Parecía volver a tener la edad de cuando vino por primera vez a esta casa para quedarse con nosotros. En aquella época era un crío nervioso y asustadizo. Y se comportaba como tal.

-Vete, R –me pidió Ken, con la voz ronca-. Déjame tranquilo, necesito descansar.

Su simple presencia parecía empujarme hacia la salida. Fui hacia la puerta mientras Ken me acompañaba; me quedé parado, agarrando con fuerza el marco de la puerta, y Ken se apoyó en el otro lado, cerrándome el paso. Estaba dolido con mi primo y no entendía esa postura que había decidido adoptar respecto a Genevieve. Y, por ende, contra mí.

-¿Sabes lo que más me molesta de todo esto? –me preguntó Ken, pero no me dio tiempo a responder-. Que esa chica haya averiguado más de mí en ese poco tiempo que tú en todos estos años. Y que tú estés tan ciego.

Me cerró la puerta en mis propias narices, sin darme siquiera tiempo a poder replicarle. Ken, al que conocía tanto como a mí, se había convertido en un auténtico extraño para mí estas últimas semanas. Nos estábamos distanciando poco a poco y sus palabras me escocían.

Me dirigí a mi cuarto como un niño pequeño, dando zapatazos y con ganas de darle un puñetazo a algo. Me desvestí, tirando las prendas sin preocuparme dónde caían, porque, en aquellos momentos, lo único que me preocupaba eran las palabras y recriminaciones que Ken había soltado.

«…Y que tú estés tan ciego». Las últimas palabras de mi primo se reproducían una y otra vez en mi cabeza y no era capaz de entender a qué venía todo aquello. ¿Ciego por qué? Desde que nos habíamos vuelto tan cercanos, hacía ya años, nos conocíamos, sabíamos cuándo nos pasaba algo. Estábamos conectados.

Me metí en la cama con aquel cambio tan drástico que había sufrido Ken y que no hacía más que empeorar.

El sonido que producía mi móvil al vibrar sobre mi mesita de noche me despertó de golpe. Me froté los ojos mientras miraba la hora… ¡Dios! No entendía a qué venía llamar a las tres de la mañana y pensaba decir un par de lindezas sobre lo que podía hacer la próxima vez que decidiera llamar a alguien a semejantes horas. Sin embargo, al ver el nombre en la pantalla, me quedé helado.

Genevieve. Llamándome a estas horas. Algo malo tenía que haber pasado para que hubiera decidido llamarme. Y no estaba muy seguro de querer escuchar lo que me iba a contar.

Me senté sobre la cama y sujeté el teléfono con fuerza durante unos instantes antes de descolgar deslizando el dedo sobre la pantalla.

-¿R? –su voz, tímida y un poco asustada, hizo que me enervara y me entraran unas ganas terribles de coger el coche y recogerla.

Aquella llamada debía significar que había sucedido y que Patrick tendría una sonrisa de victoria durante un par de semanas. Y mi paciencia no iba a aguantar lo suficiente, eso lo tenía claro. Me dolía.

-Genevieve –su nombre me salió como una especie de suspiro patético, como si fuera un niño que había esperado al lado del teléfono pacientemente esperando aquella llamada.

¿Qué tenía que preguntarle ahora? ¿Iba al grano directamente y le preguntaba qué tal había ido? Me parecía un poco descortés, pero la impaciencia me roía por dentro y que había comenzado a asfixiarme poco a poco. Necesitaba saberlo y hacerme a la idea de que ese cerdo se había acostado con ella sin que Genevieve hubiera podido negarse a ello.

-¿Te he… te he despertado? –Genevieve hablaba en voz baja, como si no quisiera despertar a alguien. Para no despertar a Patrick, me corregí a mí mismo-. Ay, Dios, ¡no quería despertarte, R! Pero…. Necesitaba hablar con alguien… contigo.

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