17. YO

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Cuando salgo de la habitación en la que Joel permanece hospitalizado, el tercer relámpago ilumina el cielo y, segundos después, un trueno escandaloso me hace temblar; son las cuatro de la tarde, pero el morado turbulento en las nubes engaña a los sentidos y hace parecer que la noche está por llegar.

El perderme en los enromes ventanales del hospital, por apreciar el peculiar color en el cielo y pensar en la tormenta que se avecina, me hace chocar con una enfermera, me disculpo y ella solo me sonríe para quitarle importancia a mi descuido. Alzo la vista y me dispongo a atravesar la pequeña sala de espera que se encuentra en el quinto piso para tomar el ascensor; otro trueno irrumpe entre los ventanales y las paredes, tiemblo de nuevo, pero no estoy seguro si es por el trueno o por la mirada con la que mis ojos coinciden. Tal parece que el hospital se está volviendo el lugar de los encuentros, esta vez no es Gonzalo; diminutas gotas comienzan a estrellarse contra los ventanales, una impetuosa tormenta se acerca: sentado frente a mí está Iván, no deja de mirarme.

Atravieso la sala de largo y la lluvia afuera del hospital arrecia, quizá no tenga escapatoria. Iván se levanta, corre para alcanzarme y me toma del hombro, no necesito voltear, sé que es él.

—Hola —me dice y no logro reconocer del todo su voz, en mi memoria, su voz suena gruesa, imponente, un deje burlesca, en cambio, ahora él se dirige a mí de forma tímida, casi en un susurro.

No volteo, no quiero hablar con él. Aplasto el botón del ascensor, sin embargo, la enfermera con la que choqué segundos atrás pasa a nuestras a espaldas y nos dice:

—No se recomienda usar el elevador durante una tormenta, muchachos, puede haber una falla eléctrica y créanme, no quieren quedarse ahí atascados, mejor usen las escaleras.

Yo le sonrío, asiento y me dispongo a caminar hacia las escaleras, pero Iván aprieta mi hombro y me llama por mi nombre, esta vez, con menos indecisión. Me detengo y resoplo, giro para encontrarme con su mirada suave que, a primera impresión, no pareciera que hay un imbécil detrás de esos tiernos y bonitos ojos amielados. Noto también que su cabello ha crecido, está peinado hacia atrás y lo sostiene con una diadema, casi le llega a los hombros.

—Hola, Iván —le respondo—, ¿en qué puedo ayudarte?

—Lo sabes —contesta él y no deja de mirarme, no recuerdo la última vez que hablamos de una forma tan directa y cercana, me siento incómodo, pero hago un esfuerzo por sostenerle la mirada—. Las palomitas azules en Whatsapp me dejan en claro que sabes muy bien de qué quiero hablar contigo.

—Bueno, las palomitas azules en Whatsapp son muy claras, si me disculpas, tengo algo de prisa.

—¡Darío, por favor! —dice, casi en una súplica y me toma de la muñeca para impedir que me vaya—. Dame veinte minutos, vamos a la cafetería del hospital.

Afuera, parece que el cielo va a caerse, tal vez Gonzalo tiene razón y es el momento preciso para cerrar ciclos. Resoplo una vez más, asiento con un movimiento mínimo y comienzo a bajar las escaleras, Iván va tras de mí. El descenso de cinco pisos se hace eterno: la lluvia, el viento, los truenos y nuestros pies que chocan contra los escalones evitan que en nuestro trayecto impere un silencio incómodo. Diez minutos después, llegamos a la cafetería del hospital, Iván me rebasa y se sienta en la mesa más alejada, yo aprieto los labios, pero aun así lo sigo, no me quedan muchas opciones.

—¿Quieres un café? —pregunta mientras saca algunas monedas de la bolsa de su pantalón.

—No, gracias —respondo.

Él se encoge de hombros y veo como se dirige a la máquina expendedora, quizá sea el momento perfecto para escapar, sin embargo, me sorprendo al darme cuenta que no quiero escapar, no lo digo. Él regresa a la mesa con su café y se sienta frente a mí, me mira, pero no dice nada. Muevo las cejas, como una señal de que espero a que empiece a hablar, él juguetea con el café y agacha la mirada, está nervioso, así que comienzo yo:

Tú, yo, anarquíaWhere stories live. Discover now