95. La revoltosa

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La revoltosa

ELENA

Cada mañana despertaba con la convicción de que podía hacer algo más que repartir comida a las esposas de los rebeldes que colaboran en el Partido, quería ser más que una ladrona de medio pelo, anhelaba ser tan útil como Micah, Garay o Moria y no solo quedarme en casa cuidando a Thiago.

No me parecía justo que se me subestimara.

¿Cuántas veces no enfrenté a mi madre para que dejara de verme como una chica que solo debía buscar con quién casarse? En cualquier caso, me emocionó que mi padre me enseñara a pelear.

Noches enteras me desvelé esperando los mensajes de la H, cerraba mis ojos y soñaba que ella era yo; o el nuevo soldado en entrenamiento que sacaba del poder a Eleanor.

Me recuerdo trazando planes, mejorando mi técnica, repasando en mi mente lo que diría de tener frente a mí a cualquiera de la familia Abularach.

Le rogaba a mi padre una oportunidad para demostrar lo útil podía ser, quería sentirme necesaria; pero, para mi desdicha, él solo me pedía ver por mi hermanito.

La oportunidad que nadie quiso darme se presentó el día que Gio me pidió trabajar con él. Podría espiar para los rebeldes.

Creí saber dónde estaba parada, pensé tener todo bajo control, aseguré ser más astuta que Gavrel o cualquier otro..., cuando la realidad era que, en mi estupidez, le facilité todo.

Busqué defender lo que consideraba justo y al final solo he conseguido perder a los que quiero. Entre ellos mucha gente inocente. No soy un soldado. No soy buena líder. Soy una carga que a donde va ocasiona caos. Parezco ser más útil al estar lejos.

Mi única tarea era proteger a mi hermanito y no lo hice. Fallé en lo que sí se me pidió hacer, y ahora, además, me han dicho que su muerte fue en vano.

—No luces bien —dice Adre.

—¿Cómo te sentirías de saber que todo lo que crees, todo por lo que luchaste, es mentira?

Desde que me dejó en claro que, como nada nuevo, desconozco mucha información, no volví a insistir en volver a Bitania. De eso hace ya un día. Ahora la ayudo a preparar comida para los viajeros que visitan el campamento.

—Tu padre no es una mentira, la ideología que defiendes tampoco lo es. Alastor en cambio...

—Mi padre creía en él. —Mi voz sale con enojo—. Las pocas veces que lo escuché hablar de él poco menos que lo consideraba un hermano.

—Cualquiera que sepa que fue pareja de Imelda lo haría. Te platiqué su historia.

—A medias —le recuerdo—. Dudaste que Garay sea su hijo.

—Es que no estaba segura. Nadie en realidad —remarca—. Pero ahora lo gritan a los cuatro vientos. No temen mostrar que son herederos de la reina legítima.

—Pero Imelda no quería ser reina. Ella, por lo que me platicaste, buscó abolir la monarquía.

Adre, ignorando que la comida que tenemos en el fuego está por sobrecalentarse, sujeta con firmeza mi brazo.

—Dime algo, Elena. ¿Matarías a tu propia familia? ¿Les darías persecución para ridiculizarlos frente a las multitudes y después colocar sus cabezas sobre una pica? ¿Los lanzarías a la miseria?

—No. Pero nosotros no...

—¿No representan lo mismo que los Abularach? No. Pero ellos no tienen la culpa de tener la posición que tienen; de utilizarla a su favor, de haberla heredado.

Crónicas del circo de la muerte: Vulgatiam ©Where stories live. Discover now