Mi mayor inspiración

By tontosinolees

331K 36.6K 10K

Una crítica malintencionada, una noche inolvidable en un discoteca y un acuerdo editorial entre enemigos. Así... More

PRÓLOGO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
CAPÍTULO 23
CAPÍTULO 24
CAPÍTULO 25
CAPÍTULO 26
CAPÍTULO 27
CAPÍTULO 28
CAPÍTULO 29
CAPÍTULO 30
CAPÍTULO 31
CAPÍTULO 32
CAPÍTULO 33
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS

CAPÍTULO 10

8.1K 1.1K 462
By tontosinolees

Para que pueda surgir lo posible es necesario intentar una y otra vez lo imposible

Herman Hesse


Si pensaba que iba a descansar más durmiendo en otra habitación, me equivocaba el triple que ayer. ¿Y quién habría podido dormir? ¿Vosotros habríais tenido estómago? Porque esa cita de Abbey no es que me haya roto los esquemas, es que, a estas alturas, los esquemas están gravitando alrededor de Saturno.

Claramente no se podía esperar un halago corriente viniendo de Gael, pero es porque jamás habría imaginado que se le ocurriría hacerme uno. Así, a secas. Aunque... ¿Puede denominarse como tal? Si le causara emoción definirme como «todo lo que es bonito», habría habido un final feliz de cuento de hadas en medio del pasillo, pero no. Se había largado sin más, como si le molestara la idea de verme como un ser humano que merece la pena.

En fin... Todo es muy confuso, y no ayuda no tener a mis amigas a mano para preguntarles por el significado de esta tramoya. Pero si algo tengo claro, es que me he estado equivocando al asumir que Gael entra en la lista de inaccesibles. Él siente algo por mí. Se le puede poner el nombre que uno quiera: atracción, interés, curiosidad... O a lo mejor no es un sentimiento, ni siquiera una emoción, pero no le soy indiferente. Frente a esto, y si os pilla por sorpresa es que habéis estado muy despistados, solo puedo resolver con la reciprocidad, porque para mí tampoco es uno más.

Ahora bien... ¿Qué se hace con eso, cuando él no parece dispuesto a mover ficha? ¿Tengo que moverla yo? ¿Debo esperar? ¿Me estoy haciendo pajas mentales para algo que puede que no tenga mayor importancia? Porque reconozco la vena cruel de Gael, o la de Angelart —prefiero separarlos, porque ahora que conozco al primero me parecen personas muy distintas—, pero no creo que tuviera intención de provocarme si no necesitara expresar libremente lo que le carcome. En resumen, dudo que esté jugando. O a lo mejor solo soy yo pensando lo mejor de él porque me ilusiona la expectativa de estar en sus pensamientos. ¿Cómo no ilusionarme? Sé que vosotros me comprendéis y no perderéis el tiempo juzgándome. A fin de cuentas, ¿he elegido yo por qué trasero babear? Bastante me lo estoy currando intentando que no se note, aunque parafraseándole... parece que no lo miro amigablemente, sino todo lo contrario.

Bueno, estoy segura de que podrá superarlo.

Y esto es todo lo que me ha impedido pegar ojo. Morfeo ha decidido darme la espalda deliberadamente, plantarme en el mundo real sin posibilidad de escapada mediante una cabezadita, y ahora tengo que batallar con unas ojeras kilométricas. Aquí es donde se inserta el agradecimiento al corrector, al colirio y al té frío en cantidades industriales. Nada le puede a mi fuerza de voluntad, ni siquiera un espejo cuando tengo cara de protagonista de película de terror.

Lo único que le puede a mi decisión es al Gael que aparece en la puerta de mi habitación con una sencilla camiseta de algodón a juego con sus ojos, unos vaqueros más informales y las gafas de sol colgando del escote.

¿Qué queréis que os diga? Está para untarlo, y también para tomárselo sin artificios. Algo que yo llevo un tiempo sabiendo... De hecho, algo que sé desde que lo miré a la cara la primera vez y mi lado racional tuvo que reconocer pese al enfado que le nublaba el juicio... Pero que ahora se ha acentuado hasta hacerme daño físico.

—Vamos, vestiditos. —En efecto, llevo un vestido. Soy muy predecible, ¿verdad?—. Voy a enseñarte la ciudad.

No hace falta que gritéis la palabra «cita». Ya está taladrándome la cabeza sin compasión. Tened presente que no lo es, ¿vale? Solo está siendo amable. Aún no tengo motivos suficientes para pensar que quiere algo conmigo, simplemente... le atraigo. Ahí se acaba el asunto, ¿de acuerdo? Bien, porque no quiero oír ni una palabra al respecto.

—¿Y eso a cuento de qué?

—Ayer tus amigas me abrieron los ojos. —Se apoya en el marco de la puerta y me mira con una sonrisa diferente. No más simpática, ni más carnal, ni más juguetona... Solo es distinta. Por eso va a juego conmigo, porque desde la noche anterior han cambiado demasiadas cosas—. Estaría siendo un déspota si no me aprovechara de mis conocimientos sobre Madrid llevándote a conocerla.

—Pero es que eres un déspota.

Es lo único que se me ha ocurrido decir. A la vista queda, y quien quiera que lo apunte, que ser escritora no significa ser propietaria de un prodigioso ingenio. Y ya ni se hable de elocuencia.

—Esperaba que pudieras olvidarlo por un día.

Me toqueteo un poco el flequillo para distraerme de los estúpidos nervios que me hacen cosquillas. Sí, ¿por qué no? En realidad no reniego de su compañía por el despotismo, sino por la desagradable atracción. Esta es la cosa: si le apetece inclinarse sobre mí y dejarme temblando, no voy a oponer resistencia. Y eso es terrible para mi amor propio, la profesionalidad que intento demostrar y los objetivos de mis amigas, que deseo alcanzar con la misma intensidad que ellas.

—Voy a vestirme y vamos —me oigo decir—. Dame quince minutos.

Y en realidad son diez. Eso de que las mujeres tardan tres horas es un mito urbano que puedo desmentir sin importar a dónde quieran llevarme. Un minuto para la cara y los dientes, dos para el pelo, tres para el maquillaje y el resto, vestirse.

Me reúno con Gael en el recibidor, que mata el tiempo charlando con una de las mujeres que quedaron atrapadas en el ascensor. Parece profundamente aliviado cuando me ve aparecer, y tras disculparse con educación, se encuentra conmigo en la salida.

—Tenías cara de que te estuviera contando el argumento de una película mala.

—Sinceramente no tengo ni idea de qué me estaba hablando, pero creo que estaba flirteando.

—¿Y lo dices como si fuera un castigo?

—No me hace gracia que las mujeres en las que no estoy interesado muestren interés en mí. Me incomoda rechazarlas.

—Ya... Pero no te incomoda criticar libros para un público.

—No es lo mismo. Critico las novelas que no llegan al mínimo de madurez requerido, algo objetivo dentro de la subjetividad de mi opinión. Para rechazar a una mujer no hay ningún criterio. Si me preguntara por qué no me siento atraído por ella, no sabría responder.

—Y no te gusta no saber la respuesta a algo. —Pongo los ojos en blanco—. Entiendo.

—No me importa no saber algo; de lo contrario sería un infeliz porque nunca llegaría a saberlo todo. Pero qué mínimo que ofrecerle una excusa válida a una mujer tras decirle que no me interesa su compañía.

—Hay miles de razones válidas para eso. No me das buena conversación, vamos por diferentes caminos, chocamos en demasiados aspectos, no me gustas físicamente, detesto que te hurgues la nariz... Y no me vayas a decir que eso sonaría demasiado fuerte, porque de tu boca salió que mi libro era una bazofia y no pareciste afectado.

Los ojos de Gael brillan divertidos.

—¿Debería decirle a una mujer que es una bazofia?

—Dios no lo quiera. Le romperías el corazón... y el orgullo. Y el amor propio. La autoestima. Las ganas de vivir...

—¿Te lo rompí a ti al decirte que tu libro era malo? Solo hablaba de tu obra, no de ti como persona —subraya—. Pensé que sabrías diferenciar una cosa de la otra.

—Oh, vamos. Pensaste que era una niñata con pájaros en la cabeza y lo dejaste caer con la sutileza de un elefante en una cristalería. Nos heriste a las dos. A la escritora y a la mujer.

—Pero hubo una parte minúscula de ti a la que no hice daño. Esa que me ha perdonado dos años después.

Esa que está loca por ti, querrás decir. Pero no te voy a corregir porque estás actuando como si ayer no hubiera pasado nada, que es justamente lo que pasó (nada) y sin embargo me molesta recordar.

—¿Es a esa minúscula parte a la que te refieres cuando me llamas así?

Gael esboza esa sonrisa enigmática que me deja con las ganas de averiguar en qué diablos está pensando. Porque él habla mientras sonríe de ese modo, pero sé que sus pensamientos nunca se corresponden con lo que dice.

—Es esa minúscula parte la que admiro y respeto profundamente.

Alzo las cejas.

—Pues esa parte es, como tú dices, diminuta. Exigua. ¿Lo demás te parece repugnante?

En realidad no sé si estoy preparada para que conteste a la pregunta, pero ya es tarde para lamentaciones.

—¿No has oído eso de que lo pequeño es grande? ¿De que lo importante son las pequeñas cosas? —Hace una breve pausa, poniendo en orden sus ideas—. Respondo a tu pregunta: no detesto lo demás. Me alegro de que escribieras El precio del talento, porque gracias a ello estás donde siempre quisiste, me diste la lección con la que me amenazaste y demostraste que no siempre eres un ángel, lo que sirve de consuelo a los que nos sentimos monstruos al movernos en tu entorno. —Medio sonríe—. A lo mejor no te lo crees, pero me alegra saber que haberme interpuesto en tu carrera profesional no sirvió para nada. No podría repugnarme tu perseverancia, tu cabezonería o tu manía de sentarte en las mesas, colarte en mi casa y hacerme preguntas impertinentes.

Suelto una carcajada.

—¿Eso significa que te gusta El precio del talento?

—Sí. Es el mejor retrato que han hecho de mí mismo sin conocerme en absoluto. Tienes una imaginación clarividente, y un excelente gusto para elegir los títulos.

—El título viene de lo que me dijiste el día que nos conocimos.

—Lo sé. Cuando lo vi, me eché a reír. Me gustó.

—¿En serio?

—Sí, me pareció muy apropiado. Es un buen libro, nada que ver con la basura comercial de tus orígenes.

Le doy un puñetazo en el hombro.

—La herida sigue ahí, Angelart, no meta el dedo. Aunque admito que no sé en qué pensaba cuando escribía eso... Ni siquiera sé si pensaba.

—Creo que lo pensaste demasiado. El que mucho piensa, poco escribe. Todo fluye mejor cuando dejas la mente en blanco.

—Tienes una concepción bastante extraña de lo que es escribir.

—Y tú eres la rareza de la escritura. —Esboza una sonrisa torcida—. Zambrano dijo que escribir es defender la soledad en la que vivo, siendo un grito contra lo establecido o vomitar nuestros pensamientos, como si a alguien le importara... Pero tú lo haces diferente. Tú escribes para ensalzar lo hermoso, para idealizar... Y en realidad no idealizas. Solo te quedas con lo bonito. O eso entendí en tu primer libro, ya que el segundo es mejor esperpento del que Valle-Inclán escribió jamás. —El politono del móvil interrumpe su disertación, y como lleva haciendo los dos días que llevamos en Madrid, lo saca del bolsillo solo para colgar—. El caso es que eres la excéntrica del círculo de escritores. Y es paradójico, porque en la vida, es el círculo de escritores el que se define como excéntrico. Los escritores somos seres heridos, de ahí la invención de una nueva realidad; Paul Auster —cita—. ¿Qué queja puedes tener tú de la tuya, o de algo, cuando tu vida es idílica?

—Eso no lo sabes.

—Creo que no lo sabes ni tú.

Pasamos unos segundos en silencio, solo mirándonos. No es novedad, y no os va a pillar por sorpresa, pero sigue siendo el dueño de los ojos más bonitos que he visto jamás. ¿Sabré algún día en qué piensa cuando me mira? ¿Sabré algún día por qué parece existir una fuerza superior a nosotros que me atrae irremediablemente a sus orillas? ¿Se podrá luchar contra algo así, o frente a esta magia la única opción es dejarse arrastrar?

—Quizá solo escribía sobre aquello que me faltaba —murmuro, mirándome las manos. Las siento vacías: hay algo que no toco y que necesito acariciar, y al saber qué es, me irrita—. Aquello que deseaba tener... Y no entre mis pertenencias, sino dentro de mí. Hacerlo mío. Que fuera... que fuera una propiedad de mi ser.

Cuando levanto la cabeza, descubro que Gael me está observando con fijeza. No como si fuera un animal que merece ser estudiado, sino como si acabara de entender en mis palabras la respuesta a una de sus enigmáticas preguntas.

—Vamos —dice al fin, cuando se me empieza a revolver el estómago—. Hemos llegado a la primera parada.

Después de hacer un recorrido exprés por el Museo del Prado, Gael me lleva a la Plaza Mayor, al Escorial, al Palacio Real, y paseamos por Gran Vía, donde compro algunos souvenirs para mis amigas. Pasada la hora de la merienda, damos una vuelta por El Retiro, llegando a una explanada donde un par de músicos tocan el acordeón para una pareja de recién casados.

—Madrid es preciosa —comento, mirando al cielo plomizo. No se me pasa por la cabeza echar un vistazo a las predicciones meteorológicas—. ¿Cómo no puede encantarte a ti también? ¿Por qué odias España?

—España no es solo la belleza de sus monumentos. A nivel cultural podría ser el país más bonito del mundo, pero veo a España como una comunidad que rompe con todo lo que está bien. Lo único que ha hecho en las últimas, ha sido vanagloriar dictadores y reyes fantoches, además de hundirse a sí misma.

—Pero eso es historia, Gael. Está en el pasado.

—Quedan más vestigios del pasado en la actualidad de los que tú crees, Minúscula. Y son suficientes para que no quiera que se me relacione con ellos. ¿Bailas?

¿Qué?

—No pongas esa cara, no creo haber pedido nada raro.

—La petición en sí no es rara, sino que lo pidas tú. No pareces un hombre al que le guste bailar... —Hago un pausa, mirando la mano que me tiende. No tengo que pensármelo mucho para aceptarla tímidamente—, pero podré superar el shock.

Gael medio sonríe y rodea mi cintura con el brazo. A lo mejor él sabe bailar, pero yo soy tan lamentable que no tardará en arrepentirse. Algo que se me olvida por completo cuando elevo la barbilla y observo que me estudia con verdadero interés.

—Y aparte de un hombre al que no le gusta bailar, ¿qué más te parezco?

—Raro. Inteligente. Enigmático. Triste. —Contengo la respiración un instante—. Eres demasiadas cosas para abarcarlas con cinco o seis adjetivos. Creo que lo que mejor podría describirte serían tus libros. Personajes con ideologías similares; historias descarnadas repletas de giros argumentales y dedicadas a una única persona. Ahí está el misterio, supongo. En la «N».

—¿Me estás preguntando de manera indirecta quién es «N»?

Su semblante vuelve a ser de difícil acceso. No hay sonrisas, pero no hay ceño fruncido. Es... infranqueable.

—Depende. Si así fuera, ¿me lo dirías?

—¿Quién crees que es?

Estoy preparada para responder a esa pregunta, porque prácticamente he estado haciendo una tesis doctoral al respecto en las últimas semanas. Una consonante no dice mucho de primeras, pero conociéndolo, podría ser cualquier cosa. Una ene de Noelia, Naomi, Nadia, Nadine, Natalia, Nelly... Podría ser de «ninguno» o de «nadie». De No one...

¿Qué? A lo mejor es fan de Alicia Keys, o le gusta el rollito de Arya Stark y su Valar Morghulis.

—No serviría de nada decirte quién es —contesta vagamente, al ver que no digo nada—. Pero si aceptas un resumen... Es el centro de mi mundo.

Una nueva llamada nos interrumpe. Esta no me molesta, porque sé que no iba a decirme nada más, pero sí termina por despertar mi curiosidad. Esa que llevo reteniendo mucho tiempo.

—Lleva llamándote dos días sin parar —me animo a comentar despreocupadamente, aunque en voz baja. Como si el hecho de ser sutil pudiera librarme de la regañina por meterme en sus asuntos—. A lo mejor es importante, Gael. Yo que tú respondería.

Él suspira ruidosamente. Deja que la llamada se corte por sí sola, pero el politono vuelve a romper el silencio al cabo de escasos segundos.

Justo cuando voy a pedirle que al menos lo silencie o ponga en modo avión para no tener que soportar ese sonido tan estridente, él se gira en mi dirección y me mira con una expresión indescifrable.

—¿Y si te dijera que la persona que me llama me está consumiendo? ¿Y si te dijera que me está volviendo loco? ¿Qué me dirías?

Me quedo un instante en silencio, sorprendida por su arranque de sinceridad.

—Te diría lo mismo: coge el teléfono —respondo, hablando muy despacio—, y dile que no vuelva a llamarte nunca más.

Gael parece pensárselo, pero al final deja que continúe sonando hasta apagarse. Después, pone el móvil en silencio y se lo guarda en el bolsillo trasero del pantalón.

Esto va a sonar fatal, pero me consuela que se esté volviendo loco porque eso significa que estamos en el mismo barco. Es una persecución constante, lo mío con él: no puedo desconectar mi mente, no puedo dejar de plantearme mil posibilidades respecto a lo que le duele, pensar en decenas de sospechosos que podrían llamarlo continuamente, y si tienen alguna relación con «N». Dentro de que mi vida se fragmenta en diversos quesitos, al igual que un diagrama de sectores, el que incluye a Gael está a punto de arrasar con todos los demás... Y es porque yo dejo que lo haga.

Hace un rato que hemos dejado de movernos, pero su mano sigue en mi cintura y yo continúo aferrada a sus hombros. Así habríamos seguido un buen rato, cada uno pensando en lo suyo, si el cielo no se hubiera puesto a llorar.

Me seco un par de gotas en las mejillas y sigo a Gael a la salida del parque. Conforme avanzamos, la lluvia se intensifica. Gael me coge de la mano y tira de mí para hacerme correr a su ritmo, pero por el camino se me engancha el vestido con el gancho de una de las verjas del parque y no me queda otra que pararme.

—¿Puedes sola? —me pregunta.

—Sí, sí... No —admito, estresada—. Parece que no hay manera... que no hay manera de quitarlo sin arrancar la tela.

—Déjame a mí. Tiene tarea lo tuyo...

—¡Como si fuera ahora mi culpa!

Gael no dice nada más. Se agacha para poner los ojos a la altura del gancho y del borde de la falda y se pelea un rato con él. No es que se haya enganchado, sino que se ha enroscado. Y por nada del mundo quiero romper este vestido. Es de los más bonitos que tengo, además del típico que toda mujer tiene que tener en su armario. El clásico blanco ibicenco con falda de vuelo y tirantes atados al cuello...

Recordar que llevo un vestido blanco y que está lloviendo me roba el alma del cuerpo. El corazón se me para abruptamente cuando al agachar la mirada compruebo que los ojos de Gael apuntan a la falda.

El héroe de la tarde consigue apartar el vestido del gancho unos segundos después. Levanta la cabeza para mirarme con la intención de decirme algo, pero sella sus labios en cuanto chocamos miradas. No sé qué ve en ella para que su semblante dé un giro drástico —no debo estar muy mona con el aspecto del yeti mojado—; lo que está claro es que es suficiente para que termine de estremecerme.

Permanece inmóvil durante lo que parecen años, solamente sosteniéndome la mirada. Me tiemblan las pestañas por el frío que me está calando, pero también por lo que supone verle arrodillado delante de mí. La lluvia le ha empapado el pelo y la camiseta, que se le ha pegado completamente al torso, marca sus formas como un traje de submarinismo. Y eso es lo de menos, porque a día de hoy, sus ojos continúan siendo una de las maravillas mundiales.

Gael suelta el vestido y hace ademán de levantarse, pero no lo hace a voz de pronto. Muy poco a poco, se va incorporando. Y el hecho de que no me quite los ojos de encima podría haber ayudado a que no me diese cuenta de su caricia: sin embargo, no es el caso. Noto perfectamente cómo las yemas de sus dedos se deslizan en sentido ascendente desde mi tobillo. Suben por mi gemelo, por la corva de mi rodilla, y luego dan un giro para poner de gallina la piel de mis muslos.

Ni siquiera me importa si nos están mirando o si estamos solos. Me da igual si ofrecemos un espectáculo o si a pesar de encontrarnos en un espacio abierto es como si nadie pudiera vernos. Lo único que sé, lo único a lo que puedo hacer frente, es a cómo el agua se desliza por su mandíbula, empapa sus pestañas negras y obliga a algunos de los mechones negros a caer pesadamente sobre su frente.

Cuando está de pie delante de mí, completamente recto y pendiente de cada uno de mis parpadeos, alargo los brazos y abarco su rostro con las manos. A diferencia de lo que esperaba, su piel es cálida, y sus mejillas, a pesar de estar bien rasuradas, siguen presentando una aspereza que le hace cosquillas a mis yemas. Me acerco un poco más, con el corazón en vilo y las entrañas encogidas. Es una emoción tan extrema que me asusta, y tiemblo.

—Detrás de cada cosa hermosa hay algún tipo de dolor —murmuro, conteniendo la respiración. Él cierra los ojos un momento—. ¿Cuál es el tuyo? ¿Qué es lo que te hace sufrir, Gael?

—¿Qué te hace sufrir a ti? —pregunta él, en el mismo tono—. Aún sigues siendo la excepción. Eres la excepción a todo... ¿O existe algo capaz de atormentarte?

Esbozo una sonrisa amarga. Claro que existe, pero quién sabe cómo podría reaccionar si dijera su nombre.

Deberíamos volver si no queremos acabar cogiendo una pulmonía. El problema ni él ni yo parecemos con ganas de separarnos. Y no podría negármelo ni aunque quisiera: pudo hacerme creer que le asqueaba cuando le confesé que fui yo la chica misteriosa del baño del Fête, pero ahora sería imposible que me mintiera. Puedo verlo en sus ojos, en su respiración agitada y en su cuerpo tembloroso. Él se siente igual que yo. Se siente igual...

—«Dios se desnuda en la lluvia como una caricia innumerable» —susurra, a punto de rozar mis labios—. Me pregunto cómo se sentirá Él al poder tocarte.

***

Me he duchado alrededor de tres veces desde que llegué a la habitación de hotel, he probado a leer un libro, he pedido cuatro tilas, le he gastado una broma telefónica a la recepcionista y hasta me he puesto a contar ovejitas para planchar oreja, pero no ha habido manera.

Nunca habría imaginado que esa atracción de la que hablan los libros o aparece en las películas sería cierta. Se supone que la literatura tiende a caricaturizar las cosas, o al menos a exagerarlas. En ocasiones incluso tergiversa la realidad para que la trama sea más increíble... Y a veces, esa realidad en la que vivimos supera a la ficción en la que nos sumergimos para escapar el día a día.

Me voy a tener que taladrar una sien para sacarme de la cabeza la imagen de Gael de rodillas, mirándome como si esperase alguna clase de perdón. La estampa en realidad debería tener poco interés para mí, una persona a la que no le va demasiado el juego de dominación y sumisión, pero es que justamente de ahí deriva el problema. Gael me excita en cualquier posición y mirándome de cualquier manera.

Por eso abuso de la hospitalidad del hotel duchándome una cuarta vez. Y ni por esas venzo la ansiedad, por lo que decido cambiar de estrategia. Me sirvo del único medio del que puedo disponer sin gastar dinero ni causarme algún daño físico: la distracción.

La lluvia sigue cayendo al otro lado de la ventana. Había una cita muy bonita sobre ella, una de las que le gusta pegar en la nevera a mi madre. Decía algo como... «Si la lluvia llega hasta aquí, voy a limitarme a vivir. Mojaré mis alas como el árbol o el ángel... O quizás muera de pena». No recuerdo el nombre del autor, pero teniendo Google a vuestra disposición no creo que me necesitéis para nada. Y justo por eso, porque no me necesitáis y porque el cielo acaba de tronar metiéndome el mal en el cuerpo, opto por entretenerme en compañía del traductor.

No me miréis así... Será una visita exprés. Solo exprés, y lo subrayo interiormente, recordando las normas que yo misma dejé que mis amigas impusieran para evitar desastres. Lástima que las haya olvidado todas porque lo inevitable ya está escrito, y sé que ninguna nota emborronada con una mezcla de bolígrafos y caligrafías que dejan bastante que desear podrían con la tinta del destino. Que tampoco sé si mi destino es tocar a la habitación de Gael, pero soy una de esas mujeres que se ha hecho a sí misma y he venido a descubrirlo.

El problema es que me arrepiento nada más doy un par de golpecitos a la puerta, del mismo modo en que lo hice cuando esperaba encontrarme con el magnífico —solo después de dos copas— Angelart. Desgraciadamente, es tarde para dar vuelta atrás. Tras el chasquido de las bisagras, los elementos de mi campo de visión desaparecen para que pueda apreciar con total nitidez el musculoso torso de Gael. No lleva nada puesto a excepción de unos sencillos pantalones de algodón color gris desvaído, que se ciñen a sus caderas en el punto exacto para evitar que se muestre más de lo necesario y, al mismo tiempo, permitir la apreciación de dos oblicuos bien definidos. Y os estaréis preguntando de dónde saca este hombre el tiempo para ir gimnasio, cuando se pasa el día leyendo, rajando en su blog o colándose en mis sueños.

Yo tampoco lo sé.

—¿Necesitas algo?

Maldición... ¿Y si le molesto? ¿Y si tenía pensado ver una película, leer un poco, escribir...? Callaos, no me recordéis lo que suelen hacer los hombres antes de acostarse con papel higiénico y crema... Pero, de nuevo, es tarde para arrepentimientos.

—Nunca me han... —carraspeo—. Nunca me han gustado del todo las tormentas. Lo paso mal durmiendo sola en noches como esta. Si no estás ocupado y no te importa... Yo... no haré ruido.

Más que meditar si quiere aguantarme o no, parece estar tomando una decisión de estado que afectará a todos los países vecinos. Como si en cuestión de segundos tuviera que optar por un bombardeo de urgencia, o...

—Entra.

Le ha faltado un «en la guarida del lobo». Aunque yo no soy ninguna Caperucita. No una tan inocente como para no tener ni una ligera idea de dónde se está metiendo.

***

—Dormiré en ese sofá —anuncia, dándome la espalda y dirigiéndose a él.

—No. —Enseguida trago saliva, nerviosa. Dios mío, si estoy exteriorizando todo lo que estoy sintiendo ahora mismo, vería perfectamente factible que me echara de la cama y me mandara a mi habitación. ¿Quién dijo que los hombres estaban más salidos que las mujeres? Porque no tenía ni idea—. No es necesario. No voy a pensar nada raro. Soy una persona madura.

Obviamente voy a pensarme todas las rarezas del mundo si duerme pegado a mí, tenéis permiso para dudar de mis promesas. Por si lo habéis olvidado, la vez que tuvimos que compartir habitación por poco sufrí un ataque de ansiedad: si me roza sin querer, no voy a responder de mí.

Señor... ¿Dónde estarán los mandamientos? ¿Por qué no los eché al fuego cuando pude? Así no me quemarán en el bolso o en el bolsillo cuando los lleve encima, recordándome que soy una pecadora nata.

En otro orden de cosas considerablemente más encantadoras, Gael asiente ahogando una sonrisa.

—¿Has dormido con muchos hombres sin llevártelo a lo personal, Lulú?

Lulú. Siempre he odiado que me llamen así, pero Lucille es peor aún y no hay muchos más diminutivos aparte de Lucy. No obstante, cuando lo dice él deja de sonar a apodo de mellada con pompones, y se convierte en el nombre propio de una actriz de cine.

De cine porno, puede ser.

«Haz el favor de centrarte». Ya, ya lo sé.

—Claro. Con un montón de amigos —contesto con una naturalidad sacada de un bazar de imitaciones. No sé si colará, porque con esos ojos de rayos-X que tiene seguro que puede averiguar hasta qué he cenado, pero bueno es intentarlo. Y ojalá no sepa lo que he cenado, bastante tengo con que se me note a nivel físico—. Ya sabes: os vais de fiesta y luego dormís todos en la misma casa, y como no hay camas para todos, pues...

Mi voz se convierte en un murmullo que no tarda en apagarse. Gael se desliza bajo la sábana con cuidado: el contrapeso que hace sobre el colchón me alerta de que ya se ha acomodado. Trago saliva compulsivamente, alegrándome de estar dándole la espalda.

—...pues tenemos que compartir.

—¿Y sueles beber cuando sales? —Hace una pausa—. Qué tontería. Sí que lo haces. —¿Se está acordando de nuestro casual encuentro en los baños del Fête? Porque va a ser demasiado para mí que lo saque a colación cuando estamos en la misma condenada cama. Maldito el día que se me ocurrió aceptar la sugerencia de mi yo libidinoso—. No deberías dormir con hombres cuando estás borracha.

—Son mis amigos. —Mis amigos inexistentes, cosa que no tiene por qué saber. Creo que el único hombre con el que me llevo bien sin que haya connotaciones de ningún tipo es Marcel—. No harían nada.

—Siguen siendo tíos, por desgracia —suspira amargamente. Su aliento me acaricia la nuca, enviando un estremecimiento hasta el meñique—. Según un estudio, el treinta por ciento de los hombres violaría a una mujer si supieran que no tendría consecuencias penales.

¿Pero qué tema de mierda acaba de sacar teniéndome en su cama? ¿Nos vamos a poner a hablar de violaciones? ¿Era una indirecta...? Mejor ni pensarlo, porque como broma no tiene ninguna gracia.

En fin, adáptate o muere: ley de supervivencia animal.

—Y tú... ¿Tú formas parte de ese porcentaje?

—Por supuesto que no. Estoy igualmente enfermo, pero por mujeres que se sienten de la misma manera conmigo.

Creo que esto se está pasando de castaño oscuro. ¿Teníamos que ponernos a hablar de sexo cuando estamos compartiendo sábanas? Menos mal que nunca he sido de esas que toman la iniciativa.

—¿Y por qué iba a ser eso una enfermedad? —pregunto, a pesar de todo. La curiosidad es mi mayor defecto—. Es... lo correcto, ¿no?

—El deseo es el yugo del amor; el segundo libera y el primero encadena. Morirse de necesidad... no es favorable para nadie en ningún sentido.

—Entonces... ¿Eres célibe?

Gael suelta de pronto una carcajada gutural.

—No soy célibe, Minúscula... Espero que no te preocupe a la hora de conciliar el sueño.

Está graciosito el chico.

¡Arg!, si solo pudiera decirle que no podría haber dormido ni a seis habitaciones de distancia de él...

Voy a replicar algo sarcástico, cuando un trueno más fuerte que los anteriores me hace dar un respingo y encogerme sobre mí misma. Esto es como todo en la vida: hay que tener cuidado qué clase de mentiras suelta uno, que al final pueden hacerse realidad. Como los sueños.

O como los deseos, en caso de los afortunados.

Pero ya sabéis que afortunada no soy.

El temblor de mi cuerpo mengua un poco cuando una mano cálida se enrosca en mi cintura. El malestar es reemplazado por una nueva sensación. Gael traza pequeños círculos alrededor de mi ombligo, aún tan lejos que siento frío.

—No tengas miedo —susurra contra mi pelo.

«No tengo miedo de los truenos. Te tengo miedo a ti», me dan ganas de contestarle.

Cierro los ojos con fuerza e intento calmar los latidos desenfrenados de mi corazón, pero a estas alturas ese estúpido ya va por libre. El pobre, al igual que yo, no entiende por qué cualquier gesto que Gael lleve a cabo es tan intenso. Lo que sí sabemos es que tanto si puedo verlo como si no, las sensaciones se disparan del mismo modo. De hecho, ya os habréis fijado que en la oscuridad nos llevamos mejor. Quizá porque no nos da miedo dar rienda suelta a cómo nos sentimos realmente, y no tenemos que ver en los ojos del otro el temor a estar equivocándonos. Es innegable que algo nos empuja en la misma dirección, y que aunque me resista, aunque él se aleje... acabaremos tocándonos, de una forma u otra. Siempre ha ocurrido así, casi desde la primera vez que nos vimos, cuando me tomó de la barbilla, o cuando escribió aquella palabra...

—Maldita sea, Lucille —gruñe. Aparta la mano de golpe y se aleja—. No puedo hacerlo si hueles así.

—¿Cómo huelo? Pero si siempre llevo este perf...

—No. Joder... no.

Arrugo el entrecejo al sentir que la cama se nivela y acopla únicamente a mi cuerpo. Me doy la vuelta y levanto las cejas, sorprendida, al ver que se ha levantado. Apoya las manos sobre el alféizar de la ventana, con el objetivo de abrirla y airear la habitación.

Bien, lo apoyo. A mí también me hace falta enfriarme un poco.

—¿A qué te refieres?

—Cuando te vi por primera vez... No olías así. Llevabas un perfume asqueroso —farfulla, en toda su apoteósica y esmerada honestidad.

Alguien debería decirle algo, ¿no creéis?, porque cada vez estoy más segura de que no se ha sacado el graduado en tacto, precisamente...

Espera.

—Era el de Adrienne —recuerdo—. Me dijo que no causaría buena impresión con mi perfume, porque es más dulzón e infantil. Por eso me puse el suyo.

Gael me mira por encima del hombro con una expresión que no sé descifrar. Esboza una sonrisa que raya en la amargura y por vez primera reconozco lo que hay en sus ojos al mirarme bien.

Ganas. Hambre.

—Hiciste bien. Hiciste muy bien. —Devuelve la vista a la ventana, con la mandíbula apretada. Sigue lloviendo ahí fuera, aunque casi amaina—. Será mejor que vuelvas a tu habitación, Minúscula... Parece que la tormenta ha parado.

—¿Por qué?

Se gira bruscamente.

—¿Y por qué quedarte? No haces otra cosa que... complicarlo todo, y... —se interrumpe a sí mismo. Transcurre un tenso segundo en el que se pasa una mano nerviosa por el pelo. No me mira directamente, pues su cabeza gira hacia los lados, pero sus ojos me buscan—. Olvídalo. Solo vete, por favor.

—¿Qué es lo que complico? —Viendo que sus planes a corto plazo no incluyen prestarme atención, salto de la cama y lo tomo de la mandíbula. Cuando tengo sus ojos de vuelta sobre los míos, trago saliva y pongo de manifiesto lo que llevo queriendo decirle desde el día en que lo conocí—. Ayúdame a entender por qué te comportas así. Dime qué hay en tu cabeza. No puede ser tan horrible.

Su nuez de Adán tiembla al tragar copiosamente. Tiene la mandíbula a punto de explotar, y lo sé porque puedo sentir cómo aprieta los músculos bajo mis dedos. Su primera intención al mirarme de lleno parece ser atravesarme, la segunda, pedirme disculpas. Y la tercera, suplicar. Pero... ¿Qué suplica? ¿Qué?

Me coge de las muñecas para apartarme de él. Y habría gritado de pura desesperación si hubiera hecho ademán de alejarme del todo, pero por suerte se rinde justo a tiempo para evitarme un desmayo. Abre la boca varias veces antes de preguntar, finalmente:

—¿Quieres saber en qué pienso cuando te veo?

A pesar del tono cuidado que emplea, sé que tras esa voz engañosamente dulce se esconde un peligro. Así me lo dicen sus ojos oscurecidos.

—El problema es justamente que no pienso. No puedo pensar. —Niega con la cabeza. Me mira como si tuviera que aniquilarme y me necesitara al mismo tiempo—. Todo pensamiento razonable que pudiera tener se evapora. Desaparece. De pronto soy... una bestia primitiva que no suplica y me demanda y que... destroce hasta la última prenda de ropa que llevas puesta. Me exige que coja toda esa melena tuya, la encierre en un solo puño, y te bese hasta que llores porque no puedes más. Lamerte, chuparte, marcarte... —Alarga una mano y me coge del cuello, acariciándome con el pulgar la carótida—. Pienso en sentarte encima de mí, en tumbarme encima tuya, en abrirte de piernas y en ponerte de rodillas. Pienso en follarte como un animal sin cabeza ni corazón, en poseerte, en dominarte. Y cuando no te veo... es incluso peor. Porque en mi imaginación enferma desembocan todos los pecados del mundo, y te imagino gimiendo mi nombre una vez, y otra vez, y otra... Corriéndote entre mis brazos. Corriéndote para mí.

Por un momento soy incapaz de decir nada. No puedo tragar saliva puesto que mi boca carece de ella; no puedo parpadear, pues esos ojos me han terminado de hechizar del todo; no puedo dar un solo paso, incluso a pesar de haber estado retrocediendo conforme él avanzaba con su explicación.

Aunque sé que en mi intención de ir para atrás estaba implícito el miedo, reconozco que no lo siento y que mis ojos expresan cualquier cosa menos terror ante sus palabras. Él mismo lo sabe: si no, sus pupilas no se habrían dilatado de ese modo.

—¿Y por qué se supone que eso es horrible? —susurro.

Mi pecho sube y baja como si acabara de correr la maratón, y me alivia sentir bajo mis manos su corazón acelerado. Quiero gritar de puro gozo y liberar toda esta tensión a la que he estado siendo sometida tanto tiempo.

Él se siente igual. Maldita sea, se siente igual...

—Porque todo deseo estancado es un veneno, y el que se alimenta de deseos reprimidos finalmente se pudre —contesta con un hilo de voz. Da un último paso, aprisionándome contra la pared. Cierro los ojos y me dejo mecer en la marea de sensaciones en la que me sume cuando habla contra mi cuello—. Y no quiero que te pudras conmigo, porque cuando me quedo solo, vuelvo a pensar... y no sabes cuánto siento que te hayas fijado en mí justamente ahora.

Cuando vuelvo a abrirlos, me percato de que él me sigue observando con esos ojos que me clavaron en tierra desde la primera vez que parpadearon en mi dirección.

—Si vas a ser Alec d'Urberville —Levanto la barbilla y lo miro directa y fijamente, deseando expresar al pie de la letra que su obsesión no tiene nada que hacer al lado de la mía—, sé Alec d'Urberville con todo lo que conlleva, incluso si para eso me tienes que corromper.

Gael suelta todo el aire que había retenido, y entonces me doy cuenta de que no ha exagerado en absoluto. Abarca una de mis mejillas con la mano, deslizando suavemente las yemas de los dedos por la línea de mi mandíbula y mis labios.

—Si me desatas no hay vuelta atrás, Minúscula. ¿Me entiendes?

No necesito ni que termine de preguntármelo para asentir.

Continue Reading

You'll Also Like

127K 6.2K 28
Cuando Allison, una decoradora de interiores y Chris, un abogado, se encuentran esa noche en el bar jamás habrían pensado que terminarían unidos de p...
4.6M 246K 61
[Libro #3 de la serie amores verdaderos] Nota: Las cinco historias están relacionadas pero ninguna es secuela de la otra; no es necesario leerlas en...
12K 1K 46
Amelie Richard es una chica que vivió un pasado que la hizo buscar un nuevo comienzo, un lugar donde no conociera a nadie y donde nadie la señalara...
469K 41.2K 114
── 💐 ❪ elegance! ❫ ִֶָ˚⊹ ❛ a harry potter fanfiction ❜ ↳ ❛ ¡ 𝐀 𝐠𝐢𝐫𝐥 like me? What is a girl 𝐥𝐢𝐤𝐞 𝐦𝐞 ! ❜ 𓂅‧₊˚ ...