107. Cara o cruz.

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Y con este capítulo llegamos a donde nos quedamos antes de yo retirar la novela. Todo, a partir del capítulo 108, es nuevo c:

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Cara o cruz.

ELENA

Un cielo enlutado con la Madre luna adornándole el cuello; sin nubes llenas, sin estrellas, sin miedo. Eso tengo sobre mí.

A pesar de la oscuridad, con el viento sacudiendo mi cabello y frío incisivo comenzando a helar mis huesos, ando a galope; no quiero pasar la noche en la intemperie, por lo que cansada, hago que Regalo trote más despacio cuando a lo lejos vislumbro una casona vieja.

Un letrero señala que me encuentro en la entrada de El Olivo, pueblo que divide a Bitania de Orisol, la frontera señalada por Adre; así que el hostal La remoza no debe estar lejos.

Llegué.

En los alrededores hay covachas sin mucha luz además de cultivos y más bosque. Nunca antes había salido de Bitania, de ahí que, desde el campamento donde estuve con Adre, por mi parte todo sea un mundo nuevo.

Durante toda mi vida, conforme fui creciendo y escuchando a mi padre, no he pensado en otra cosa que no sea revolución; y ahora, al ver esto, comienzo a sentir ansias de explorar. No hace mucho no quería salir de Bitania y ahora, en cambio, no me reconozco. 

 O no me quiero reconocer. De todas formas, aún tengo la cara pintada de payaso. Puede que sea una manera de olvidarme de quien soy. 

Hago que Regalo se detenga pensando en eso.

Para llegar pronto a La remoza, lugar señalado por Adre, no me he detenido desde que abandoné a los payasos; pero aún no decido si dormiré allí. El cansancio está por vencerme, ha sido un viaje largo; me duele el cuello, los brazos, ¿y para qué negarlo? También el culo. Pero quiero averiguar si hay algún otro lugar para pasar la noche en caso no confíe en la persona que me espera, y por igual necesito descansar del dolor lastimero que me invade de noche, peor que cualquier otro, porque no es físico. Los recuerdos pesan.

Debo decidir qué hacer.

«La casona es una taberna», advierto al acercarme.

Me bajo de Regalo y ando vigilante hasta lo adyacente a la casona para dejarle ahí junto a otros caballos. Él, sediento, se apresura caminar hacia el bebedero.

Dos tipos blandengues que salen de la taberna esbozan un gesto de extrañeza al ver mi cara pintarrajeada, no saben cómo reaccionar ante un «payaso triste», y lo prefiero a que sean irrespetuosos.

No pienso volver a quitarme esa máscara de la cara. 

De la misma manera llamo la atención al entrar. Sin embargo, pronto, gracias a la música y licor en bastedad, todo el mundo vuelve a ignorarme. La taberna está casi llena, no es difícil pasar desapercibido, pero lo que he dejado atrás tampoco me permite olvidar que llevo puesto vestido en lugar de pantalones. 

Inspiro con fuerza el aroma, es una mezcla de licores y por tanto me provoca un efecto embriagante. Una sola vez he bebido en mi vida, a los dieciséis años en compañía de Garay, y mi padre me quitó las ganas de volver a hacerlo.

«Solo debo averiguar qué más hay cerca».

Hago mi camino entre las mesas. Hay gente sentada en gradas, bancos y a lo largo de la barra; otros más gamberros encontraron cama en una silla, quizá no pueden pagar una habitación y, en vista de las circunstancias, también teman pasar la noche afuera. 

Crónicas del circo de la muerte: Vulgatiam ©Where stories live. Discover now