Mi mayor inspiración

By tontosinolees

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Una crítica malintencionada, una noche inolvidable en un discoteca y un acuerdo editorial entre enemigos. Así... More

PRÓLOGO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
CAPÍTULO 23
CAPÍTULO 24
CAPÍTULO 25
CAPÍTULO 26
CAPÍTULO 27
CAPÍTULO 28
CAPÍTULO 29
CAPÍTULO 30
CAPÍTULO 31
CAPÍTULO 32
CAPÍTULO 33
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS

CAPÍTULO 4

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By tontosinolees

Cuanto más planifique el hombre su proceder, más fácil le será a la casualidad encontrarlo.

Friedrich Dürrenmatt


—Muchas gracias, de verdad... Pero creo que está exagerando.

Llevo veinte minutos de reloj en la editorial donde trabaja Katia y próximamente me incorporaré yo misma. Y con esto quiero decir que han sido veinte minutos siendo el centro de atención, recibiendo elogiosas bienvenidas y numerosos apretones de manos.

Katia y Nina no podrían haber escogido mejor sitio donde trabajar. La gente es como ellas: simpática y cercana. Y eso por no hablar de que ninguno supera los cincuenta años, ya que Xavier Boynel heredó el negocio de su padre y lo reformó desde sus cimientos, contratando a recién graduados. Y no le ha ido mal, porque en cuestión de diez años, la editorial Vents d'hiver se ha convertido en un referente y, según observo, también una familia unida y cariñosa.

Las oficinas están situadas en una de las plantas de un edificio central donde se ubican otras muchas empresas. Clínicas de ortodoncia, bufés de abogados y asesoramiento comercial... Son impecables y están decoradas con una austeridad elegante que transmite confianza. El negocio firma y sella con un logo en azul marino y blanco roto; butacas, vanos de las ventanas y paredes van a juego con esas tonalidades, incluso los separadores de los libros. La zona está permanentemente iluminada: los ventanales salen del suelo y llegan al techo, dando la vista panorámica de un barrio bastante concurrido, y los despachos están separados por amplias cristaleras, de modo que el trabajo de los demás no es ningún misterio.

Al estar situada en la última planta, del edificio, se trata de un dúplex, con una tarima a dos alturas que favorece la construcción de pequeñas escalinatas para acceder a los despachos elevados, naturalmente ocupados por los tres personajes más importantes de la editorial: Xavier como jefe, Katia como co-editora y un tercero encargado de la distribución comercial de las obras y todo el trabajo gráfico. Marcel Gautier, si no recuerdo mal.

—¿Y bien? ¿Te ves trabajando con nosotros?

—Claro que sí. Me encanta el ambiente que hay por aquí.

—¡Genial! No tienes idea del bien que nos haces uniéndote a nosotros. En un rato pasaremos a firmar el contrato de la traducción, pero antes dime más o menos cómo prefieres que actuemos. ¿Quieres trabajar con el traductor y darle directrices, o confías en su criterio?

—Pues... La verdad es que me gustaría hablar con él antes de tomar una decisión —contesto, azorada—. No para ver si es de mi gusto o no, claro... Seguro que es muy bueno... Pero creo que debe haber una conexión entre el lector y el libro, y más todavía cuando el lector va a encargarse de traducir la novela.

—Sí, sí, te entiendo perfectamente. Entonces añadiremos una cláusula para dejar que tengas total potestad sobre la copia en castellano. ¿Qué te parece?

¿Que qué me parece, dice? Me parece que estoy viviendo un sueño y pronto sonará el despertador. Solo por curiosidad me pellizco el brazo. Y nada, no ocurre nada. Sigo delante del escritorio de Xavier, y Xavier continúa mirándome a la espera de otra respuesta. Katia no exageraba cuando decía que a una autora best seller con toda la vida por delante le tendrían en cuenta todos y cada uno de sus deseos.

—Me parece estupendo.

—¡Magnífico! —Da una palmada al aire, emocionado. Se pone de pie a trompicones y me acompaña a la salida—. Aún no tengo redactado el contrato, así que mientras termino de editarlo podrías reunirte con Katia para que te vaya enseñando las oficinas. Su despacho conecta con la del traductor, al que quizá te convendría conocer antes de nada. Es español de nacimiento y tiene raíces italianas, así que nos ha traducido bastantes manuscritos a los dos idiomas. Estudió en dos universidades, una en Madrid y otra aquí, en París, especializándose en filología francesa. También escribe en sus ratos libres, aunque hace unos años que dejó de querer que le publicásemos y... Bueno, que me voy por las ramas —ríe—. Que conste que te digo todo esto porque dudo que él se presente de esta manera. Es un hombre muy reservado y no le gusta hablar de sí mismo. ¡En fin! —Vuelve a dar otra palmada. Su entusiasmo es contagioso—. Katia te enseñará mi pequeño pedazo de cielo y te presentará al resto del equipo. En cuanto termine el contrato te llamaré, o te enviaré un correo, ¿de acuerdo?

Después de señalizar dónde puedo encontrar a Katia, se despide de mí con un par de simpáticos besos en la mejilla. Salgo de su despacho con la sensación de estar flotando envuelta en una nube de colores. Sigo sin creerme que haya conseguido consagrarme como una afamada autora en apenas un año y medio, y ni mucho menos que exista tanta gente dispuesta a ayudarme a continuar abriendo frentes para mi futuro.

Sin poder contener la sonrisa tonta, me planto en la oficina de Katia. Está hablando por teléfono con alguien, pero no parece importante porque cuelga en cuanto me ve. Se pone de pie, se sacude los pantalones de pinzas y me dedica una enorme sonrisa.

—¿Cómo se encuentra hoy, señorita escritora?

—Capaz de todo, señorita editora.

Katia me da un abrazo y, entre risas y bromas, me conduce al despacho próximo. Me presenta a dos hermanas gemelas, Liv y Marian, que trabajan como agentes literarias, leyendo los manuscritos que llegan vía e-mail.

—Es una locura —había resoplado Liv, lanzando una mirada desesperada al ordenador—. Me encanta mi trabajo, pero es un poco exasperante, porque no puedes ni imaginarte la de novelas que nos llegan al día. Menos mal que nos ayudamos unos a otros y podemos repartirnos el trabajo.

Después de presentarme a unos cuantos más e indicarme el lugar donde trabajaría si decidiera anotarme como editora o agente de Vents d'hiver, Katia y yo nos dirigimos al ascensor. Ya ha terminado la jornada y quiere sentarse a desayunar conmigo para hablar de lo sucedido con Angelart, entre otras muchas cosas. Otras muchas cosas que no tienen nada de interesante frente a esa palabra en castellano que decidí guardarme en el bolsillo.

Adrienne admitió que habría hecho añicos el cuaderno en sus narices para hacerle ver por dónde podía meterse su bonito comentario, pero a mí me resultó imposible. El asombro, la curiosidad y quizá la posibilidad de que pudiera servirme más adelante para quién sabía qué, me animaron a arrancar la hoja y llevarla conmigo a todas partes. Adrienne se había estado metiendo conmigo por eso. En primer lugar, por interesarme de nuevo por Angelart. En segundo lugar, por preocuparme de descifrar a qué podría referirse. Y en tercer lugar, por cargar con el papelito como si fuese un talismán.

Adrienne no le daba más vueltas que yo, porque eso habría sido imposible. Me había pasado los últimos días de trabajo en la floristería girando el papel marcado por las dobleces en actitud curiosa, preguntándome en qué estaría pensando cuando garabateó aquello con su impecable caligrafía.

—Se nota que eres escritora —anuncia Katia, después de escuchar toda la historia al respecto. Llama al ascensor con una sonrisa divertida—. Una persona normal no estaría inventando historias alrededor de una tonta palabra. Ni siquiera sabes si es la libreta que llevó a...

—Sí que lo es —insisto—. Sé lo que vi, y era esta. A no ser que tenga una exactamente igual... Y lo dudo bastante, porque se notaba que la había comprado para hacer el paripé en la presentación.

—Pues no sé por qué le das tantas vueltas igualmente. No es nada romántico. De hecho, a mí me da mal rollo. Imagina... Es un matón desquiciado al que le encanta sacarte de tus casillas y ridiculizarte. ¿A qué demonios vendría que después de discutir pusiera un halago sobre ti? Sé que los escritores soléis estar tarados de la cabeza, pero ese comportamiento no sería propio de un excéntrico, sino de un enfermo mental. ¿No te has planteado que pueda padecer trastorno de personalidad múltiple?

—Jacqueline dice que seguramente tenga problemas de autoestima —contesto, dubitativa. Vuelvo a presionar el botón, impaciente—. Según ella, Angelart se quiere tan poco que tiene que recurrir a hundir a los demás para salir a flote. Y también tiene una segunda teoría.

El sonido de la campanita del ascensor anuncia mi salvación.

—Ilumíname.

—Dice que podría haberle gustado desde el primer momento, pero al saber que no podría tenerme por vete tú a saber las razones, decidió tratarme mal. Así podría resarcirse a sí mismo por la impotencia de...

Pierdo el hilo de las palabras cuando doy un paso al frente para entrar en el cubículo e impacto frontalmente con el tipo que salía. Logro establecerme a tiempo dando un paso atrás, peinándome el flequillo nerviosamente y balbuceando una disculpa por haberle embestido.

El hombre en cuestión lleva un fino jersey azul a juego con el tormento marino de sus ojos, unas gafas de vista colgando del escote y el pelo oscuro recogido en una coleta que tiene más de informal que de eficiente. Atrapado en una de las orejas lleva un lápiz, y en el costado, buen taco de hojas de apuntes.

Intento disimular el escalofrío y reemplazarlo por esa indiferencia suya que tanto admiro.

Muy, muy en el fondo. En el subsuelo.

—¿Qué haces tú aquí?

Angelart alza las cejas sin ninguna emoción. ¿De qué me extraño? Lleva desde que nos conocimos siendo un bloque de hielo, no es como si cruzarse conmigo de nuevo fuera a resultarle sorprendente.

Pero que no le parezca asombroso no quita que no manifieste otra sensación. El rubor me hace cosquillas en las mejillas cuando comprendo hay un brillo de risa contenida en sus ojos.

Genial, se está riendo de mí. Muy probablemente porque ha escuchado lo que contaba sobre él.

—Trabajo aquí —contesta solamente, sin despegar sus ojos de los míos. Quizá buscando medir mi reacción...

Y, ¿cómo voy a reaccionar? ¿Cómo quiere que lo haga? Estoy a punto de desmayarme por la impresión. De entre todas las editoriales, toda la población parisina y concretamente todos los hombres, él tenía que haber ido a parar aquí... Conmigo.

Es para troncharse.

—La señorita Viel, si no me equivoco —comenta él desenfadado, tendiéndome la mano—. Estaba deseando conocerla. Soy un gran admirador de su obra.

Su tono inocente me deja patidifusa, y que pretenda presentarse otra vez, más aún. ¿Cuántas veces nos hemos conocido ya? ¿Qué nombre va a utilizar ahora? ¿Querrá ser mi amigo en esta ocasión, después de despacharme a gusto dos veces como Angelart y una como el señor Romano, o querrá seguir siendo mi rival?

—No me diga —contesto, sarcástica. Le estrecho la mano con dureza, pero obviamente no le hago ningún daño—. Seguro que usted es de los que han estado montando guardia en la puerta esperando mi entrada.

No sonríe, pero sus ojos centellean, y eso hace que no me quepa duda. Se está partiendo de la risa. Se está desternillando en secreto a mi costa.

Carraspeo para añadir algo más, pero Angelart acaba con esa posibilidad inclinándose sobre mí. Retira el contacto de nuestras manos con suavidad, y se presenta de una manera más cercana, depositando un beso en cada una de mis mejillas. Y no son besos como los de Xavier, que aunque los da sonoros y con el objetivo de encantar no tienen ninguna finalidad: los de Angelart son besos con un propósito. Besos lentos, que encuentran su lugar casi en las comisuras de mis labios; besos destinados a atormentarme durante el resto del día, quizá durante el resto de la semana.

El tiempo parece detenerse, dejando a mi corazón aleteando furiosamente entre la lentitud de sus gestos.

—Será un placer trabajar con usted, señorita Viel.

Tras lanzarme una última mirada penetrante, pasa por mi lado haciéndome muy consciente de su presencia física y su olor corporal, y recorre el pasillo en dirección a la oficina de Xavier con aire despreocupado. Y yo, siendo fiel a la opinión sobre masoquismo que Non tiene de mí, giro sobre mis talones para no perderme detalles de cómo camina lenta y tranquilamente.

El azar vuelve a invitar a salir a mi mala suerte cuando él echa una mirada por encima de su hombro para cerciorarse de que, en efecto, lo estoy persiguiendo con la mirada.

Entonces sí lo hace: sonríe. Esboza una sonrisa de medio lado que estira una de las comisuras de sus labios. Un gesto que no entiendo, que no sé si me declara abiertamente la guerra y adjunta sin tapujos que disfrutará mi destrucción, o si intenta convencerme de enterrar el hacha. Lo único de lo que estoy segura es que me ha clavado en el suelo, como el palo de un polo en la arena de la playa... en medio del verano más delirante que jamás he vivido.

***

—¡No puedo soportarlo más! —exclama Katia, golpeando la mesa de la cafetería y mirándome con los ojos como bolillas—. Dime de qué lo conoces.

¿En qué momento se ha convertido mi relación con Angelart en un viaje a Disneyland París?

Aguanto un suspiro de tantos que me han estado aguijoneando en la última hora y compongo mi mejor expresión serena. Y ahora, ¿qué me invento? ¿Realmente tengo que inventarme algo? Porque tarde o temprano se acabará enterando. Katia es la única que no ha vuelto a ver el programa en el que Angelart intenta dejarme en ridículo, lo que quiere decir que de todas mis amigas es la que falta por averiguar cuál es el careto del crítico. Y está bastante feo por mi parte lo de no decirle la verdad cuando todas la saben, pero es que preferiría no recordar nada relacionado con él.

No al menos mientras desayuno, que ya bastante amargo está el café. Aunque no esté tomando café.

—¿A quién?

—No te hagas la tonta. Ya sabes a quién me refiero.

—Ah, ya... Lo conozco de por ahí.

—No, no, Lucille Viel. No conoces «de por ahí» a un tío al que cuando ves por poco le sacas las garras. Te faltó un segundo más para gruñirle en la cara, y eso significa que tenéis una historieta interesante detrás. ¿Por qué no me la cuentas? ¿Por qué, eh? Venga, por favor... No me digas que es ese misterioso novio que te echaste en tu pueblo y con el que te distanciaste porque se vino a París a vivir.

—Pues claro que no es André — repongo, algo mosqueada al acordarme de él—. Y no nos distanciamos, es que me puso los cuernos.

—¿Entonces? ¿Qué pasa? ¿Por qué es un secreto?

Se me pasa por la cabeza desmantelar todo el chiringuito de misterios que se ha montado el crítico, pero es una idea que descarto al instante. No por compasión o piedad — puesto que no se la merece—, sino porque podría llegar a denunciarme por el robo, el allanamiento y quizá la revelación de su identidad. Y aunque estar en la cárcel un tiempecito podría resultar inspirador para escribir alguna innovadora novela negra, preferiría no vivir la experiencia. Me costó mucho superar el trauma de la comida de comedor para tener que aprender a alimentarme a lo que sea que sirven a los presos.

—¿No es hora de volver al trabajo?

Antes de que Katia pueda colgarse de mí para obligarme a soltar prenda, agarro la bandolera y salgo escopeteada hacia el edificio. Pulso el botón del ascensor y lanzo una mirada por encima de mi hombro, comprobando que no llegará a tiempo para amenazarme con el pintalabios. Afortunadamente, las puertas de éste se cierran antes de que Katia entre.

Suspiro profundamente y cierro los ojos un momento, cansada de tener que guardar secretos. No creo que pueda ocultarle a Katia la verdad por mucho tiempo. Es una de esas chicas que siempre consiguen lo que quieren, ya sea con esfuerzo y sudor o con una sonrisa bonita. Y yo soy muy fácil de conmover, así que con que me coja las manos y haga uno de esos legendarios pucheros que perfectamente podría patentar, seguro que me tendrá en la palma de su mano.

—¡Lucille, aquí estás! —exclama Xavier, abriendo los brazos en cuanto salgo del ascensor—. Iba a ir ahora a buscarte, por si te habías perdido. Esto es muy grande. Sabes dónde está la oficina del traductor, ¿verdad? —Asiento con una sonrisa—. Vale. Entonces a lo tuyo... Si necesitas cualquier cosa, solo llámame, ¿de acuerdo?

Muy agradecida y preparada para concentrarme en la traducción, me despido y dirijo a la oficina en cuestión.

Nunca voy a dejar de sorprenderme de lo luminoso que es todo: París no es una ciudad extremadamente clara, sobre todo cuando aún no ha llegado la primavera y abundan los días nublados, pero la editorial sabe aprovechar la escasa iluminación del cielo para usar la electricidad lo menos posible, teniendo una estricta y admirable política comprometida con el medioambiente.

Pero hay un despacho cerrado, sin cristaleras, situado en la parte de arriba, que acentúa mi curiosidad. Empujo la puerta, y cuando me acuerdo de que hay que tocar antes de entrar, vuelvo a esconderme detrás. Una suerte lo de no recibir respuesta, porque eso significa que no hay nadie.

O que no debería haber nadie, porque sí que lo hay.

Angelart está sentado detrás del escritorio con las gafas puestas, el pelo algo revuelto y una serie de papeles impresos en la mano. Los estudia pasándose el dedo pulgar por el labio inferior, tan metido en su lectura que frunce el ceño sin querer.

Antes de que pueda pensar en un saludo ingenioso con el que dejarlo en ridículo, él levanta los ojos del manuscrito y los clava en los míos.

«Si la respiración torácica no funciona, ve a por el diafragma».

—Vengo a hablar con el traductor —me apresuro a explicar—. No es que quiera estar en tu compañía ni nada de eso. Y he tocado a la puerta, pero no me has escuchado.

—No te esperaba hasta mañana, pero se ve que tienes la manía de presentarse siempre cuando uno menos se lo imagina.

Mi cerebro sufre un cortocircuito.

—¿Qué? ¿Tú eres el traductor?

—¿Decepcionada?

Eh... ¿Obvio?

¿De verdad tiene la poca vergüenza de preguntarlo? Supondría que se trata una especie de broma para rebajar tensiones, pero no está sonriendo para menguar el efecto de sus palabras, además de que no creo que tenga idea de cómo ser ingeniosamente divertido.

—No estoy decepcionada —asevero, en tono áspero—. Estoy sorprendida de que pienses que de verdad voy a trabajar contigo.

Aunque me produce un placer inconmensurable lograr que su semblante mude de la desdeñosa desidia al ligero asombro, me duele decirlo en voz alta. Porque rechazar a Angelart puede significar rechazar otra oportunidad de triunfar. Pero en la vida uno tiene que saber elegir y apechugar con las consecuencias de dicha elección. Es triste renunciar a una vertiente de mi sueño, pero si es por el precio de mantener intacto mi orgullo femenino, podría valer.

—¿Y por qué no?

—¿De verdad te toma por sorpresa? ¿Te estás riendo de mí? No me digas que voy a tener que enumerarte las razones.

Angelart se pone de pie, ridiculizando mi discurso cinco veces al sacarme una cabeza. A veces pienso que mi madre me parió con veinte centímetros menos como venganza por haber nacido por cesárea, dejándole una cicatriz considerablemente grande en su envidiable vientre plano. Y otras solo pienso que la culpa de que pierda la razón en todos los argumentos es que ni impongo físicamente, ni tampoco tengo el descaro suficiente. Eso a él le sobra, aunque no creo que sea necesario remarcarlo.

—No sabes cómo trabajo para decidir que no quieres que forme parte del proyecto. Deberías ver otros libros que he publicado para decidir, y no...

—Vale, vale, vale... —Sacudo las manos y la cabeza, cortándolo—. Ahora resulta que me he vuelto loca y estoy confundiendo a mi traductor con Angelart... O a lo mejor eres su hermano gemelo perdido —ironizo—. ¿Eres bipolar, Romano? Porque no le encuentro otra explicación a que te comportes como si no tuviese razones para quererte muy lejos de mí.

Él parpadea lentamente.

—Claro que soy Angelart. Y claro que no tienes razones para quererme lejos.

Ahora soy yo la que parpadea, a caballo entre la incredulidad y la ofensa.

—¿Que no tengo razones para...? ¡¿Que no tengo razones?!

—No grites. No hay necesidad.

—¡¿Cómo que no hay necesidad?!¡Hundiste mi vida! ¿Cómo te atreves a insinuar que todo podría estar bien entre nosotros, que podría venir aquí todos los días para verte, y que...?

—Puedo entender que no quieras ser mi amiga, pero que te niegues a trabajar con la editorial porque tendrás que discutir conmigo tres detalles un par de veces a la semana es cosa de ser una infantil.

—¡Y me sigues insultando! ¡Muy propio de ti! —jadeo, retrocediendo—. ¡Pues claro que no quiero hablar contigo! ¡No quiero ni verte!

—Pues eso será ahora, porque nos conocimos justamente porque manifestaste un gran interés en citarte conmigo. —Su indolencia me hace rabiar más aún—. No te lo voy a volver a repetir, Lucille. Entre otras cosas porque ahora no estoy en la piel de Angelart...

—¿Que no estás en la piel de Angelart? ¿Qué pasa? ¿Ahora es un papel que te has creado?

—Claro que es un papel que me he creado. Como ves, vivo otra vida. —Señala con un amplio movimiento todo el despacho—. Tengo una familia y un empleo estable. ¿Piensas que me dedico expresamente a criticar libros que acaban de saltar a la fama o a escritores amateurs?

Su ceja cada vez más alzada me hace sentir estúpida.

—¿Me tiene que consolar que lo que me hundiera fuera tu lado oscuro en lugar de tú mismo? Eso suponiendo que me digas que Angelart es todo lo opuesto a ti, claro, lo cual me importa un comino porque resulta que...

—No. Claro que somos lo mismo. Angelart es el que habla, pero yo pienso igual que él. De todas maneras ya he empezado a sentir curiosidad por tu discurso. ¿Me quieres explicar de una maldita vez, Lucille Viel, cuál es tu gran trauma por las críticas que te he hecho? Viniste a mí y te di lo que pediste. No es ningún misterio, ni lo ha sido nunca, que hay que tener buen estómago para buscarme, y que ningún escritor en su sano juicio me ha enviado nunca su novela. Te traté con el debido respeto, que no a tu obra, lo admito: me parecía mala y así lo expresé. ¿Y qué hiciste tú, a modo de venganza? Redactar un libro en el que criticas todos mis defectos, los que tengo y los que te inventaste para darme un aire de villano indefendible. Que conste que no me ofende la burla internacional, porque lo creas o no, hay especulaciones sobre la relación directa entre tu libro y mi seudónimo... Pero que no sepas encajar la opinión de una persona entre tantas y por eso tengas comportamientos inmaduros o rechaces una oportunidad como esta, me parece que dice más de ti que de mí.

—No vas a convencerme de que soy la mala de la película. Y nadie habría sabido que criticaba a Angelart en El precio del talento si no hubieras aparecido en mi presentación a meter cizaña.

—No intento convencerte de nada y no eres la mala de la película. Tengo culpa de haberte hecho daño porque fui el que dijo las palabras que te hirieron, pero tienes que dejar de actuar como si mi único deseo hubiera sido hundirte desde el principio. Es mi trabajo, es mi página web, eran unas reglas que ignoraste. No te conocía y no me importaban tus sentimientos, solo tu obra. ¿Quieres que me disculpe por darte una opinión que quisiste? No vas a tenerla, Lucille. Creo que somos mayores y maduros, y deberíamos comportarnos como tal.

—Me importa un comino que lo que digas tiene sentido —balbuceo, empujándolo por el pecho para alejarlo de mí. Él me coge de las muñecas, evitando que se me ocurra repetir el movimiento—. Y me da igual que fuera yo la que se hiciera ilusiones respecto a tus buenas críticas. Nunca me vas a caer bien, y prefiero no volver a verte nunca más.

Lo que habría quedado bien, habría sido darme la vuelta y desaparecer del despacho con los aires de la reina de Saba. La escena habría sido digna de una película antigua: de esas en las que las protagonistas llevan a cabo movimientos exagerados, se arrojan al suelo al llorar o dan portazos que resuenan en los Alpes suizos. Pero no puedo hacerlo, porque mis ojos acaban de echar el ancla en las facciones de Angelart.

Se ha quedado en silencio y me mira sin dejarse nada. Sigue siendo inexpresivo, porque ni las cejas se mueven de su frente ni su boca se frunce de ningún modo. Sin embargo, hay algo en sus ojos que siempre dice algo. Su mirada habla y confiesa todo lo que sospecho que sus labios jamás admitirán, y no es precisamente una disculpa o un sentimiento compasivo. Tengo el presentimiento de que no es de esos que se solidarizan con los más sufridos, sino de los que odian a los victimistas. Y quizá por eso no he notado que sufre, porque le avergüenza.

Pero ahora lo veo. Veo en los ojos de Angelart la pugna por el poder entre las lágrimas y la indiferencia, y aunque siempre he visto ganar a la segunda, es cierto que algo de desesperación se le acaba escapando entre cada parpadeo. Jacqueline debe estar en lo cierto: no es una persona feliz, y eso le lleva a hacer daño a los demás. O a lo mejor simplemente es así. No sería el primer individuo que conozco cuya sinceridad resulta matadora.

Al final rompe el silencio.

—Puedes hacer lo que quieras, Lucille. Pero creo que estarías cometiendo un error si renunciaras a esta oportunidad por mí.

Doy un paso atrás, consciente de que ya no tiene sentido estar de puntillas y con el puño cerrado en su jersey. Hago una mueca y agacho la cabeza un momento. Necesito pensar... O quizá no: tal vez deba seguir mi instinto por una vez en mi vida. Como aquel día en el que decidí que era buena idea enrollarme con un tío en una discoteca. No me arrepentí entonces. ¿Por qué ahora sí?

Pues porque es Angelart. Justamente por eso.

—Eres cruel.

—No estoy orgulloso de que así sea, pero no te lo voy a negar.

—Y me odias —añado—. Escribí un libro insultándote.

—Y a mí me va a tocar traducirlo —me recuerda—. Créeme, podré con ello.

—Nunca vas a andarte con paños calientes conmigo.

—No está en mi naturaleza, aunque podría... esforzarme.

Ahora que parece abierto a responder todas mis preguntas, podría preguntarle si es familiar directo de Clark Kent —son clavaditos—, qué champú utiliza para que sea irresistible la idea de tocarle el pelo o, ya puestos, a qué vino escribir aquella palabra en su libreta tras nuestra discusión.

Pero no le pregunto nada de eso... por ahora.

—¿Tendré que madrugar?

Angelart esboza una sonrisa tan minúscula que no me cuesta imaginar cómo fue de niño.

—Trabajaremos a la hora que quieras. Si prefieres que sea por la noche, así será.

Asiento y aparto la mirada, como si de repente fuera más interesante el papel de pared del despacho que su cara de mártir. Aunque da igual que tenga los ojos puestos a un ángulo de noventa grados de su posición: mi visión periférica percibe que avanza en mi dirección, acelerándome de nuevo el corazón.

—Entonces... —Elevo la mirada tímidamente—. ¿Hemos enterrado el hacha de guerra? ¿Así de fácil?

—¿Por qué? ¿Se supone que debería ser difícil?

—Imagino que no —murmuro, encogiendo un hombro—. Del odio al amor hay solo un paso, así que del odio a la tolerancia habrá una conversación. Simplemente me habría gustado... —Me habría gustado que no hubiera sido tan sencillo—. Olvídalo, pero no pienses ni por un segundo que voy a ponértelo fácil.

Él cabecea con esa galantería que le hace parecer un caballero de hace siglos, y es entonces cuando me pregunto a dónde diablos me dirijo.

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