109. Que no se diga que no sé ajustar cuentas

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Que no se diga que no sé ajustar cuentas

ELENA

Una inquietud que se compara al fuego recorre mi cuerpo, pero no puedo hacer nada, más que sentir cómo me incendia.

«Son prostitutas, se quedan desde hace una semana en una habitación de la taberna», dijo el tabernero.

Prostitutas.

Tuve que poner de mi parte para no cogerlas del cabello ahí mismo, porque si la gente ya las conoce iba a salvarlas; de manera que, al igual que con los payasos, pedí a la madre luna calma para esperar el momento adecuado.

Arrendé una habitación porque tengo que pasar desapercibida. Bajo ningún motivo Ida y Atria deben saber que me encuentro en el mismo lugar que ellas. Por lo que, sentada en mi cama, con mi segunda taza de café enfriándose, repaso mi plan.

Porque lo sucedido en la isla de las viudas no se quedará así. Hoy ellas dos morirán.

Pedí al tabernero una botella de su mejor alcohol, una jarra con agua hirviendo y gas; yo ya tenía los fósforos, el cuchillo y las hojas de té.

Y ya preparé todo.

Con mis manos tiritando me pongo de pie y camino de un lado a otro en la habitación pensando. Aunque es necesaria la espera me pone frenética. A ratos pateo la cama o tiro de mi cabello con tan solo saber que ellas aún ríe cerca de mí, pero al mismo tiempo sé que como aguarda la cosecha debo tener paciencia.

«¡Y una mierda!»

—Tienen que pasar por aquí —me repito, sabiendo que me fue asignada la primera habitación del pasillo, así que consecuentemente Ida y Atria deben pasar por donde yo me encuentro. Por lo que, como cazador al acecho, mantengo entreabierta la puerta continuar la espera.

Tengo apetito de oírlas gritar al momento de rogar por sus vidas.

Vacié un cuarto de la botella de ron, metí hojas de té en el agua hirviendo y, al enfriar, vertí el agua dentro de la botella hasta volver a llenarla.

El gas, los fósforos y el cuchillo aún no los necesito.

Pasada la medianoche por fin las veo llegar dando de tumbos. Ida y Atria acompañadas por dos tipos. Ellos, en particular, deben ser ayudados a caminar. Los cuatro ríen, en la penumbra pasan de mi puerta y tres más adelante abren la suya dispuestos a continuar la fiesta.

Con los cuatro ya dentro de la habitación, espero quince minutos más antes de salir a dejar la botella frente a su puerta y tocar. El pasillo se halla por completo a oscuras salvo por una lámpara de gas al fondo. Aunque no he terminado de cerrar mi puerta cuando la de ellos se abre.

—Pero ¿qué es esta sorpresa que tenemos aquí? —oigo exclamar a Ida. La misma voz chillona que se ríe a carcajadas en mis pesadillas—. ¿Será una cortesía del tabernero por atraerle a más clientes o del tipo que se puso insistente con Atria?

—Qué importa. Una botella es una botella —opina uno de los tipos y, una vez cerrada la puerta; con el cuchillo en mi mano, y el gas y los fósforos en mis bolsillos, vuelvo a salir de mi habitación con la intención de espiar. De manera que, tan pronto me encuentro frente a la puerta, con cautela me inclino hacia adelante y miro a través de la cerradura.

Atria, con el pecho al descubierto, es la primera en beber al volver a suponer Ida que se trata de un regalo de su admirador. Le siguen los dos tipos y por último Ida, que lo piensa demasiado y mientras sujeta la botella no deja de parlotear sobre las ventajas de conocer tipos divertidos en tabernas; hasta que, finalmente, da un trago y la devuelve a uno de los tipos. No obstante, no es un trago lo suficiente largo.

Crónicas del circo de la muerte: Vulgatiam ©Where stories live. Discover now