18. ANARQUÍA

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El celular vibra y suena sobre la mesa esquinera en el que fue colocado minutos atrás.

Diana suspira porque no han pasado ni quince minutos desde que decidió despejarse un poco para olvidarse del estrés del trabajo y de las situaciones diarias que acontecen en su hogar y su familia; el capítulo cinco de la serie en la que está enganchada gracias a la recomendación que le hizo Darío, su hijo, se encuentra en la mejor parte. El celular insiste y Diana sabe de inmediato que su tiempo de relajación terminó. Estira el brazo para alcanzar el celular, en cuanto lo hace, mira la pantalla y se da cuenta de que, quien le llama, es Marina. Pasan cuatro minutos de la siete de la tarde cuando Diana atiende la llamada; cuarenta segundos con el celular al oído bastan para que ella se ponga aprisa los zapatos y corra a su habitación a buscar una chamarra, toma las llaves de la camioneta y se abriga en el camino, ya ha dejado de llover, pero el fresco en el aire es una de las secuelas que ha dejado la lluvia.

En todos los años que Diana lleva de conocer a Marina, jamás la escuchó tan dolida como minutos atrás que atendió su llamada, ni siquiera en la noche que ocurrió aquella tragedia; algo en su voz hizo que a Diana se le pusiera la piel de gallina, un extraño escalofrío le recorrió la espalda y la hizo temblar, quizá por el lazo tan estrecho que las une: el de ser amigas y, además, las madres de dos chicos de la misma edad que están en una relación. A Diana la invadió un agobio perturbador cuando la terrible sensación de que ella podría estar en el lugar de Marina, le llegó de golpe. Marina no lloraba, sin embargo, esa seriedad, esa frialdad en su tono fue más abrumadora incluso que cualquier voz entrecortada o sollozos.

Casi media hora después, logra llegar al hospital, da un par de vueltas hasta que encuentra un aparcamiento libre, se baja de la camioneta y mira como el cielo se refleja en un charco, se toma su tiempo para mirar hacia arriba y apreciar ese morado contradictorio, entre intenso y suave que hay en las nubes; piensa en lo apabullante y desastrosa que puede ser una tormenta, pero también, en la belleza que suele haber cuando termina, se aferra a ese pensamiento.

En cuanto entra al hospital, Diana se dirige a su izquierda, no al área de elevadores como siempre lo hace, Marina le avisó que estaría en la cafetería. La vea ahí, sentada en una mesa en el rincón, da pequeños sorbos al café entre sus manos, no está sola, Camilo, el neurocirujano a cargo del caso de Joel, la acompaña, él también bebe café.

—Buenas tardes —saluda Diana y arrastra una silla para poder sentarse.

—Buenas tardes —responde el médico con una discreta sonrisa en su rostro.

Marina está a punto de responder, pero en cuanto sus ojos se encuentran con los de Diana, su entereza se desmorona y Marina llora, llora como no lo había hecho en cuatro meses, deja que el dolor que aisló por tanto tiempo, sea libre. Diana como psicóloga y como amiga, sabe que no tiene que decir nada, solo prestarle su hombro, solo eso y nada más. También quiere llorar, sin embargo, este es el momento en el que ella tiene que ser fuerte.

Cinco minutos después, Marina se desprende de su abrazo, endereza el rostro abatido y se limpia los ojos y las mejillas con un pañuelo, le sonríe, pero es una sonrisa melancólica, como la última brazada desesperada de alguien que está a punto de hundirse en la monstruosidad del océano. Diana le toma la mano para hacerle saber que está ahí, para ella, y Marina le susurra un discreto «Gracias».

—¿Qué ha sucedido? —se atreve a preguntar por fin Diana, aunque está segura de que no quiere escuchar la respuesta.

—¿Te acuerdas cuando Darío y Joel nos dijeron que eran novios? —inquiere Marina como si tratase de evadir el cuestionamiento de Diana, en un intento de aplazar la respuesta todo lo posible. Sonríe una vez más, pero esta vez Diana logra ver algo de genuinidad en su rostro.

Tú, yo, anarquíaTahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon