.

Su semblante se torna inexpresivo, frío, al darse la vuelta dándome la espalda y al alejarse de mí de camino a su habitación. El peso de la indiferencia con la que me trata hoy me hace sentir fatal, me muerdo el labio por si el dolor me reprime las ganas de llorar y avanzo hacia la terraza a mi izquierda, donde quise evadirme del mundo, pero terminé encontrándome con él y sus dichosos paquetes de clínex.

Está anocheciendo, más allá de la colina las decenas de lucecitas de los coches vagan vertiginosas por la carretera. Huele a dama de noche y a pintura. Recuerdo que aquella noche olía igual, la diferencia es que Kai estaba al otro lado del armario y ahora solo hay un caballete viejo resguardado del exterior con una sábana clara por encima. Enciendo la luz de la terraza, curiosa por ver qué obra de arte esconde la tela, y aprecio un lienzo colorido que, en primera instancia, parece una mezcla de colores hermosa. Sin embargo, reconozco la silueta de una joven de cabellos cobrizos perdida en un jardín verde similar al del residencial.

Mi respiración se vuelve torpe, igual que los latidos del corazón, al sospechar que esa chica pelirroja puedo ser yo. Comprendo esta sensación, un artista jamás crea una obra al azar, sin sentido. Los que pintamos o dibujamos no les damos el lujo de ser protagonistas de nuestras obras a personas que nos resultan indiferentes. Porque los protagonistas de nuestras creaciones, a menudo, son también nuestras musas de inspiración.

Tapo el lienzo, inhalo hondo en un fallido intento por tranquilizarme y me encamino a su cuarto. Kai está tumbado bocarriba con el antebrazo sobre sus ojos bloqueando la escasa luz que le aporta una lámpara a la habitación. Me siento en el borde de la cama y no espero a que la inseguridad me ahogue las palabras.

—Lo del baile sí pasó —confieso aferrándome al borde del colchón con fuerza—. Lo de la piscina, también. Todo ha sido real para mí.

No responde, no se mueve ni percibo alguna reacción distinta a la de su resuello. Me escuecen los ojos por las lágrimas acumuladas, furiosas.

—Todo ha sido tan real para mí... —continúo, sintiéndolo más lejos que nunca a pesar de estar tan cerca él—, como dudo que lo haya sido para ti.

Entonces, en un movimiento veloz, una de sus manos me rodea la muñeca y tira de mí con fuerza tumbándome y apretujándome contra su torso. El corazón le late desbocado, como a mí, demasiado impetuoso para estar aquí recostado. Se aparta el brazo del rostro, su mirada aterriza en la mía.

—¿Aún crees que para mí ha sido menos real?

©Si nos volvemos a ver (SINOSVOL) (COMPLETA)Where stories live. Discover now