Capítulo 67

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RAFA

Llevaba unos días tratando de asimilar lo que iba a suceder.

Podía haberme negado a ir a la boda, nadie me había apuntado con una pistola para que aceptara la invitación, pero es que a mí me apetecía visitar Gijón, quería estar allí y ver todas las cosas que Dani me había contado de su tierra. Tenía el vuelo pagado y, al fin y al cabo, estaba soltero. Esperaba divertirme y pasarlo bien asumiendo mi nueva realidad. Y qué mejor modo de hacerlo que darme de bruces con ella. Si la veía casarse con Víctor, estaba convencido de que me la sacaría de cuajo de la cabeza. Necesitaba darme cuenta de que todo había sido producto de mi imaginación y que no tenía nada que hacer con ella.

Quería que me restregara por la cara que me equivocaba y que iba a ser feliz, que había elegido al hombre correcto y yo solo era su amigo. Pero para ello necesitaba oír esas palabras con mis propios oídos y estampar en mi mente ese anillo entrando en su dedo. No iba a poder olvidarla, pero por lo menos sería más consciente de lo que había entre nosotros.

Verla en el aeropuerto me removió las entrañas, pero traté de mantener la compostura al máximo. En el coche no podía apartar la vista de su perfil, pues iba sentada delante al lado de su padre.

Él me pilló un par de veces y yo traté de disimular. Pero mi intuición masculina me decía que ese hombre había notado que su hija me interesaba, aunque no dijo nada al respecto, o por lo menos a mí no me lo había dicho.

La cena fue más de lo mismo. La madre de Dani era un clon de ella, solo que con dieciséis años de diferencia, lo que me hizo imaginar cómo sería mi asturiana a su edad. Preciosa, simplemente, preciosa.

No me extrañaba que Juan pareciera tan enamorado de su mujer tantos años después, teníamos el mismo gusto.

Cuando me despedí de ella y volví a sentirla contra mis labios, un calambrazo recorrió mi columna vertebral desde la base hasta la nuca. Nos miramos unos instantes y ella se apartó con rapidez. Al día siguiente no la vería, era lógico, tenía muchas cosas que preparar, y eso me daría tiempo para serenarme y afianzar mis ideas.

Juan dejó a mis compañeros de viaje en casa de su cuñada y después me acompañó al lugar donde pasaría esos días: a casa de sus padres.

Los queridos güelitos vivían en un piso muy cerca del muro de San Lorenzo, con unas vistas increíbles al mar.

Juan no dejó de hablar ni por un momento. Era un hombre muy agradable con quien descubrí que tenía bastantes puntos en común, sobre todo, el amor por su hija. Pero eso no se lo iba a decir.

Subió conmigo para presentarme a las personas más entrañables que había conocido nunca: Ñeves y Selmo, los abuelos de mi rubia.

Lo primero que hizo esa mujer fue escudriñarme con un rictus serio y distante. Era lógico, al fin y al cabo, era un desconocido que se metía en su casa y del que solo sabían lo que su nieta les había contado. Metió la mano en el bolsillo del delantal y me tendió un manojo de llaves diciéndome que las usara para entrar y salir cuando me viniera en gana, pero que no hiciera ruido si regresaba de madrugada. Me pareció justo, yo tampoco quería molestarlos. Me advirtió que avisara si no iba a venir a comer o a cenar para preparar la comida necesaria. Ambas observaciones eran del todo lógicas, así que le respondí que no se preocupara por nada, que no iba a causarles problema alguno y que me sentía muy honrado por dormir en su casa. Ella curvó los labios hacia arriba, al parecer, no le había caído del todo mal.

Selmo fue extremadamente amable desde el principio. Tenía pinta de cañero y me recordó bastante a Juan. Estaba convencido de que nos íbamos a llevar de maravilla, pues nada más entrar en el piso me comentó que me iba a contar los rincones que debía visitar para vivir Gijón de verdad.

¡Sí, quiero! Pero contigo noWhere stories live. Discover now