Introducción

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Respiré hondo tratando de captar el sutil aroma a mar.

Tumbada debajo de un cocotero, cual idílica postal de viaje de novios, me hallaba yo contemplando las impresionantes aguas turquesas.

¿Caipirinha en la mano con una de esas graciosas sombrillitas de colores?

Sí.

¿Protector solar factor cincuenta para que no me confundieran con una langosta en la cena?

Completamente embadurnada.

¿Depilación perfecta para que mi piel pareciera tan lisa y suave como la de un huevo duro?

Of course, baby, ni un pelo fuera de lugar.

¿Pedicura francesa con los talones más hidratados que el culito de un bebé?

Nadie tenía unos TCR mejor que los míos.

Uy, perdona, que no te había visto. ¿Que qué son los TCR?

Fácil, las partes que determinan si verdaderamente te cuidas o no: talones, codos y rodillas.

Si tus talones tienen unas grietas más profundas que la falla de San Andrés, tus codos parecen un par de culos de pollo y tus rodillas se confunden con dos gigantescas uvas pasas, es señal inequívoca de que no bebes la suficiente agua. Eso dice mi esteticista, que es un primor.

Mi TCR acababa de pasar por una exhaustiva ITV visual un día antes de tomar el vuelo.

Estaba perfecta. Sin tiempo que perder, me fijé en los pies; ya sabes, en un paraíso tropical te pasa el día en chanclas.

Separé los dedos cual saludo de Star Trek para asegurarme de que los calcetines negros recién estrenados que había utilizado para el viaje de ida en avión no hubieran dejado alguna indeseable pelusilla entre ellos.

A ti también te ha pasado, ¿verdad?

Exacto, esas que aparecen de repente, como esas bolas gigantes en las pelis del oeste, solo que estas lo hacen en el momento menos oportuno.

Como cuando sales de una clase de aeróbic, te metes en el vestuario y la mujer de al lado te mira fijando sus pupilas en aquel cúmulo de tejido indeseado, pensando en cuánto tiempo llevarán residiendo allí.

Te avergüenzas, escondes los pies cual avestruz en la arena tratando de hacer un boquete en la baldosa del suelo, con tu manicura francesa, pero te das cuenta de que eso solo funciona en las pelis de dibujos.

Abochornada, y con ganas de decirle «Le juro que esta mañana no estaban ahí», te calzas las chancletas y sales huyendo despavorida hacia la ducha.

¡Jodidas pelusas! Son como los okupas en España: por la mañana sales de tu piso porque te han invitado a pasar el fin de semana a casa de unos amigos y, cuando regresas, se te ha instalado una familia al completo y ves tus únicas bragas de marca colgadas en el tendedero.

En fin, corramos un tupido velo, que en lugar de estar en el Caribe me he ido por los cerros de Úbeda.

Hecha la comprobación pertinente me ajusté la pamela, las gafas de sol y di un sorbo tan largo que poco más y me hace soltar el cerebro por la nariz.

¡Jesús, quería ahogar las penas, no terminar con un coma etílico en mi luna de miel! ¿Cuánto alcohol le habían echado a esto?

¡Ah!, cierto, que no te había contado ese minúsculo detalle. Sí, estoy de luna de miel. O de luna de hiel, según se mire, porque...

¿A cuántas novias conoces que hayan hecho su «viaje de novios» en compañía de ellas mismas?

Pues ahora ya me conoces a mí.

¿Que quién soy?

Daniela, aunque puedes llamarme Dani. Natural de Gijón, una maravillosa ciudad por la que siento una morriña extrema, ya que en la actualidad vivo en Barcelona con mi recién estrenado marido.

¿Que por qué estoy sola en una playa del Caribe rebozándome de arena, cual croqueta de la abuela, cuando debería estar retozando entre las sábanas con él?

Pues estoy convencida de que esa es la pregunta del millón. La misma que se debió formular la recepcionista del hotel cuando me hizo el check in para darme la llave de la suite nupcial.

Acabo de llamar tu atención, ¿a que sí?

Pues, si te apetece que te cuente mi historia, ¿por qué no te acomodas aquí? Sí, a mi lado. Total, tengo bastantes días con sus correspondientes noches para ahogarme en mis desgracias, mejor contar contigo para que las escuches.

Igual hasta te dejo opinar, porque si te soy franca ahora mismo estoy más perdida que el barco del arroz.

¿En serio?

¿Aceptas?

Pues voy a agitar la pulsera del todo incluido para pedirle al camarero que te ponga una copa como la mía, que mi historia no se digiere con un simple traguito de agua.

Chasqueo los dedos y llamo al camarero, quien no tarda nada en traer una segunda ronda a golpe de guiño.

Ahora sí que puedo empezar a contarte mi historia y lo haré con una moraleja que debí aplicarme en su momento.

Cuando le das a un hombre el «sí, quiero», primero asegúrate de que es el correcto.

¡Sí, quiero! Pero contigo noDonde viven las historias. Descúbrelo ahora