Capítulo 12

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A la mañana siguiente reviso mi teléfono antes de salir y la idea que en un principio no me pareció buena, pero de la que después me convencieron, vuelve a parecerme una mierda. ¿Qué hago yo en Francia intentando localizar a un tipo que pasa de mí? Está en línea y ni siquiera se ha dignado a responder a mi mensaje. Definitivamente esto no va a funcionar, debí haber tomado la decisión sola, total, casi que me sé la respuesta y esto solo va a retrasar mis planes.

—¿Cómo te encuentras hoy? —me pregunta Julia—. Si no tienes ganas de conducir, puedo hacerlo yo. Obviando el momento en que Nerea nos pataleó porque estaba soñando con la vaca, he dormido bastante bien después de todo.

—No, tranquila. Hoy estoy mejor. Haré las primeras horas y después me turnáis. —Asiente y regresa a la cama donde estaba terminando de recoger sus cosas.

Una vez en el coche, abrochamos nuestros cinturones y nos ponemos en marcha. Dos horas después y con unas intensas ganas de estirar las piernas, nos desviamos para repostar. Compramos en una pequeña tienda que hay en la gasolinera algunas cosas para picar y cuando retomamos la marcha, Julia decide encargarse ella. Sabe que estoy cansada y empiezo a encontrarme algo mareada. Las náuseas matutinas aparecen y se van cuando les da la gana.

Tomamos una estrecha carretera nacional para volver a la autovía y, mientras conducimos detrás de un camión cargado de cerdos, Nerea protesta.

—¡Maldita sea! ¿Es que solo hay animales por estos lugares?—Con rapidez, las tres nos cubrimos la nariz con la parte alta de las camisetas. El olor es insoportable.

—Espero que cuando crucemos la frontera, esto se calme —responde Julia—. ¡No hay quien lo aguante!

El camión salta en un bache y el olor putrefacto se vuelve tan denso que casi puedo masticarlo.

—Oh, Dios mío —digo como si así pudiese calmarme, pero las náuseas no tardan en llegar.

—No, Valeria. Ni se te ocurra —Me advierte Julia al escuchar mis arcadas—. ¡Saca la cabeza por la ventana! ¡Sácala!

Intento hacer lo que me pide, pero en cuanto abro una rendija, la peste penetra en el coche como si los cerdos estuviesen dentro y no puedo aguantarlo más.

—¡NOOO! —Gritan las dos al ver que me convierto en una fuente y antes de que me dé tiempo a agacharme, opaco la luna delantera—. NOOO. —Julia frena, pero sin remedio nos salimos de la carretera—. ¿Estáis bien? —pregunta cuando el coche se detiene.

—Sí, sí —Nerea es la única que puede responder, porque yo parezco la niña del exorcista—. ¿Y tú? —Le pregunta a ella.

—Sí, estoy bien. Solo ha sido el susto.

De pronto, la puerta de mi lado se abre y cuando giro los ojos, que más que ojos deben parecer dos gelatinas de fresa, un hombre joven, de unos treinta años y vestido con un peto vaquero, arruga su frente en una mueca de asco.

—¿Estáis bien? —Pregunta con el entrecejo tan fruncido como si acabase de morder un limón.

—No. —responde Julia en tono doloroso y eso me extraña. Acababa de decir que estaba bien. Como puedo, me giro, y al mirarla se está tocando el cuello.

—Mierda ¿Te has hecho daño? —Sin responderme sale del coche. Con un gran cargo de conciencia la sigo y me sorprende que apenas me haya manchado la ropa, en cambio, el coche lo he puesto perdido—. ¿Julia? —Insisto.

—Cállate, coño —susurra entre dientes y parpadeo confusa.

—¿Dónde le duele? —El chico se acerca a ella y cuando retira su pelo, nos sonríe con malicia.

Cupido, tenemos que hablarWhere stories live. Discover now