Capítulo 5

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Seis meses después, lo nuestro ya era una realidad, nada quedaba de las habladurías que duraron un par de semanas, hasta que todo el mundo se convenció de que lo nuestro iba en serio.

Víctor era mi pareja tanto en el trabajo como en casa. Mis padres y mis agüelitos ya lo habían aceptado como parte de la familia y, con lágrimas en los ojos, nos despedían frente a la puerta de casa para emprender nuestra nueva vida en Madrid.

Nadie en la empresa se extrañó de que nos fuéramos juntos a la capital. Estaba cantado que yo me iría con Víctor y su futuro prometedor. Tras la formación inicial se convertiría en el nuevo director de Recursos Humanos de la sede madrileña, un bocado difícil de rechazar.

—Ten cuidado —me repetía mi madre una y otra vez—. Que en la capital son muy vivos y tú no conoces mundo. Si lo más lejos que has ido es a Galicia en aquel viaje que realizaste con los abuelos. —Mi madre tenía razón, siempre había soñado con viajar, pero nunca lo había hecho; me había limitado a quedarme en casa, estudiar y trabajar. Como mucho, había hecho alguna que otra escapada por Asturias con mis amigas, pero poco más.

—Pero tengo a Víctor —alegué a modo de escudo. Él, siempre él, poco a poco se había convertido en mi mundo, mi amigo, mi compañero, mi pareja y mi libertad personal. «Mi, mi, mi, miii», canturreó mi cerebro. Pero es que lo consideraba así, mío, al igual que yo era de él y eso nos daba una extraña libertad de poder hacer lo que quisiéramos con total confianza de que el otro no se iba a molestar. ¿Quién me hubiera dicho que estando con él me iba a sentir más libre que estando sola? Pues así fue desde el principio.

Víctor nunca fue un hombre posesivo, era casero, afable, amistoso y divertido. No le importó para nada que no tuviéramos ni una sola afición en común, porque me dejaba disfrutarlas en solitario o con mi grupo de amigas. «Es perfecto —decían ellas con envidia—. Guapo, listo, divertido y sin querer atarte a su lado en todo momento». Y es que justamente era así. Jamás discutíamos, todo le parecía bien y en todo trataba de complacerme. El sexo quizás era nuestro punto más débil; no era para tirar cohetes, pero tampoco estaba mal. Cualquier mujer se sentiría la más feliz del mundo y yo no podía quitarme la sensación de que me faltaba algo. Tal vez fuera culpa de mi inconformismo y la autoexigencia que me caracterizaba, tenía que buscarle pegas a todo y, si no, parecía que no era del todo feliz.

Así se lo confesé a mi mejor amiga, Sofía, la tarde-noche antes de irnos.

—Es que me falta algo, tía —Ella lo miró de arriba abajo. Estábamos en la playa tomando unas cervezas con mi novio y el suyo, que estaban a punto de tirarse al mar.

—Lo que te falta es un buen par de hostias. Pero ¿tú has visto lo bueno que está y lo bien que te trata? Todas querríamos un novio como el tuyo, está claro que nadie se conforma con lo que tiene... Víctor es jamón ibérico y tú tratas de buscarle una tara para convertirlo en chóped.

—Tal vez me guste más ese embutido y no tenga gustos tan refinados.

Ella señaló a un tipo barrigón y con más pelos que un oso pardo.

—Ese es chóped.

—Puaj, ese no es chóped, ese es el hombre lobo. Fijo que, si nos esperamos a que salga la luna, le aúlla. Mira a ver si tu novio lleva alguna bala de plata por si hay que dispararle.

Ambas nos echamos a reír como locas.

—No creo que Salva las haya traído, suele dejar el arma en casa. La que lleva cargada siempre es otra —comentó coqueta echándole un vistazo hambriento al escultural poli.

Las dos contemplamos a nuestros chicos, que se llevaban la mar de bien y tenían unos físicos envidiables.

—Todavía recuerdo cómo lo asaltaste después de que te desencajara del tobogán.

¡Sí, quiero! Pero contigo noDonde viven las historias. Descúbrelo ahora