103. Hermana

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Hermana

ELEANOR

Una vida de tesitura, un intervalo de notas comprendido entre la más grave y la más aguda; un viaje de ensueño en carruaje recubierto de terciopelo, cojines y caballos blancos. Una vida de privilegios.

Crecer siendo una princesa que para dormir se tiende sobre una cama de plumas, cuyos sirvientes, además, le bordan vestidos de seda y le sirven el desayuno en cristal y plata.

Que escucha a sus hermanas leer poesía y arriesgar cuando tienen por un beso o ilusorio ideal; preguntarse qué es el amor, para luego, sin buscarlo, y, sin esperarlo por ser entre las herederas la más fiera, llegase hasta ella en un apuesto príncipe que para enamorarla cultivó rosas en su balcón.

El plan de Wenceslao era marcharnos a Teruel tan pronto como resulté embarazada, iniciar una nueva vida allá; pero, según mi padre, «Jorge Bilbao, el intrépido príncipe de Cadamosti», me salvó a tiempo del deshonor y, para evitar futuras confrontaciones, el imperio del sol del mismo modo se vio obligado a encerrar para siempre al Príncipe Negro.

La princesa que sin esperarlo se convirtió en reina.

Que, pese a tener el trono, conservó entre sus objetos más preciados una rosa seca, un relicario con la foto de su madre y una carta de su padre; y como un obsequio de su difunta hermana el más hermoso de los espejos; una reliquia bañada en plata para reconocerse cada mañana...

Y desconocerse, y odiar, y odiarse, y jamás perdonar.

Porque qué mejor obsequio a un enemigo que un espejo, quizá solo superado por un trono. Pues que, ¿qué peor obsequio a alguien que odias que un trono?

Una serpiente de largos colmillos rodea la cama de la princesa, ella la escucha sisear, pero no puede hacer nada, cual prisionera anodina se encuentra atada al dosel de la cama. Aun así, de poder soltarse, ¿qué? El reptil la tiene rodeada y sabe del pánico que ella le profesa; tiene presente que no intentará escapar, esa rosa ya perdió sus pétalos, ya... se marchitó.

Se prepara para morir, lo anhela; sin embargo, algo terrible sucede, es lo mismo cada noche...

Despierta.

Mis hombros se tensan a causa del sobresalto, aún me encuentro sentada en la silla mecedora del patio trasero, y, como parte de la pesadilla, sigo sin encontrar entre mis manos mi rosa muerta, mi relicario y mi espejo. Pese a todo, de todas formas acostumbrada a no tener hace mucha tranquilidad, a que me roben, trato de mantenerme erguida y otra vez acomodo sobre mis hombros la manta pulguienta que empacó para mí la nana, al igual que el peor de mis vestidos, guantes medias y zapatos. Acto que no pasaré por alto pese a que Gavrel la proteja, porque evidentemente fue a propósito.

Tras una vida probando la mejor comida, escuchando la mejor música y a mis pies súplicas, me hallo aquí sin una corte. Era la soberana mayor, la gran señora, y ahora paso mis noches en una covacha escondiéndome. Yo, hija del sol, espero ansiosa la espada del traidor. Sin lamentaciones, ese es el final de todo cuento épico; las rosas no viven para siempre, Militiae species amor est.

Tener la inmensidad de un bosque nocturno delante de mí me hace sentir desprotegida, los soldados de la Guardia que viajan con nosotros son un montón de peleles que pasan el rato jugando naipes con Sasha y Jorge, y ninguno es valiente. Una flecha podría atravesarme ahora mismo y nadie escucharía, nadie me defendería, a nadie le importaría; sea como sea, apenas temo. El estoque que acabará conmigo ahora es bienvenido. Lo que me preocupa es no morir de pie. Debe ser de pie. Los felinos no muerden la tierra.

Crónicas del circo de la muerte: Vulgatiam ©Where stories live. Discover now