Mi mayor inspiración

By tontosinolees

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Una crítica malintencionada, una noche inolvidable en un discoteca y un acuerdo editorial entre enemigos. Así... More

PRÓLOGO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
CAPÍTULO 23
CAPÍTULO 24
CAPÍTULO 25
CAPÍTULO 26
CAPÍTULO 27
CAPÍTULO 29
CAPÍTULO 30
CAPÍTULO 31
CAPÍTULO 32
CAPÍTULO 33
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS

CAPÍTULO 28

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By tontosinolees

Xavier está entusiasmado con la idea del regreso de Lucille Viel a las librerías. Me persigue por todas partes para preguntarme cómo voy, además de cuestiones relacionadas con la promoción y distribución del libro. Casi ha llegado a ofrecerme traducirlo antes de tenerlo en francés para no hacer esperar a nadie, pero he elegido cortar de raíz su propuesta por el momento. Si tiene pensado mandarme a Madrid otra vez con Gael, preferiría que lo reconsiderase. Y no cabe en mi pensamiento que vaya a venir él, porque sigue teniendo la pierna regular y su marido apenas le deja ir a la vuelta de la esquina. Katia, por otro lado, está ocupada llevándose a mi hermano a hacer turismo por París para acompañarme.

El adelanto que sí he aceptado llevar a cabo es el de la portada. Aún no he terminado el libro, pero cree que la idea deberíamos ir desarrollándola. Yo no estoy del todo de acuerdo; si acepto es porque Marcel es el experto gráfico, y como lleva esquivándome desde que volví hace una semana, voy a tener que obligarle a pararse un rato conmigo.

Cuando me reúno con él en su despacho, procuro no hacer ruido para no importunarle. Aprovecho que no se da cuenta de que estoy ahí para echarle un vistazo, reparando en que sus ojeras se han alargado y oscurecido. Y eso no es lo peor: la falta de sueño puede venir dada por motivos no necesariamente de salud, y tampoco necesariamente emotivos. Lo más preocupante es, con diferencia, que no tararea ninguna canción estúpida mientras mata el rato.

—¿Se puede saber qué te ocurre? ¿Por qué me evitas?

Marcel levanta la cabeza y me mira directamente a los ojos. No hace ademán de sonreír: en su lugar le da un par de golpecitos a la silla situada a su derecha y gira el portátil hacia mí.

—¿Te acuerdas que me enseñaste el principio del libro? —pregunta, haciendo caso omiso de mis dudas—. Pues me he tomado la libertad de dejarme llevar por mis ideas y se me ha ocurrido esto.

Observo en la pantalla la fotografía de una mujer con la cara pintada con témperas. Las manchas no siguen ningún patrón: es como si hubieran mojado una brocha en la pintura y la hubieran agitado para que gotitas aleatorias le cubriesen las mejillas, la frente, la barbilla, la nariz... A pesar de tener los ojos cerrados, la modelo de la imagen transmite con su expresión una sensación de tranquilidad y asimismo preocupación que me deja el estómago revuelto.

—Es perfecta —murmuro—. ¿En qué color irán las letras?

—Le bajaré unos cuantos tonos de brillo para oscurecer la imagen en general y así poder ponerlas en blanco. No sé si tu historia acabará bien o mal, pero en cualquier caso... ¿No es como la Mona Lisa? —Marcel ladea la cabeza y se queda mirando a la modelo—. No sabes si simplemente está cansada, o triste, o pensativa... Es diferente.

—Lo es. Eres el mejor.

Marcel esboza una sonrisa diminuta.

—Ha sido gracias al título. El capricho del arte —cita, con voz de presentador—. Es muy bonito. ¿Cómo se te ocurrió?

—Pensando en Katia —admito, recordando el momento exacto en el que me vino a la cabeza. Marcel me mira a la espera de que concrete—. No sé cómo explicártelo. De una manera u otra, me he dado cuenta de que al principio no sabía quién era la protagonista, pero poco a poco fue cogiendo forma y se convirtió en ella. Lo sé porque he descubierto facetas de su personalidad últimamente, y me he dado cuenta de que es muy compleja. Eso hizo que me preguntara si el monstruo del libro es tan monstruo, y ella es realmente tan buena... Y no, no lo creo. —Niego con la cabeza—. Katia ha sido la que ha inspirado el giro drástico; el convertir lo perfecto en algo repleto a defectos.

—Pero, ¿por qué exactamente ese título?

—Cuando conocí a Katia, llevaba una falda con un cuadro de La noche estrellada de Van Gogh.

—¿Tú o ella?

—Ella. Sabes qué cuadro es, ¿no? —Él asiente—. Yo no lo conocía; nunca he sido muy fanática del arte, y ni mucho menos del impresionista. Por eso cuando lo vi de lejos pensé que se trataba de una marea... Ya sabes, la lengua blanca que cubre el cielo. La confundí con una ola. ¿Tú qué pensaste? ¿Qué piensas ahora?

Marcel se queda un momento en silencio. La mirada que intercambiamos basta para que entienda que sabe por dónde voy. Quizá por eso su contestación da en el clavo con lo que necesitaba saber.

—Me pareció una de las mujeres más atractivas que había visto en mi vida —asiente, como si tuviera que convencerse—. Y también la clase de mujer de la que nunca podría enamorarme.

—¿No será que nadie puede enamorarte?

—Yo vivo enamorado de todo el mundo. —Se reclina sobre el asiento y extiende los brazos, tratando de abarcar lo que le rodea—. Estoy enamorado de mí, de mis compañeros, de mi familia, de mi trabajo, de mi ambiente, de mis aficiones, de mi ciudad... Lo veo estrictamente necesario para ser feliz. No me preguntes por qué ella no puede formar parte de esto, ni entiendas con mi explicación que la desprecio. Siento un cariño muy grande por Katita; más del que puedas imaginarte. Pero simplemente ella no es...

Su vano intento por explicar por qué Katia no podría conquistarle me hace recordar a Gael. «Para rechazar a una mujer no hay ningún criterio. Si me preguntara por qué no me siento atraído por ella, no sabría lo que responder».

—No tienes que explicarme nada —interrumpo suavemente—. Yo no soy nadie para decirte a quién debes querer y a quién no; solo necesitaba salir de dudas. Lo que sí me gustaría saber es por qué, de entre todas las mujeres del mundo, tuviste que elegir a la que se iba a casar el mes pasado para acostarte con ella. Y no me digas que no sabías que era la protagonista de la fiesta. Puedo hacerme la tonta delante de mis amigas para no causar un mal mayor, pero sé que no eres un idiota. Sabías perfectamente que era Jacques, entre otras cosas porque me ayudaste a hacer el Power Point y salía ella.

Marcel no se molesta en rebatirlo. Y tampoco parece preocupado por haber sido pillado; ni siquiera arrepentido.

—Me cansé de ser bueno —contesta solamente, con los ojos puestos en la pantalla.

—¿Que te cansaste de ser bueno?

—Lo he sido desde que la conocí —explica, girando la cabeza hacia mí. Sus ojos brillan de manera distinta—. Siempre me conformé con lo poco que podía obtener de ella y reprimí mis sentimientos para no chafar al gilipollas de Claude. Incluso sabiendo que ella me correspondía.

—¿Cómo? ¿Se supone que Jacques es la supuesta chica que de verdad pasó de ti?

—No pasó de mí. Era un secreto a voces que me quería —responde, con los labios apretados—. Pero algunos tenemos código de honor, y Claude era y sigue siendo buen tío. No me iba a meter por medio.

—¿Y te metes cuando se van a casar? Marcel, eso no tiene ningún maldito sentido.

—Yo no elijo cuándo exploto —se defiende—. Te aseguro que no salí de casa pensando que me sentiría la persona más miserable al verla con una corona de flores blancas. Han pasado siete putos años sin besarla, Lulú. Se suponía que tendría que estar bien, pero... —Su voz se apaga—. Pero no está bien.

—¿Besarla?

Me lanza una mirada significativa.

—Dios, Marcel, ¿estuviste con ella mientras estaba con Claude...? —Contengo el aliento, y cuando asiente, me desinflo—. Marcel, creo que lo de acostaros fue un arrebato. Una espinita que tenías que sacarte. Y ella también. En realidad, Jacques quiere a Claude. Siempre ha sido así...

—No ha sido nunca así. Nunca —replica. No sé cómo reaccionar a su tono irritado, y él debe ver la indecisión en mi expresión porque suaviza la suya—. Da igual. Ella está convencida de que tiene que casarse y seguir con su vida, como si no hubiera pasado nada...

—¿Que no ha pasado nada? Está embarazada.

—Es de Claude —suelta sin más, dejándome petrificada—. Es de Claude, no mío. Y eso... Eso...

—Eso está... —intento ayudarlo—. Bien, ¿no?

—Nunca me han gustado los niños, pero si era lo único que podría unirme a ella creo que lo habría aceptado. Así que no está bien. No está bien ni de coña, joder. —Sacude la cabeza y se lleva una mano a la frente, donde se aparta unos mechones con rabia contenida—. Ni siquiera yo lo entiendo, pero siento... Siento que he estado esperando toda mi vida para acercarme y atreverme a decírselo, y... Y creo que si me la hubiera encontrado con treinta años más, con tres hijos y un cuarto marido, habría pasado lo mismo. No sé por qué diablos no la he olvidado, no sé... Joder, si soy un mujeriego —exclama de repente, como si eso bastara para revocar sus sentimientos—. No tiene ningún sentido. Esto es una mierda, sinceramente.

—Ella tiene mucho que decir aquí —le recuerdo—. Si no quiere estar contigo...

—¡Claro que quiere estar conmigo! —exclama, ofendido—. Quiere estarlo, pero no quiere estarlo. Se siente de la misma manera que yo. Confundida y estresada.

Me peino el flequillo con los dedos para ganar tiempo, intentando dar con la clave que resolverá todo este entuerto. Y no consigo pensar en ninguna alternativa, porque lo cierto es que aunque sé cómo se sienten —o al menos tengo una ligera idea—, no estoy en su posición.

—Creo que deberías alejarte —sugiero al fin—. Tú ves más sencillo acercarte porque no es tu vida la que estás destrozando, pero ella ya tenía una familia formada. Ya tenía unas expectativas y unos sueños. Y sinceramente... Veo muy difícil que tire todo eso a la basura para cumplir la utopía de su adolescencia. Jacqueline no se acerca a nada que se parezca a las chicas impulsivas y temperamentales que se dejan arrastrar por sus emociones primitivas. Aunque lo parezca —puntualizo.

—Lo sé. Créeme que lo sé. —Ladea cabeza para mirarme, y entonces veo en sus ojos que no piensa aplicarse mi consejo. De hecho, en sus pupilas brilla la clase de calma que dará lugar a una tempestad. Me queda muy claro cuando repite—: Pero me he cansado de ser bueno. 

***

Esbozo una sonrisa satisfecha y, más por darme aires de dramática que porque vaya a dejar que Xavier lo imprima, tecleo un «The End». Estiro la espalda dolorida por haber pasado las últimas horas encorvada sobre el ordenador y me froto la zona lumbar.

—Para que luego digan que ser escritor no es un trabajo real —murmuro para mí misma, echándole un vistazo a la hora. Menos mal que accedí a quedarme la llave de sobra, o me habría visto durmiendo la mona sobre la mesa de escritorio. Cosa que sin duda le habría asestado el golpe final a mi columna vertebral, que cruje resentida cuando intento levantarme—. Ay, mierda...

Recojo mis cosas y saco el móvil para llamar a Katia y preguntarle si se ha llevado a mi hermano al pub como prometió. Es saliendo del despacho cuando me fijo en que hay una rejilla de luz bajo la puerta del despacho de Gael. Es muy tenue, pero la percibo y es suficiente para que me plantee hacerle una visita.

—Hola —saludo en voz baja, asomándome. Observo que está rodeado de papeles, pero por una vez no presta atención a las letras o al ordenador, que le ilumina las facciones haciendo palidecer su piel morena. Me da la sensación de que está en otro mundo, dándole vueltas a pensamientos a los que no tengo acceso—. ¿Qué estás haciendo?

Levanta la mirada y no puede contener una sonrisa secreta cuando observa lo que llevo puesto. No es el vestido de lunares —que sin duda es nuestro preferido—, pero sí el blanco palabra de honor que me empapé en Madrid.

Recordarlo hace que me sonroje, y en lugar de ocultarme doy unos pasos al frente.

—Leer novela juvenil —contesta, escueto. Observa cómo me voy acercando a la mesa con cierta expresión cautelosa—. Si quieres concreción: novela juvenil bastante mal redactada.

—Me alegro de que esta vez no sea una bazofia.

—No he dicho que no lo sea —comenta, alzando una ceja. Al ver mi semblante, añade—: Y tampoco lo diré ahora. Mejor evitar meter el dedo en heridas pasadas... ¿Puedo ayudarte en algo?

—¿Puedo ayudarte yo? No tengo sueño, ni planes, ni ganas de volver a casa. A lo mejor podría echarte un cable y así acabas antes.

—La verdad es que no tengo por qué estar aquí, pero me apetecía zambullirme en la búsqueda de algo interesante —admite—. Necesito inspirarme.

—Cierto. Estás escribiendo un libro. —No puedo evitar que se me escape una nota de curiosidad en la voz—. ¿Puedo saber de qué trata? ¿Cuándo se estrena?

—Xavier quiere hacer una presentación el mes que viene. Y no, no es por el libro. No es la clase de obra que cueste culminar. —Como tiene acostumbrado, decide cambiar de tema para evitar dar explicaciones—. ¿Y tú, Minúscula? ¿Qué hay del nuevo monstruo de tu imaginación?

—¿Preguntas por Angel? —inquiero, sentándome a su lado y echándole un vistazo al manuscrito que tiene abierto. Arrugo el entrecejo al ver una falta de ortografía, pero no comento nada al respecto. Lo miro a él con segundas—. A ese hace mucho que no lo veo. Y tampoco se puede decir que lo eche de menos, sinceramente.

—Te hizo mucho daño —murmura.

—Sí, pero es porque es un álter ego —explico—. En realidad, el verdadero Angel tiene mi corazón en sus manos.

He sido tan directa que por un momento temo haberla pifiado, pero enseguida recuerdo que Gael no va a contestarme. Con la conversación que tuvimos el día de mi regreso entendí que nunca va a estar curado del todo; que querrá a Nathalie hasta el fin de los tiempos y que yo no fui un impedimento porque directamente no signifiqué nada. O al menos esa es la lectura negativa que saco. Tal vez esté equivocada, en cuyo caso no me vendría mal que me corrigiese.

A fin de cuentas, sigo aquí. Como una masoquista, una estúpida o simplemente una persona que quiere con toda la fuerza de su corazón. Haciéndolo mejor o peor, de manera algo ilógica —puesto que me marché con el propósito de decirle adiós para siempre—, pero aquí estoy.

«Es al separarse cuando se siente y comprende la fuerza con la que se ama», decía Dostoievski... Y qué razón tenía el muy malvado.

—No creo que le quepa entre los dedos —contesta Gael en voz baja, mirándome con los ojos entornados—. Hay cosas que no están hechas para ciertos individuos, y tu corazón debería pertenecerte solo a ti.

—Y me pertenece a mí. Pero por estar en posesión de él, decido regalarlo —objeto—. No puede darse lo que no es de uno.

—Elemental —asiente, sonriendo de medio lado—. ¿Y bien? ¿Qué te parece?

Me inclino hacia delante para ver mejor el punto que me señala en el portátil. Podría ponerme las gafas, pero después de cinco horas escribiendo sin parar con los ojos pegados a la pantalla no es muy recomendable. Por eso me acerco hasta casi rozar con las pestañas la superficie brillante, colocando la cabeza debajo del mentón de Gael.

Empiezo a leer cuidadosamente sin obtener ningún resultado. Al principio estoy concentrada, pero después comienzo a sentir su aliento sobre mi coronilla. Tener plena consciencia de que está detrás de mí, a un beso de distancia, hace que tenga que contener un escalofrío y respirar hondo varias veces. Pero su cuerpo sigue presente, el aire ardiente de su respiración continúa erizándome la piel, y toda yo reacciono conforme a lo esperado. El vello se me pone de punta cuando cierro los ojos e imagino que me toca, aunque solo sea deslizando un dedo por mi hombro.

Levanto la cabeza para mirarlo, encontrándome con sus ojos ahogados en el diluvio de nuestra historia. Por primera vez dejo de ver a Gael y simplemente descubro a un hombre hambriento, y no de algo que se pueda obtener bajando unas medias o quitando un vestido, sino de cumplir un sueño intangible. De algo que escapa a mi entendimiento, y quizá también al suyo.

Sea lo que sea, intento decirle en silencio que podría dárselo si quisiera. Si me quisiera.

Porque para mí ya no es suficiente con que me desee. Hay besos que curan el alma, pero es un alivio momentáneo y cuyo eco termina convirtiéndote en un esclavo del recuerdo.

—He leído historias mejores —respondo, muy despacio.

Me aparto sabiendo de antemano que va a amarrar sus manos para no tocarme. Puedo ver en su expresión cuándo se va a desatar y cuándo aún puede evitarlo, y estamos en una de las segundas situaciones. Por eso me pongo de pie y me acerco a la puerta con la sensación de que los pies se me pegan al suelo.

Pero no me marcho. Me quedo de pie, mirándolo con la cabeza ladeada y preguntándome cuál sería la mejor manera de hacerle saber que necesito que me diga lo que quiere hacer conmigo. Hacerle saber que yo puedo esperarle, pero el amor es impaciente. Hacerle saber que, al igual que Marcel, yo también me he cansado de ser buena.

—Cuando aún me encargaba de los manuscritos leí una historia que no acerté a comprender —le digo, aferrada al hilo que une mis ojos con los suyos—, pero aun así me conmovió. ¿Sabes de qué iba?

—No. ¿De qué?

—Es la clase de novela que habrías rechazado de primeras. Plantea a una chica y a un chico. Concretamente, una chica buena que se enamora de un chico que parece malo. Justo lo que considerarías un cliché o un aburrimiento —explico. Hago una pausa para respirar por la boca—. Pero a mí me pareció... No sé si podría encontrar palabras.

»No recuerdo sus nombres. Solo recuerdo que no había final escrito para ellos; no mandó los últimos capítulos, lo que me dejó con la incertidumbre de qué habría sido de la pareja.

»Aun así, nunca podría olvidar lo que me contó sobre los dos. Ella era buena y jamás habría dejado de serlo por nadie, pero quería ampliar sus miras, crecer y dejarse deslumbrar, y él tenía ese algo que las chicas como ella buscaban. Él era inteligente, y aseguraba que estaba podrido por dentro cuando en realidad simplemente no sabía lo que quería, o lo que hacía... O quizá sabía demasiado bien lo que debía y eso le frenaba. Nunca he terminado de entenderle, si te soy sincera. Me daba la sensación de que lo conocía, de que podía llegar a él, pero había demasiados asuntos inconclusos que me echaban atrás.

»Necesito saber qué piensas de la novela, porque podría ser determinante para la historia de las historias. Dime, ¿qué me dirías de un romance que comienza en el lugar más inesperado? Él era excéntrico y cruel. Quizá quería alejar a las personas que podrían quererle sabiendo distinguirlas del resto de antemano, o quizá simplemente era así: el caso es que no pudo convencerla de que era por completo despreciable en su arranque de brutalidad. A través de la crítica a sus sueños, ella supo ver que había una persona inteligente que podía otorgarle un conocimiento distinto. Abrió una especie de mundo que muchos habrían desdeñado por su crudeza, pero que ella distinguió como el real. Entonces, él solo era la puerta a la vida.

»La chica lo quiso sin querer, pero lo siguió queriendo porque quería. Porque no podía ser de otra manera. No le gustaba el dolor: le gustaba lo que había detrás de cada detalle. Le gustaba descifrar sus gestos y sus miradas, y averiguar qué podría significar cada roce. Y le gustaba lo que interpretaba. Le gustaba cómo se sentía. Pero él parecía tan lejano, a la par que cercano... Él guardaba un secreto que le impedía obrar sin sentirse culpable, cosa que una vez descubierta tampoco pudo ponerle fin al amor de la chica. Es un libro que refleja el Amor vincit omnia de los tópicos literarios, básicamente porque ella acababa de encontrar su portal a una dimensión que no quería atravesar sola. Siempre con él.

»Se fue porque no se necesitaba su compañía, su presencia o su cariño. Y volvió sin pretensiones, aunque lo que el corazón anhela no se esfuma ni por todos los artes, ni por todas las magias. No sé cómo acaba el libro, ya te lo digo. Solamente recuerdo la última escena, en la que ella se planta delante de él y le cuenta su historia a la espera de la respuesta a sus preguntas. ¿A él le duele lo mismo que a ella? ¿Podría él escogerla? ¿Qué...? ¿Qué puede hacer?

Inspiro profundamente y lo suelto sin más:

—¿Qué puede hacer ella para que él la quiera?

Él gruñe algo por lo bajo.

—Maldita sea, Lulú.

Un lamento quebrado emana de su garganta. Lo único que puedo observar antes de que su envergadura me absorba, es que sus manos se han convertido en dos puños crispados. Se ha levantado, ha rodeado la mesa y me ha agarrado sin ninguna delicadeza, sellando mi cintura a su cadera.

Antes de que la libido me consuma, su mirada atribulada logra abrirse paso entre los huecos de mis costillas y besarme el corazón. Sus ojos encharcados son lo único que puedo ver durante el segundo que dura la agonía de necesitar sus labios.

Después, él enreda su mano en mi cuero cabelludo y estampa su boca en la mía, ya con los labios entreabiertos y la lengua dispuesta a saquear. Se desliza ahondando en mi oquedad sin atropello, pero no hay nada de tranquilo en su movimiento. El frenesí lo lleva a experimentar, y en poco tiempo me encuentro ladeando la cabeza y empujándole por la nuca para que llegue hasta donde pueda permitírselo el límite del contacto.

Cuando el ritmo del beso se vuelve imposible, cuela las manos por debajo de mi vestido y me levanta en vilo agarrándome por las nalgas. No tarda en sentarme sobre la mesa del escritorio, justo sobre la libreta en la que estaba apuntando simbología desconocida para mí. Al sentir bajo mi trasero un bolígrafo suelto un pequeño gemido, y él, como si fuera repentinamente consciente de que no es el lugar más adecuado para desatar pasiones, decide adecuarlo barriendo todos y cada uno de los elementos que descansan sobre ella. No veo volar los folios ni escucho cómo los lápices crean un estruendo al caer: sus ojos oscurecidos y húmedos me tienen atrapada, pendiente, y obedezco sin pensar todo lo que me dan a entender con su brillo pecaminoso.

Abro las piernas de par en par para acomodarlo entre ellas y, siguiendo la orden silenciosa de su mano trepando por mi vientre y pecho, voy recostándome sobre la mesa. Nos miramos fijamente, casi sin parpadear. Yo sé que es porque lo necesito si quiero continuar cuerda, aunque sea oscilando en el límite de la misma.

Pero, ¿y él?

Gael se inclina sobre mí, agarrando con los dedos en tensión la carne de mis muslos temblorosos. Estos no saben si abrirse o cerrarse. La excitación me lleva a contraer los músculos, y saber lo que ocurrirá hace que suelte un jadeo de alivio. Él debe apiadarse de mi necesidad hacerle un hueco en mi cuerpo y en mi vida, porque me besa justo donde siento vibrar el músculo del cuello.

—Ya estás aquí —susurra, ladeando la cabeza para rozar su nariz con la mía. Su voz suena entre incrédula y templada—. Ya estás conmigo.

Atrapa mi labio inferior con los dientes y lo lame con pericia, y yo, al borde del colapso, alzo la barbilla buscando el contacto íntimo con su lengua. Él me contesta con un beso húmedo y tortuoso, que prolonga con parsimonia hasta hacer que me hormiguee la piel. Voy a pedirle que me toque cuando atiende a mis peticiones en silencio: su mano escala por encima de mi rodilla y me quita la ropa interior despacio, deleitando su mirada al deslizarla por el recorrido que hacen al desprenderse de mis piernas.

Afianza las uñas en mis caderas y me acerca a su cuerpo hasta que mi entrepierna llega a su excitación. Cierro los ojos, siseando por lo bajo mientras mis caderas rotan sin que yo tenga voluntad de movimiento.

—Quítate eso —ordeno, mirándolo con los ojos encharcados.

No tengo que pedírselo dos veces; se baja los pantalones y el bóxer lo suficiente para liberar el miembro, sobre el que yo me empujo separando las piernas algo más. Lo oigo gemir aún con la forma de mi baja cintura entre los dedos. Arruga el vestido y lo levanta a la altura del ombligo, deslizándolo tan lentamente que no puedo resistirme a apreciar el cambio en su semblante al quedar a su disposición. Se aproxima a mi vientre y acaricia con su cálido aliento el camino desde mi esternón a mi entrepierna. Mi estómago se retuerce cuando siento sus labios cerrándose en mi clítoris, que succiona al tiempo que cuela la lengua en la matriz.

Suelto un pequeño grito que me veo obligada a reprimir. Sus besos y tirones atraen al fuego de mis entrañas, que me incita a hiperventilar. Ladeo las caderas en ninguna dirección, deseando no estar tan perdida en mi propio deseo. Y justo cuando asumo que no voy a encontrar la manera de responder a él sin perder la cabeza por el camino, algo dentro de mí se deshace.

No me deja tiempo para respirar. Toma su erección con una mano y la coloca en mi abertura, cuya punta húmeda roza distraídamente. Mi garganta se seca al advertir la profundidad de su mirada, y arqueo un poco la espalda como si quisiera alzarme para beberme su respiración artificial.

—Hazlo —le pido, sabiendo cuál es su deseo—. Hazlo para mí, por mí. Mírame mientras te acaricias.

Él se pasa la lengua por los labios y yo retomo mi lugar, con la cabeza sobre un par de libros que han logrado escabullirse de su arranque momentáneo. Observo cómo se agarra la base del pene y rota la mano hacia arriba. Observo las venas que se marcan sobre esa piel tan fina, a punto de estallar por la presión. Observo el líquido que empapa la punta del capullo. Y lo observo a él, con la respiración entrecortada y los ojos casi negros, puestos en la mano que deslizo por mi torso en un camino hasta mi sexo, en cuyo interior resbalan dos de mis dedos.

Abro las piernas hasta que las rodillas casi rozan la mesa, permitiéndome un mejor acceso. Con el dedo pulgar voy estimulando el punto sensible por los besos, y sin quitarle ojo de encima voy copiando su ritmo ascendente.

—No puedo creerme que existas —creo que sisea entre dientes—. No puedo creerme que haya coincidido contigo.

Antes de que alcancemos el clímax —cada uno por su lado pero al mismo tiempo juntos—, Gael se abandona conmigo a una profunda penetración que me pilla por sorpresa. Mi carne se abre gustosa a la entrada del grueso miembro, que se desliza sin dificultad alguna hasta alcanzar el punto que solo existe con él. No espera a que lo acoja; mueve las caderas en cuanto asume que deseo que lo haga, y acompaño sus movimientos impulsándome en su dirección. Siento sus testículos golpeando mi trasero, escucho mi nombre entre sus gemidos y noto que la habitación empieza a dar vueltas.

Sus estocadas firmes y profundas ponen al límite las paredes de mi estrechez y me arrebatan la poca cordura que me queda, inspirándome a arquear la espalda y a gemir sin control. Mis manos buscan su contacto, y él se rinde a mi petición silenciosa inclinándose sobre mí. Apoya los codos a cada lado de mi cabeza, y aún sin apartar sus ojos de los míos, me roba un beso de dictador que termina ablandándose. Se torna tan lento y seductor, tan profundo y flemático, que podría haber memorizado perfectamente las curvas que traza con lengua.

Un agujero se abre en el suelo cuando se separa para besarme de nuevo.

—Quiero estar dentro de ti hasta que nos pudramos, Lucille Viel —asegura, en un gemido ronco—. Me haces florecer cada vez que te entregas a mí de esta manera.

Me cuelgo de su cuello y dejo caer un beso superficial sobre el músculo palpitante de este: sigue otro en la abertura de la camisa, en el hoyuelo de su barbilla, un punto perdido de su mandíbula, en el lóbulo de su oreja... Separarme levemente para observar que se deja avasallar por una lluvia de besos etéreos, manteniendo los ojos cerrados y la respiración agitada, hace que mi corazón se contraiga de necesidad.

La voz de Adrienne se cuela en mi cabeza.

«Yo solo digo que amo a alguien cuando el alma me obliga. Lo demás es transitorio; un capricho del momento».

—Te quiero —susurro, besando la punta de su nariz. Bajo hasta atrapar su boca, después el lateral del tabique nasal, su sien...—. Y quiero que todo lo que mis labios tocan sea mío.

Gael no contesta, pero sus uñas dejan de hacerme daño para acariciarme la curva de la cadera y en sus ojos se ilumina una nueva mota de ilusión.

—Es tuyo —contesta con voz suave. Continúa moviéndose entre mis piernas, con penetraciones más lentas y profundas que me hacen buscar el aire con la boca. Él pasa la lengua por mis labios—. No hay nada que no pudiera darte.

—Date a ti mismo. Qué... Quédate conmigo.

No responde de primeras, sino que vuelve a arremeter contra mi boca. Una ola de calor me envuelve y hace que mis ojos se nublen. Un cosquilleo general y creciente se pega a mis extremidades. Y entonces me arqueo para aguantar el orgasmo, abrazada a él.

—Yo siempre estoy contigo, Minúscula. ¿Es que no lo ves?  

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