Mi mayor inspiración

By tontosinolees

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Una crítica malintencionada, una noche inolvidable en un discoteca y un acuerdo editorial entre enemigos. Así... More

PRÓLOGO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
CAPÍTULO 23
CAPÍTULO 24
CAPÍTULO 25
CAPÍTULO 26
CAPÍTULO 27
CAPÍTULO 28
CAPÍTULO 29
CAPÍTULO 30
CAPÍTULO 31
CAPÍTULO 32
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS

CAPÍTULO 33

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By tontosinolees

Supongo que hay varios grados de nerviosismo. El problema es que en este preciso momento, mi cuerpo está haciendo un tour por todos ellos. Y sería un poco desagradable explotar por culpa de la ansiedad, especialmente cuando llevo un vestido tan bonito que, aunque es probable que no vuelva a ponerme, seguro que querré ver entre mis pertenencias de vez en cuando. Es el síndrome de la ropa elegante en un armario sencillo: está destinada a coger polvo.

Suspiro y lanzo una mirada a las vistas a las que da la terraza de la última planta. París iluminada puede ser mucho mejor que un sueño cumplido. Las luces rutilantes ya son de por sí un espectáculo, pero pierden brillo al lado de la torre Eiffel, que es la corona real de la ciudad. A menudo pienso en que los franceses pensamos en derruirla unos pocos años después de su inauguración, y es entonces cuando llego a la conclusión de que los seres humanos estamos en el mundo para destruir las cosas bonitas. Nunca termino de decidirme por lo que podría hacer al respecto.

Aprieto el libro que he traído conmigo y agacho la cabeza para leer de nuevo el título. Mi mayor inspiración. Quién diría que me harían una especie de proposición en la última página de la que ahora es mi obra preferida. Quién diría que cumpliría un sueño que no sabía que tenía. Quién diría que estoy esperando al hombre que me lo ha dedicado para exigirle algo más, en lugar de tirarme a sus brazos directamente.

Oigo los pasos tranquilos de Gael antes de girarme. Es una extraña conexión la nuestra: la clase de vínculo inquietante e intenso que me hace ser consciente de dónde está en todo momento, como si yo fuera la brújula y él no supiera de sur, este u oeste. Como si fuera solo norte. Y ahora sé dónde apuntan sus ojos, porque la piel se me pone de gallina.

Cuando creo que ha llegado el momento, me doy la vuelta y lo encaro. Me sienta incluso mal lo bien que le sienta la noche, más cuando en la relumbrante ciudad hay fiesta.

Sus ojos bajan de los míos para echarle un vistazo al libro que mis manos agarran con fuerza.

—Lo has leído —asume, muy despacio.

Esas tres palabras bastan para que mis emociones se desborden. Claro que lo he leído: no solo lo he leído, sino que lo viví y sentí en su momento. Y ahora, gracias a él, he hecho un largo recorrido por mi vida en París: por mi historia a su lado. Con la diferencia de que he estado calzando otros zapatos; los que he querido ponerme desde que lo conocí, intentando conocerlo mejor.

Mi barbilla sufre un temblor repentino antes de que las lágrimas acudan a mis ojos.

—No lo has dicho —gimoteo, alzando el libro—. No lo has dicho en ningún momento.

Gael da un paso hacia delante, confundido.

—¿El qué?

—¿Cómo se supone que tengo que interpretar que en quinientas páginas no hayas sido capaz de escribir que me quieres? —pregunto. Noto cómo mis hombros se van liberando poco a poco del peso que acarreaban—. Nada que se le parezca. Nada que pueda darme una pista. Y... Claro que hay palabras bonitas —asiento, mirando al libro como si tuviera la culpa—. Muy bonitas, muy... Poéticas. Pero todos sabemos que el yo poético no tiene que coincidir con el yo real.

—Coincide, Minúscula. En este caso coincide.

—¿Y qué debo de sacar en claro con todo esto? Quizá habría estado segura de lo que querías decir hace años, o hace uno, porque no me molestaba en buscarle el doble sentido a las cosas. Pero ahora que te conozco y sé que siempre tratas de salirte por la tangente, no tengo ni idea de lo que tengo que hacer —admito, extendiendo los brazos—. ¿Y qué hay de Nathalie? Dijiste que siempre la tendrías presente.

—No te lo he puesto nada fácil —coincide, avanzando lentamente hacia mí—. Escúchame, Lucille: por una vez, todo es tan sencillo como te lo digo. Nathalie ha significado todo para mí, pero no estoy enamorado de ella. Ahora solo tienes que decir que sí o que no.

—Ni siquiera es tan sencillo como parece ahora —replico—. ¿Por qué se supone que quieres estar conmigo, Gael? ¿Aquí dentro están los motivos? ¿Esas... Esas son todas las razones? —Abro el libro y clavo los ojos en una página al azar—. ¿Porque te hago sentir en paz contigo mismo? ¿Porque podríamos llevarnos realmente bien? ¿Porque te sientes solo? ¿Porque echas de menos a Nathalie? ¿Porque sientes que me debes algo...? No me has dicho que me quieres, no lo has mencionado en ningún momento... No creo que hayas mencionado jamás que quieres a alguien, ni siquiera a Nathalie. Siempre hablas de aprecio, de cariño, de lealtad... Nunca de amor, a no ser que quieras criticarlo o hablar de él como si fuera algo lejano que jamás llegará a alcanzarte. Y, Gael, yo... Yo no puedo dejar de ser quien soy —sollozo, poniéndome la mano abierta sobre el corazón—. Yo amo todo lo que me rodea. Amo a mis amigos, a mi familia; lo que hago. Te amo a ti. Y quiero lo mismo de vuelta, al menos cuando ya existe ese sentimiento en mí. No sería justo para mis creencias y sueños estar con alguien que solamente me ve como lo contrario a él, como alguien con quien pasar el rato y tener sexo en un sitio público. Ya estuve con alguien una vez por el hecho de estar, y no volveré a renunciar a cosas que me gustan para compartir mi tiempo con quien no me quiera.

Él me mira como si le doliera.

—¿Quién ha dicho que no te quiera, Lucille?

—No dices lo contrario, así que es fácil de asumir. —Empiezo a pasar las páginas atropelladamente—. Sentimientos intensos... Furiosa atracción... Pero nada de amor. Nada. No me has dicho que me quieres jamás, y yo te lo he repetido una y otra vez. Me he arrastrado por esas ocho letras lo indecible, y sigues sin decirlas. Este libro tampoco da la impresión de...

—Aparta eso del medio. —Avanza hasta mí y me arrebata Mi mayor inspiración de las manos—. No has entendido nada, ¿verdad? Lulú, esto no es un libro de amor. Es un libro de ti y de mí.

—¿Y eso qué demonios significa? —gimoteo, lanzando un jadeo incrédulo—. Gael, ¿no ves cómo estoy? ¿Por qué no dejas por un momento de ser tan misterioso y me dices las cosas claras?

—Siempre he pensado que las cosas claras no se dicen, sino que se hacen —replica suavemente—. Creí que tú estarías a bordo en el barco de comprender que los actos valen más que las palabras. Creí que no necesitarías que lo dijera mientras hiciera algo por ti... Pero no estoy dispuesto a perderte, así que tendrás lo que quieres.

»Lulú, no puedo manchar lo que siento utilizando las palabras de las que se sirven los que no sienten nada. Sería actuar contra mi voluntad poner un «te quiero» en mis labios cuando ha estado en boca de mentirosos, embaucadores y tramposos. Sería dejar de quererte si te dedicara a ti lo que se ha dedicado a gente sin nombre.

»Quizá un día pueda cambiarle el significado a esas palabras que a mí me han dicho por decir y que yo he utilizado para cualquieras, y espero que cuando llegue ese día, tú estés ahí para escucharlas. Espero que seas la primera. Pero por ahora, tú estás lejos de significar algo tan usado y distorsionado. Lo que siento por ti no es un «te quiero», porque «quiero» implica presente y, de quererte, te querría mañana, al día siguiente y durante el resto de mi vida. Te he querido incluso antes de que aparecieras, porque anhelaba curarme y anhelaba ser feliz, porque anhelaba lo que había perdido y lo que me faltaba, y es lo que tú representas, lo que me has estado dando desde siempre. No es un «te quiero» porque ese «quiero» significa querer, sinónimo de desear, poseer... Si te dijera que te quiero, estaríamos asumiendo que te quiero de la misma manera en la que podría querer una chaqueta nueva, un antojo o cualquier otro capricho momentáneo.

»No es un «te amo», tampoco. Se queda tan corto que aún no puedo creer lo que has hecho conmigo. Pensé que las palabras siempre podrían abarcar lo que siento y protegerme de la inutilidad, pero me has demostrado que no. Y aun así, si quieres que lo diga, lo diré. Es cierto, aunque a medias: te quiero de la manera en la que se concibió el querer en un principio, cuando el amor aún podía ser puro. Te quiero ahora, y te deseo, me moriría por poseerte, te anhelo y eres mi capricho eterno. Se quedan muchas cosas fuera, pero claro que te quiero. Te quiero desesperadamente, y como he tardado demasiado en decírtelo, aceptaré cualquier condición que quieras imponer para castigarme. Te daré todo lo que me pidas.

Solo me doy cuenta de todo el tiempo que he pasado sin respirar cuando me tambaleo. Me llevo una mano a la cabeza, mareada, y apoyo la espalda en al baluarte de la terraza.

—¿Y cómo sé que no te vas a ir? ¿O que no me vas a dejar ir otra vez? ¿Cómo sé que la memoria de Nathalie no se interpondrá, o...?

Gael extiende los brazos con una sonrisa derrotada.

—Ella siempre tendrá una parte de mí —admite—, pero tú las tienes todas. ¿Qué he de hacer para que no dudes de mí? ¿Quieres que me arrodille? ¿Quieres que te pida que seas mía para siempre?

Abro los ojos como platos y me llevo una mano al cuello.

—¿Qué? Tú no quieres eso.

—¿Por qué no iba a quererlo? Quiero tus manos frías, tu flequillo pasado de moda, tus pies de niña pequeña, y esos enormes ojos grises que me recuerdan lo malo que soy y lo mucho que quiero cambiarlo. Podría soportar tener tus vestidos en el armario, tu mente viva hablando en voz alta por mi casa y tus réplicas a media tarde. Si tú no eres para mí, no lo será nadie. Estando plenamente convencido de ello, ¿por qué no iba a casarme contigo? Querría todo lo que pudiera poner de manifiesto que soy tuyo.

Niego con la cabeza repetidas veces.

—No, no lo dices en serio. Decías que la gente se casa por miedo a estar sola.

—Yo me caso por miedo a estar sin ti.

Aparto la mirada, sobrecogida de emoción. La cabeza me da vueltas, me pitan los oídos y estoy muy cerca de orinarme encima, pero mi corazón está al timón y quiere salir huyendo para cobijarse entre sus brazos. Es cierto: me abandonaría a mí misma, dejaría atrás parte de lo que soy, solo por formar parte de él. Y ni por asomo me estaría abandonando haciéndolo, porque él soy yo, y yo soy él.

Me tengo que apartar las lágrimas a manotazos, y se ve que tardo tanto intentando calmarme que él se acerca para abrazarme.

—No pienso casarme contigo —farfullo, temblando violentamente. Pego la nariz a su pecho de hierro—. Pero podría ayudarte a dejar de ser un cascarrabias.

—Me vale.

Alzo la cabeza y despego los labios para recibir su boca caliente, que me transporta a otro mundo con un beso que va aumentando la temperatura y el ritmo de manera gradual. Sus dedos recorren mi rostro para luego dejar las yemas ahuecando los mechones de mis sienes, mientras que los míos viajan veloces a su elegante corbata. Tardo relativamente poco en desbaratar su presencia elegante, despeinándole, quitándole la chaqueta y haciendo saltar varios botones por la necesidad de sentir su piel contra la mía.

—Te quiero tanto —gimoteo, sintiendo sus labios cerrándose en mi escote, en torno a mi cuello, rastrillando mi hombro desnudo hacia abajo.

—Lo sé. Sé que no te perderías tu presentación por cualquiera —gruñe, bajándome el tirante y liberando uno de mis pechos. Presiona lo boca contra el pezón erecto antes de abrirla y succionarlo, envolviéndome en una nube de calor que me hace volcar los ojos.

Gael lleva una de sus manos al cierre del vestido mientras me acaricia los senos, alzados y dispuestos por la mezcla de temperaturas: la brisa fría de París se contrapone con la calidez ardiente de su saliva. No tardo en perder sus labios de vista cuando se percata de que liberarme del vestido no va a ser precisamente fácil. Me da la vuelta, haciendo que coloque las palmas de las manos en el muro helado, y pega su erección a mi trasero mientras busca la manera de quitarme el corsé. Poseída por el deseo, muevo las caderas para frotarme descaradamente con su miembro.

Lo escucho gruñir, y también escucho el clic del vestido abriéndose. A continuación, el satén se desliza por mi cuerpo hasta formar una nube a mi alrededor. Salgo de ella, quedándome desnuda de cintura para arriba delante de él... Excepto por los tacones, que hacen que mis ojos queden casi a la altura de los suyos.

Gael debe reconocer algo increíblemente especial en mi desnudez, porque me pega a él y me besa con una ferocidad que me quita el sentido y todo rastro de vergüenza. Sus dientes aprisionan mis labios, los muerden con suavidad mientras su lengua acomete contra la mía en una pelea no verbal que me excita. Le quito la camisa para seguir por el cinturón y bajarle los pantalones lo suficiente para dejarle en ropa interior. Soy yo quien libera su erección: es él quien me levanta, agarrándome por los muslos y obligándome a acogerle rodeándole la cintura con las piernas. Siento en la espalda la frialdad del muro, y sus manos como marcas de fuego en mi cuerpo.

Aprovecha que me agarro a sus hombros para guiar la punta de su miembro a mi hendidura, que roza en sentido vertical varias veces hasta decidirse a entrar. Yo tiemblo y me sacudo, hiperventilando y acercando las caderas en una súplica silenciosa. Por favor. Por favor. Ya.

—Mírame —pide. Yo obedezco enseguida, aunque no estoy segura de que vaya a ver un carajo a través de la neblina—. Así... Dame tus ojos.

—Te doy mis ojos —repito, ahogada en una marea de sensaciones.

Debe ver algo en ellos, porque un tic se apodera de su barbilla haciéndola temblar.

—Sí... Cuánto te quiero —sisea, agarrándome la nuca y estampando su boca sobre la mía—. Te quiero a muerte.

Contraigo los músculos de la vagina y me dejo caer, buscando llegar hasta la empuñadura. Él me anima empujándome el trasero hacia abajo. Sus manos están en todas partes y en ningún sitio al mismo tiempo, tentándome, quemándome, grabándose, poseyéndome, queriéndome.

—Vaya... —logro balbucear, sonriendo—. Me parece que al final te lo has creído.

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