Sortilegio de Roma

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Evan se dirigía en una camioneta de tonalidad plateada hacia el Vaticano, en compañía de los dos corresponsales. Estaba vestido como sacerdote y portaba un bigote falso.

—Houston; desde este momento, llevará el nombre de Marco Antonio Baleares, hasta que lleguemos a la Basílica. Si algún civil a las afueras casualmente se aproxima a usted, debe conocer solo eso. Nada de procedencias, nacionalidad u otra información. La Guardia Suiza ya sabe sobre su llegada, así que con ellos no tendrá problemas.

—De acuerdo.

—Y por favor..., mantengamos en secreto todo lo que observe desde su ingreso a la Santa Sede.

—Si tienen el poder para extraer a un prisionero sin que nadie se entere..., entonces pueden desaparecerlo fácilmente. Nada saldrá de mi boca.

—No lo mataremos, señor Houston; si a eso se refiere. No estamos en el siglo XII.

Evan sonrió irónicamente.

En cuanto llegaron, observaron una barricada de personas que se hallaban en varios extremos. Portaban carteles que pedían explicaciones a la iglesia. Necesitaban saber lo que estaba ocurriendo. Muchos oficiales abarcaban puntos estratégicos para evitar una revuelta.

—¿Qué sucede? —preguntó Evan.

—La entrada a la Plaza de San Pedro está prohibida —respondió Tiberio.

—¿Por qué?

—Evítese las preguntas por los momentos —dijo Valeria.

Él los observó a ambos, con recelo.

—Trataré...

La camioneta se estacionó a metros de la Santa Sede. Luego, los tres descendieron. Así, caminaron hacia el interior. Evan observaba maravillado la inmensidad de todo el lugar. Mientras contemplaba, el Santo Pontífice: Juan Pablo III, se aproximó a él. Ambos corresponsales se arrodillaron y persignaron; sin embargo, Evan se mantuvo firme.

—Yo no voy a hacer lo mismo. Lamento si es imprudente de mi parte, pero no suelo inclinarme ante nadie —expresó, quitándose el bigote del rostro.

—Y no pretendo que lo haga, señor Evan Houston —dijo el Papa. Era un hombre afroamericano, que portaba una túnica de color blanco y muchos anillos dorados en sus dedos—. Quiero presentarle a alguien; aunque creo que ya se conocen...

De pronto, una mujer caminó hacia ellos; se hallaba oculta detrás de una columna de mármol.

—Amanda... Pero... ¿qué haces aquí? ¿Cómo es esto posible...?

—Amanda Reynolds es una de nuestras corresponsales. Ha trabajado para el Vaticano durante algunos años —dijo Victoria.

—Ahora sí estoy muy confundido.

—Lamento esto, Evan; pero era necesario —dijo Amanda.

—Necesito una explicación. Ya he pasado por mucho, y no me interesa si intentan matarme.

—Nadie va a matarlo, Houston. Ya se lo dije —expresó Tiberio.

—Tenemos poco tiempo —dijo Amanda.

El Papá hizo una señal con sus dedos, y caminó hacia el fondo de este lugar. Tiberio pidió a dos guardias suizos que cerraran las puertas.

—Venga con nosotros, señor Houston.

Todos caminaron detrás del Santo Pontífice. Luego, bajaron las escaleras, hasta llegar a las catacumbas. Así, recorrieron algunos túneles angostos. Finalmente se toparon con una pared. Ahí, Juan Pablo III se volteó y vio a Evan.

El Efecto TriánguloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora