113. Elena, la justiciera

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Elena, la justiciera

ELENA

El impecable papel tapiz de esta habitación, las cortinas con cenefas y el borde dorado de la taza de té frente a mí me recuerdan cuánto ha vuelto a cambiar mi entorno. Ya no estoy encerrada en una mazmorra, cazando ratas o a la par de una fogata. A mi alrededor de nuevo hay comodidad. Pero poco importa además de parecerme irónico.  Apenas puedo mover los labios, intento estirarlos hacia los lados y en breve siento dolor desde mi nariz hasta mi cuello. Y ya ni hablar de mis brazos, espalda y piernas desde los muslos hasta los dedos.

Si antes de comenzar la revolución pensé que la paliza que me dio de niña mi madre por ensuciar un vestido nuevo fue la peor de mi vida, me equivoqué. Hasta ayer la peor fue la que recibí en la Isla de las viudas, cuando Ida, Atria, Mah y el retardado me hicieron perder a Bicho; pero, hoy día, la de anoche toma el primer lugar, y ahora que la emoción ha bajado y de momento he vuelto a mis cabales me percato de ello. Sin embargo, la realidad es que, de tener a Ida frente a mí, de nuevo intentaría matarla.

En menos de veinticuatro horas he asesinado a nueve personas: los seis payasos del infierno, Atria y los dos tipos que las acompañaban en la taberna a ella y a Ida. «Nueve personas». Y si le sumo a Mah y a Jan, en total he asesinado a once... once personas.

Soy ladrona, soy mentirosa, soy estafadora, soy cínica... y ahora también soy una asesina.

Gio, sentando al otro lado de la pequeña mesa redonda en la que nos sirvieron el desayuno, alza la cara y me echa un vistazo a ratos. A veces sonriéndome consolador y otras frunciendo el ceño. Tal vez esperando que diga algo.

Anoche, al presentarse como miembro de la corte del rey de Cadamosti, me rescató del gentío que me quería linchar afuera de la taberna.

Quería quedarme más tiempo para seguirle el rastro a Ida, me dije que no se me volvería a escapar, pero los golpes casi me había noqueado y con ayuda de Francis y Petí Lonú apenas y pude subir al carruaje que nos trajo a La remoza.

Gio paseaba por los alrededores, hay tan poco para hacer en un pueblo fronterizo como el Olivo que Gio se aburre rápido y le pide a Francis, su cochero, pasearles por los alrededores.

Por otro cochero oyeron que cerca había un incendio y decidieron ir a ver. Por fortuna, Gio bajó del carruaje en cuanto me reconoció, cogió un pergamino cualquiera que traía con él y corrió hacia la multitud demandando ser atendido.

Los pobladores accedieron a entregarme con la condición de que el rey de Cadamosti responderá por mis faltas, y hasta hace un rato no tenía idea de cómo hará Gio para cumplir eso, pero ahora lo sé.

—¿Qué piensas sobre todo lo que te he dicho? —pregunta él con amabilidad.

Ha hablado mientras yo solo he escuchado sin preguntar.

Me trajo a La remoza, donde se aloja desde que Eleanor lo exilió y tiene alquilado un piso solo para él, y afuera, en la calle, hay dos soldados de Cadamosti cuidándole a tiempo completo. Mostrándome eso desde la ventana empezó su relato. Por lo demás, sigue trabajando, tres de las habitaciones de este piso son su taller de costura, pero ahora solo le hace atuendos a Sasha.

—Mi padre no me habló mucho de la profecía
digo, contestando a su pregunta—. Dijo que solo teníamos que creer en que si no trabajamos la tierra no comemos, y en la revolución, así que esto también deberá sorprenderle mucho a él.

—¿Solo eso dirás? —quiere saber Gio.

Dejo salir un jadeo e inclino hacia adelante para que me escuche mejor, pese a que no es necesario, la mesa es ridículamente pequeña.

Crónicas del circo de la muerte: Vulgatiam ©Where stories live. Discover now