Mi mayor inspiración

Autorstwa tontosinolees

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Una crítica malintencionada, una noche inolvidable en un discoteca y un acuerdo editorial entre enemigos. Así... Więcej

PRÓLOGO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 22
CAPÍTULO 23
CAPÍTULO 24
CAPÍTULO 25
CAPÍTULO 26
CAPÍTULO 27
CAPÍTULO 28
CAPÍTULO 29
CAPÍTULO 30
CAPÍTULO 31
CAPÍTULO 32
CAPÍTULO 33
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS

CAPÍTULO 21

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Autorstwa tontosinolees

Decir que nos quedamos heladas después de la declaración de Jacqueline es poco. No quise pensar demasiado en el momento hasta qué punto era preocupante la que se le venía encima, pero fue inevitable que entendiese la gravedad de la situación cuando se echó a llorar y no pudo parar en toda la tarde. Tuve que detestar entonces a Adrienne y a Katia con todo mi corazón; a una por irse, y a la otra por haber estado a punto de hacerlo.

—¿Estás segura de eso? —atinó a responder Nina, manteniendo la calma de un modo envidiable.

—Me hice un... test de em... barazo. Y dio pos... positivo.

—Pero eso no significa nada. Lo sabes, ¿verdad? —inquirió Nina, arqueando una ceja—. No puedes fiarte al cien por cien de lo que diga ese palito; recomiendan mear encima hasta tres veces para tener un veredicto seguro. Y ni por esas. Tendrías que ir al ginecólogo. Él es el único que puede darte una respuesta fiable.

Y por eso nos hemos movilizado tan pronto como nos lo ha permitido el sistema sanitario de citas por Internet, acudiendo al especialista de confianza de Nina. Es un hombre ocupado, y nosotras cuatro culos inquietos por lo que puede ser la peor noticia que podrían darnos. lo que no resulta una buena combinación. Pronto va a hacer la hora y media de espera, y como ya sabréis gracias a situaciones anteriores, ser paciente no es lo que mejor se meda.

—No estés nerviosa —le pido a Jacques, sabiendo que es un consejo estúpido—. Todo saldrá bien, ¿vale? Pase lo que pase estamos contigo, y no nos vamos a ir.

—Katia se ha ido —murmura, destrozada.

Despego los labios para decir algo, pero no sé cómo consolarla. Podría recordarle que Kat se levantó y se fue antes de saber que estaba embarazada —o que podía estarlo—; podría decirle que aún estamos a tiempo de convencerla para que la apoye, llamándola y contándole lo que ha pasado. Sin embargo, cualquiera que conozca bien a Katia sabe de su naturaleza rencorosa, y no nos extrañaría a ninguna que se negara en rotundo a acompañarnos incluso conociendo la verdad. Por tanto... Visto que las probabilidades de que esto acabe bien son prácticamente nulas, es mejor no tentar a la suerte moviendo ficha.

—No es el fin del mundo. Al resto nos tienes aquí, y además... No es como si Katia fuera a echarte la cruz de por vida. Ya se dará cuenta de que fue egoísta e infantil marcharse de esa manera. Ya lo verás...

—Un día te reirás de esto, Jacques —se mete Nina, pasándole un brazo por los hombros. Es su frase preferida; una lástima que solamente a ella le sirva como consuelo—. Y si no te ríes, al menos lo habrás superado. No hay nada que el tiempo no pueda curar, arreglar o aplastar como un gusano.

—¿El tiempo va a curar que tenga un hijo? —interviene Adrienne, inexpresiva. Su tono de voz es implacable—. Porque eso es para toda la vida.

—Si has venido a joder, ¿por qué no te largas? —espeta Nina, bastante más cansada de sus comentarios negativos que el resto.

—Porque sigue siendo mi amiga. Mi amiga la adúltera y desafortunada, pero mi amiga. Es mi deber estar aquí. Y ya que se os ha metido en la cabeza la idea de convencerla de que lo que ha hecho está genial, de que Katia acabará encogiéndose de hombros y volviendo para darle un aplauso y de que esto no afectará en absoluto a su vida marital, creo que es conveniente que lo esté para poner un poco de orden.

—¿Tienes que ser así incluso en situaciones extremas? —le pregunto, apretando los labios—. ¿No te das cuenta de cómo está? ¿Qué más darán las consecuencias, si aún no sabemos cuáles son? Ni siquiera tenemos idea de si está embarazada... Creo que tus comentarios vienen muy bien para asuntos intrascendentes, pero este no lo es.

—Genial. —Adrienne esboza una sonrisa fría y coge su bolso—. Me largo, entonces. Ya me llamaréis con el veredicto, si os sale de la inspiración.

Espero a que se dé la vuelta y regrese con nosotras, pero no lo hace: echa a andar hacia el ascensor con paso desenfadado, como si no acabara de firmar la sentencia que declara con total nitidez que se desentiende de nosotras. O que está de acuerdo en que nosotras nos desentendamos de ella.

Jacques se muerde el labio para no llorar, Nina la estrecha más contra su cuerpo y yo, que no estoy dispuesta a ver cómo se resquebrajan mis relaciones de amistad cuando son el único motivo por el que sigo gozando de estabilidad mental, me pongo de pie y la alcanzo justo antes de que se cierren las puertas.

—¿Se puede saber qué puñetas te pasa? —le pregunto, entre hastiada y molesta. Ella sostiene mi mirada, de nuevo inexpresiva. Generalmente es escueta en sus reacciones y tiende a no dejar entrever la más mínima emoción, pero hoy parece que se ha disfrazado con una máscara de indiferencia absoluta—. Esa chica de ahí está sufriendo. Y estaría bien que la juzgaras si no la conocieras, porque lo que ha hecho está mal a todas luces, pero es que es tu amiga. No puedes llegar y herir sus sentimientos cuando necesita apoyo.

Adrienne no contesta.

—Vamos, ¿en qué te afecta a ti lo que haya hecho o haya dejado de hacer para querer hundirla de esa manera? —insisto—. Me niego a creer que es cosa de tu tendencia a señalar la realidad, porque no es tan terrible. Si no está embarazada, no será terrible.

—¿No? Si no está embarazada, habrá engañado a su futuro marido. Y si no se lo dice, le estará mintiendo. Estarlo o no estarlo es solo la consecuencia del error, no el error en sí mismo. Y el error en sí mismo es imperdonable.

—Imperdonable para él, no para ti. No tienes por qué actuar como si tú fueras Claude. Yo también me pongo en su lugar y pienso en lo duro que tiene que ser para alguien que te hagan algo así a unos meses de tu boda...

—No podrías entender lo que se siente.

—¿Y tú sí? Katia tiene una buena excusa: está enamorada de Marcel y Jacques actuó en todo momento siendo consciente de ello. Se siente ultrajada y cree que la ha traicionado. Pero tú... ¿Qué más te da? Eres su amiga, tienes que apoyarla.

—¿Tengo que apoyarla porque sea mi amiga? ¿Ese es tu argumento? —ironiza—. Yo siempre apoyo lo que me parece correcto, independientemente de si hay o no sentimientos de por medio. Y lo correcto no es ponerle los cuernos a tu maldito prometido. ¿Cómo se sentirá él, eh? No me extraña que haya acabado pasando algo así, porque Claude y Jacques no están hechos el uno para el otro: lo dije y lo subrayé en su momento. Tarde o temprano, ella habría acabado encontrando a un hombre que la impulsara a seguir sus instintos. Lo que me duele es que no se lo diga, que lo haga en la sombra, que...

—Espera... ¿Duele?

—Sí, duele. —Se abren las puertas del ascensor y ella me taladra con la mirada antes de avanzar hacia la salida—. Porque yo sí sé lo que se siente.

***

Saber que Nina está acompañando a Jacques es suficiente para que decida tomarme un descanso, alejándome un poco de tanta turbulencia. Han sido demasiadas emociones en los últimos días; demasiados secretos saliendo a la luz, demasiados sentimientos encontrados, demasiadas emociones a flor de piel, demasiadas relaciones rotas... Aunque de todo lo malo se puede sacar algo bueno, y en mi caso, lo magnifico es que he conseguido no romperme. Y en parte es porque llevo unos días intentando convencerme a mí misma de que todo está bien, porque sé que, de llegar a asumir realmente la gravedad del problema —y quien dice problema, dice problemas—, acabaría en la miseria.

Sin embargo, es inevitable sucumbir a la tristeza de vez en cuando. El ser humano ha nacido para sufrir. Para tener momentos de gloria, sí, pero el sufrimiento es una constante adherida a su esencia. Yo no soy especial en este caso; también padezco del mal de tener sentimientos por aquellos que se equivocan.

Me sumo en un silencio meditabundo y sigo las indicaciones para llegar a la cafetería. Hay tantas preguntas taladrándome que sé que acabaré volviéndome loca si no le encuentro solución pronto, y por desgracia, son de difícil contestación. Básicamente porque no hay ninguna que dependa de mí, sino de las ganas que tenga el resto de aceptar una mano amiga.

Darte cuenta en una fracción de segundo de que todo sobre lo que habías construido tu verdad es un pilar de mentiras, de engaños, de medias verdades y de silencios, amenaza con destruir el buen ánimo de cualquiera. Puedo disculpar a los que se han reservado sus sentimientos: me gusta pensar que Katia no dio importancia a sus sentimientos por Marcel porque es introvertida, que Jacqueline se equivocó sin querer y no existe ninguna pasión oculta hacia el mismo hombre que adora su mejor amiga. Porque odiaría tener que afrontar que Jacques ha herido a Katia adrede, o que Katia me ha estado negando sus sentimientos porque no confía en mí.

Es cierto que el ser humano es egoísta y yo, por formar parte de la comunidad, no me quedo fuera. Pero también es verdad que el dolor ajeno me afecta el doble, ya sea porque los quiero más que a mí misma o porque el hecho de no poder colaborar un mínimo para quitarle el peso de los hombros me llena de impotencia. Aun así, no es la clase de pregunta a la que le quiero encontrar respuesta. No es una prioridad.

Lo que más me importa ahora mismo es si mi vida tal y como la conozco se está derrumbando. Si mis amistades acabarán distanciándose, si nunca más podremos sentarnos a hablar de estupideces, ver películas románticas juntas, comer porquerías hasta hartarnos, criticar a ex novios, contar anécdotas de la infancia... Si no podremos llorar juntas cuando nos hagan daño, o si no podremos echarnos en cara las cosas sin que nos afecte realmente.

Yo estoy convencida de que podría perdonarlo todo, pero... ¿Ellas pueden? O lo que es razón de mi inquietud: ¿ellas quieren?

¿Y si fuera yo la única que cree tener un fuerte vínculo con las cuatro?

Me siento en una de las mesas de la cafetería y me quedo mirando la carta sin ver las letras. Al final le pido a la chica un simple café. Odio el café, odio lo amargo y odio que tenga el poder de despegarme de una siesta o de un sueño profundo, pero si a partir de ahora cambiarán las cosas, quizá yo debería hacerme a la idea de que tendré que adaptarme a nuevos detalles. Como, por ejemplo, no acompañar a Katia a casa después del trabajo. No ponerle canciones románticas de Charles Aznavour a Jacqueline de vez en cuando por el placer de verla bailar, feliz y despreocupada, por toda la floristería. No tener a Adrienne a una simple llamada de distancia, sabiendo que podré contar con ella en todo momento. No llevar a Nina al límite para que acabe prorrumpiendo en gritos, soltando maldiciones de esas tan propias de ella y que siempre derivan en carcajadas.

Solo por curiosidad levanto la mirada y observo a los clientes. Pacientes muy bien acompañados, familiares silenciosos que parecen no encontrar respuesta a sus plegarias. Algunos vienen corriendo, piden cualquier cosa para llevar y suben con la misma rapidez, como si no quisieran perderse los últimos segundos de vida de alguien; como si no pudieran soportar pasar un solo minuto lejos de él.

Y entre todas las mesas ocupadas, de historias distintas y ajenas a mí, está Gael.

No tengo de lo que sorprenderme. Estamos en el hospital central de París, donde acude más a menudo de lo que le gustaría. Ahora comparte su tiempo con una mujer con un turbante de flores estampadas. Está sentado frente a mí, con un suéter gris remangado, una taza entre las manos y unas ojeras que nunca podrían opacar el brillo acerado de sus ojos. Lo que sí puede hacerlo, por desgracia, es ella. Y yo. Y lo que pueda sentir por nosotras, si es que siente algo.

Nos quedamos mirándonos un rato, pero no siento nuestro intercambio como una posibilidad, sino como una obligación resignada. A estas alturas ya sé que lo miraría incluso aunque él decidiera negarme el color de sus ojos, y él, por la razón que sea, está decidido a volcar ese añil inolvidable sobre mi gris empañado.

Al ver que Gael no le presta atención, la mujer que le acompaña echa un vistazo por encima de su hombro y busca el punto de discordia hasta toparse conmigo. Y me mira.

Sus grandes ojos castaños me estudian con curiosidad e interés, tratando de descifrar mis rasgos para ponerme nombre. Después esboza una amigable sonrisa y vuelve a dirigirse a Gael.

Segundos después, y para mi supino asombro, él me hace un gesto algo reticente para que me acerque. Tal y como os lo cuento.

Si mis corazonadas no me fallan e interpreto la turbación de Gael correctamente, la mujer debe ser Nathalie.

—Hola, Lulú —saluda ella, sorprendiéndome. Vuelve a esbozar una sonrisa, ésta más bonita que la anterior. Tiene cara de niña, pero sus ojos denotan haber conocido el dolor en todas sus facetas—. Por fin te conozco... Ha sido verte y saber que eras tú.

¿Saber que era yo?

—¿Cómo? —logro balbucear.

—Gael me ha hablado de ti —explica, haciendo enérgicos aspavientos—. Me alegro de conocerte; tenía mucha curiosidad.

Si alguien desconoce el contrasentido, puede conocerlo con Nathalie Romano. Su aspecto demacrado dice una cosa, y su vitalidad, junto con la fuerza de su sonrisa, otra muy distinta. Aun así, tiene los labios cortados, algunos pellejos fruto de la piel atópica se levantan en zonas concretas, como los párpados o la nariz, y está tan pálida que unas cuantas venas azules se le marcan en el cuello y las sienes. Podría ser la imagen de la muerte... Si sus ojos no estuvieran llenos de vida.

—Nathalie, ¿no? —atino a preguntar, devolviéndole el gesto. Ella asiente—. A mí también me ha hablado de ti.

—¿En serio? ¿Qué te ha dicho? —pregunta, emocionada. Mira a Gael con una mueca divertida—. Si se puso a hacerme la pelota, abstente de decir nada. Y si dijo cosas horribles... Creo que prefiero no saber. Mejor concederle el beneficio de la duda. ¿Por qué no te sientas y hablamos? Me he leído tu libro unas dos o tres veces. Es increíble.

Mis ojos viajan a los de Gael para pedir permiso en silencio. Él no hace ningún gesto; solo me mantiene la mirada, con los labios sellados y los brazos muertos sobre la mesa, apenas rozando con los dedos la taza humeante.

Sin saber muy bien por qué —o sabiéndolo, pero prefiriendo fingir que no—, me siento.

—Esto debe parecerte muy raro —ríe ella, algo nerviosa. Se lleva una mano a la oreja, como si quisiera apartarse un mechón. En cuanto se da cuenta de que no hay ninguna melena que acariciar, baja la mano rápidamente y se esfuerza por mantener la compostura. No obstante, es tan obvia su tristeza ante la caída de pelo que mi corazón se agita—. Gael y yo tenemos todos los amigos en común, y me ha dicho cosas tan buenas de ti que no he podido resistirme a charlar contigo. Estoy acostumbrada a acercarme a la gente que a él le fascina, sobre todo porque pocos causan tanta sensación en su vida.

—No te preocupes. A mí me encanta conocer gente —admito, con una sonrisa—. Sobre todo si se han leído mi libro.

—¡Oh! Te hablaría de todo. Soy una fan incondicional de la literatura, y cuando me enteré de que harías una presentación... Me habría encantado ir, pero estaba de viaje. —Lanza al aire un corto suspiro—. Te habría preguntado cómo es posible que hubieras sido capaz de hacer que me enamorase de un personaje tan detestable. Angel era lo peor, y aun así... Empecé a entenderlo. Entendí sus manías, sus desaires... Es un libro muy triste.

—¿Te causa simpatía Angel d'Accart?

—Solo es un infeliz. —Se encoge de hombros, mirándome con fijeza—. Estoy de acuerdo en que la chica no se merecía que la tratara así, pero siento que él no podría haberlo hecho de otra manera. La quería, de eso no me cabía la menor duda. Simplemente no podía estar con ella hasta que no sanara sus heridas, ¿no crees? ¿No pretendías dar esa sensación cuando lo escribías?

No, no lo pretendía ni por asomo. Solo quería crear una historia de amor terrible entre un hombre despreciable y una mujer corriente, donde el malo fuese el malo y el bueno fuese el bueno. Pero si hay quienes lo han entendido así, debe ser porque en el fondo sabía que la bondad no es infinita y la maldad tiene límites. Porque en el fondo sabía que mi inspiración, el espantoso y despreciable Angelart, no era más que un pobre desgraciado.

—Sí —respondo, distraída—, un poco.

—¿Vas a escribir segunda parte? —pregunta, sorprendiéndome de nuevo—. ¿O no quieres dar a entender que los malos pueden curarse con ayuda de una buena persona?

Ella ahonda tan profundamente en el color de mis ojos que tengo que contener un estremecimiento. Da la sensación de que lo sabe todo sobre mí, de que conoce los secretos que guardo y que, en nuestra conversación, cada palabra tiene un doble sentido. Su discurso está en clave y yo tengo que descifrarlo, con el gran problema de que no estoy segura de querer saber lo que dice.

—No creo que la escriba. Angel d'Accart está destinado a pudrirse.

—No me parece justo —contesta, con una sonrisa distinta—. Pero tú eres la autora y no puedo meterme en eso. Solo espero seguir en el mundo si decides publicarlo, porque me encantaría leer un desenlace...

Nathalie y yo charlamos un rato más sobre banalidades, títulos preferidos y otros asuntos poco trascendentes. Ella insiste en animar a Gael a intervenir en la conversación, pero él está mudo y ambas lo respetamos. Lo que no me pasa desapercibido es cómo le brillan los ojos al mirarla, la manera que tiene de acariciar el dorso de su mano, cómo su voz personifica la dulzura al dedicarle una palabra...

No solo duele saber que Nathalie es una mujer buena que no se merece por lo que está pasando, sino que nunca podría estar a su altura, y que incluso cuando deje este mundo, Gael la seguirá queriendo.

Cuando Nathalie expresa su cansancio, Gael se levanta y rodea la mesa para levantarla y apoyarla contra su pecho para, con la diligencia propia de un autómata, sentarla en una silla de ruedas. Esa era la intención, al menos, pero Nathalie se resiste y aprovecha que él está pagando la cuenta para acercarse a mí.

Se me queda mirando en un silencio que encuentro extrañamente cómodo.

—Eres preciosa, Lucille —dice en un susurro, queriendo distanciarse de los oídos de Gael. Alarga una mano y me acaricia un mechón de pelo con una nostalgia desoladora—. Tienes la luz y el alma en los ojos. Por eso he podido reconocerte.

—Tú también eres muy guapa —contesto, con voz estrangulada.

Me sienta bien no tener que mentirle, incluso teniendo en cuenta que no lo he hecho en ningún momento y ha sido solamente tenso por mi parte. Nathalie es la clase de mujer que uno miraría dos veces si se la cruzase por la calle y, al mismo tiempo, no cuenta con ninguna virtud física notable. Solo la mirada soñadora y la sonrisa llena de fe, pero porque nada ni nadie ha podido quitársela; ni siquiera esa enfermedad que le está arrebatando el sentido.

—Tal vez lo fuera. Quizás lo sea ahora —murmura. Se acerca a mí y me sorprende, una vez más, dándome un abrazo—. Pero no soy tú.

Mi corazón se salta un latido.

—¿Por qué dices eso?

—Las dos sabemos por qué digo eso. No sabes cuánto me alegra saber que alguien va a poder quererlo como yo no pude hacerlo —musita, mirándome con una pena empañada en los ojos que me quiebra el alma—. Sé que será difícil, y sé que parece que nunca podrá sacarme de él, pero confío en que tú serás capaz de darle lo que llevo quitándole tantos años.

Se separa de mí y me dedica una sonrisa que me deja clavada en el sitio. Gael aparece entonces, guiándola a la silla de ruedas y acercándose a una enfermera para que les acompañe.

Si me preguntáis, no sabría deciros qué ocurre a continuación. Solo tengo en la memoria, grabada a fuego, esa sonrisa última. La sonrisa del que ahora sabe que podrá descansar en paz. La sonrisa que me hace llorar porque desconozco si estaré a la altura de sus expectativas, sintiendo que no puedo fallarle.

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