Mi mayor inspiración

tontosinolees által

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Una crítica malintencionada, una noche inolvidable en un discoteca y un acuerdo editorial entre enemigos. Así... Több

PRÓLOGO
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
CAPÍTULO 23
CAPÍTULO 24
CAPÍTULO 25
CAPÍTULO 26
CAPÍTULO 27
CAPÍTULO 28
CAPÍTULO 29
CAPÍTULO 30
CAPÍTULO 31
CAPÍTULO 32
CAPÍTULO 33
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS

CAPÍTULO 1

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tontosinolees által

El destino no reina sin la complicidad secreta del instinto y de la voluntad.

Giovanni Papini


—¡Por Lucille Viel!

Esa ha sido Jacqueline, que se tambalea incluso desde el asiento al levantar un tembloroso brazo en actitud festiva. Todo lo que tiene de inocente se va a freír pimientos cuando le ponen una indeclinable cantidad de alcohol delante. Pero no es la única, solo la más afectada. El champagne del restaurante ha sido tentación suficiente para empujarnos a un pub parisino a terminar lo empezado, esta vez con algo menos elegante y, definitivamente, mucho más fuerte.

—¡Por la escritora Lucille Viel! —corrige Adrienne, levantando las cejas varias veces y esbozando una sonrisa lobuna. Aúpa su brazo también, chocando el borde de su vaso con el de las demás—. ¡Y por el protagonista de la obra, Angel d'Accart!

—¡Y por el cerdo de Angelart, también! —culmina Nina.

La risa generalizada da el brindis por concluido.

Viéndome con las mejillas arreboladas, doblada de la risa y las tremendas ganas de salir a mover el esqueleto, nadie se atrevería a decir que he tardado dos dolorosos años en llegar al punto en el que me encuentro actualmente: ese en el que celebro a viva voz que soy una de las escritoras best seller del momento.

Las rupturas son en extremo dolorosas, y sufrí una de las peores al desprenderme de mi pasión por la escritura durante los meses que siguieron a mi fatídico encuentro con Angelart. Tal y como Adrienne predijo en su momento, aquel tipo consiguió aplastar mis esperanzas y llevarse consigo buena parte de mi inspiración. Lo que sentí que procedía tras marcharme del edificio dando un portazo, fue abandonar mi estúpido y utópico triunfo, echar el portátil a la chimenea y buscarme un empleo que atentase contra los derechos humanos para no tener ni un instante para pensar en mis miserias. En ese orden. Y lo hice: pasé olímpicamente de escribir, ignoré las miraditas cargadas de rencor que me lanzaba mi ordenador desde el escritorio y empecé a trabajar en la floristería más famosa de París. No todo fue malo... De hecho, nada fue malo, porque gracias a eso conocí a Jacqueline, quien precisamente me alentó a no dejar que nadie me pasara por encima y hasta que no me pilló aporreando las teclas de su ordenador de mesa no dejó sus discursos motivacionales. Ella no fue la única, por supuesto: Adrienne —mi mejor amiga— y Nina también tuvieron un papel relevante en la búsqueda de la antigua y risueña Lucille. Esta última especialmente, porque además de ser mi primera amiga en París, fundó el club anti-Angelart para mostrarme su apoyo y se ocupó expresamente de encontrarme una agente literaria que póstumamente me catapultaría a la fama en la mejor editorial francesa: Vents d'hiver.

En el momento en que conseguí que dicha empresa se interesara por mi nueva obra, dejé de pensar en Angelart. Al menos continuamente. Dejé de recordarle con temor, impotencia y desprecio. No lo he perdonado y no lo haré jamás, y ya puede amenazar con inmolarse para obtener mi perdón, pero prefería no envenenar mi paso por el mundo recordando que existían individuos indeseables y que tuve la mala suerte de dar con el peor de todos. Dejé de llorar y lamentarme a partir de cierto punto, y desde entonces, todo fue hacia arriba. Todo va hacia arriba. Conseguí publicar a lo grande hace un año, y en menos de lo que dura un embarazo, Internet estuvo atestado a reseñas sobre él, en todos los rincones literarios físicos se mencionaba al menos un par de veces como diamante en bruto y, hoy día, se está especulando sobre la posibilidad de rodar una serie basada en el argumento. Nunca, ni en mis más locos sueños —y menos después del desastre Angelart— pude haber imaginado que llegaría a tener tanta repercusión.

Pero no estamos celebrando que acabo de darle en las narices a Angelart con mi éxito rotundo, sino que dentro de unos días, la editorial va a trabajar en la traducción al castellano de la novela. Y solo unos meses después, haré una presentación formal en la capital española. Por no mencionar que gracias a la competencia de mi magnífica editora y amiga, Katia Cavellier, en unos días iré a mi primera firma y entrevista al público en la librería central de la ciudad.

—¿Qué harás si Angelart se presenta a la entrevista? —pregunta Jacques.

—Dudo que lo haga. Angelart no es nadie, solo un pseudo-hombre anónimo y sin rostro que se escuda en un despliegue de vilipendio sin precedentes para ocultar sus vacíos existenciales. —De acuerdo, puede ser que no lo haya superado del todo. Pero tenéis que ser indulgentes conmigo, ¿vale?, nunca me habían tratado tan mal—. No creo que vaya a tirar por la borda años de tapadera solo para quedar por encima de mí en directo.

—No tendría que presentarse como Angelart. Con su nombre real bastaría —señala Adrienne—. Nadie sospecharía.

—Pero, ¿qué importa? — Nina me pasa un brazo por los hombros—. No creo que nadie se ponga a buscarlo entre la multitud cuando estás tú subida en el estrado. Toda la atención caerá sobre ti, y solamente sobre ti, preciosa. ¿Qué te parece eso?

—Me intimida un poco. No sé si seré capaz de guardar la compostura —admito, evitando mencionar que la última vez que tuve que hablar en público estuve a punto de vomitar la primera papilla—. Aunque me hace mucha ilusión, también me da miedo. Si lo hago mal, si me pongo nerviosa y tartamudeo...

—Si lo haces mal, le harás caso a Katia y te dedicarás enteramente a escribir y a poner en sus manos todo lo que se te vaya ocurriendo. Ya sabes que nada le haría más ilusión que tenerte en la oficina siendo tu editora oficial.

Katia es de esas personas a las que prácticamente todo lo que tiene que ver con el éxito, el dinero y el reconocimiento público le entusiasma. No por eso es superficial o la típica pérfida de uñas afiladas que colabora conmigo con ánimo de lucro: ella realmente creyó en mí desde el primer momento. Era y sigue siendo mi animadora personal. Nunca se lo voy a agradecer lo suficiente. Ella y su perseverancia, el amor por los que le rodean y la pasión por su trabajo han sido imprescindibles a la hora de posicionarme en el mundo literario.

—Kat ya sabe que tiene mi afirmativa —le recuerdo—. De hecho, sabe que en caso de dejar la escritura de lado, planeo trabajar como agente literaria y echar un vistazo a los trabajos de quienes estuvieron en mi misma posición.

Si algo he aprendido, es que de todo lo malo se saca algo bueno. En su momento se me hizo impensable que Angelart hubiera podido darme una lección positiva, pero ahora admito saber tratar a los artistas noveles con respeto basándome en mi penosa experiencia. Siempre que se me ha pedido opinión, he sido lo más honesta posible sin rozar en ningún momento la crueldad.

—En ese caso hemos triunfado y no hay más que hablar —exclama Nina, poniéndose de pie y sacándose la chaqueta de un movimiento sexy—. ¡Vamos a mover el esqueleto!

Sin soltar el vaso y llevándomelo a los labios cuando estoy segura de que Nina no va a intentar hacerme reír, dejo que Jacqueline me conduzca al centro de la pista. No soy una fanática de las canciones movidas —me van más las baladas lacrimógenas de Garou, o el rythmin and blues de Indila—, pero cuando llevas unas cuantas copas, creedme... Lo último con lo que te puedes ofender es con el electrolatino de la discoteca.

—¡Qué mal bailas, tía! — Nina se echa a reír mientras me abraza. La veo entornar los ojos y ponerse la mano a modo de visera con un gesto dramático—. ¿Esa no es Katia?

Hago el esfuerzo de parpadear para retener la imagen y me concentro en la tarima de la pista, donde la esbelta figura de mi editora se menea con una desenvoltura a la que mis taladradas caderas jamás se les ocurriría aspirar.

—¿Está con un tío? —balbuceo—. ¿O es una tía?

—¡Es un tío! —determina Nina—. ¡Un baboso, además!

—Parece que le gusta... —murmura Jacques.

—¿Tú crees? Porque me viene de perlas para darle un escarmiento. — Nina se frota las manos—. La última vez me jodió una cita, y la menda perdona... pero no olvida.

Jacqueline, Adrienne y yo intercambiamos una mirada cómplice antes de suspirar, conscientes de que el espectáculo que está a punto de sucederse no podríamos habérnoslo imaginado. La morena separa a los dos bailarines de un movimiento brusco y se queda mirando a Katia profundamente mosqueada, o al menos eso creo distinguir. Empiezan a pegarse voces y a hacer aspavientos bajo la confusa mirada del tipo, que no sabe si marcharse o seguir luchando por su presa de la noche.

—¿Kat se está enfadando?

Jacqueline me responde negando con la cabeza. O a lo mejor simplemente está tan borracha que le pesa demasiado para mantener el equilibrio cervical. Sí... Votaría por lo segundo.

—El que se va a enfadar es Claude —gimotea, agarrándose a mis hombros—. No le gusta que me coja estos... estos... pedorros...

—Y a ti te encanta cogértelos, así que va a tener que jorobarse un rato —declara Adrienne—. ¡Que vivan las mujeres libres!

—¡Que vivan! ¡Hurra!

Cuando Nina baja de la tarima con Katia de la mano, todas nos echamos a reír y batimos las palmas como locas. Ha sido la mejor representación de la novia celosa que veré en toda mi vida, y eso es porque Nina tiene dotes de actriz. Es a lo que lucha por dedicarse mientras «pierde el tiempo» —sus palabras, no las mías— trabajando para una empresa de diseño gráfico.

—¡No tenías ningún derecho a hacer eso! —grita Katia, mirando a Nina con rencor—. ¡Ese tío me gustaba!

—Y a mí también me gustaba Dafne, y fuiste una gilipollas. Donde las dan las toman, guapa.

Antes de que se agarren de las coletas —no sería ni la primera ni la última vez; las dos tienen temperamentos demasiado fuertes—, me adelanto para darle un abrazo a la última de mis amigas; la que cierra el dado de cinco con el que me junto desde que me mudé.

—¿Qué haces aquí? ¿No tenías que trabajar?

—Pues sí, pero entre la semana pasada y esta hemos cerrado contrato contigo y con otro gran escritor, y hemos decidido a última hora salir a celebrarlo. ¿Quieres saludar a Xavier? La editorial al completo está brindando por ti en el palco de la segunda planta.

Doy una vuelta sobre mí misma para ubicar al equipo, y de repente noto un retortijón en el estómago. Oh, oh... ¡Cómo no! Cuando lo estoy pasando bien, tiene que venir el alcohol a darme problemas.

—Eso por pasarte con el champagne —señala Adrienne, que ya está viéndose venir el coma etílico. Y me ve venir, entre otras cosas, porque es la que me ha tenido que agarrar el pelo mientras vomitaba en el váter de casa.

A Nina no le va eso de soportarme cuando estoy borracha, y las otras tres suelen ir peor que yo, lo que se resume en que a Adrienne le toca hacer de mamá temporal durante nuestras legendarias cogorzas.

No le respondo verbalmente, sino que saco la lengua y voy trazando una ese perfecta en mi camino hacia los servicios, que para no variar, tienen que estar ocupados y cerrados con pestillo. Soy bastante impaciente, y si sumas eso a que paso diez minutos esperando y estoy a punto de echar a perder el glamour del vestido de lunares por una evacuación de emergencia, acabo apartando a un lado la educación y aporreando la puerta.

—¡Eh! ¡Sé lo que estáis haciendo ahí dentro, y dejad que os diga que para eso ya está el coche, o un callejón, o vuestra propia casa! ¡Dejad los baños para que los demás podamos...!

—¡Cállate y vete a golpear otra cosa, gilipollas! —responde una voz masculina entrecortada, confirmando mis sospechas.

¡Pues claro que se están dando el lote! Y ahora, ¿qué? ¿Se supone que soy yo la que tiene que ir a orinar a un callejón, a un coche o a su propia casa?

Como no tengo la cabeza para elaborar una réplica ingeniosa, acepto mi derrota y arrastro mis desgraciados huesos al baño de al lado; ese en el que nadie hace cola, nadie sale por el plazo de cinco minutos y, en general, nadie puede testificar en mi contra si deciden llevarme a juicio por colarme en el servicio de caballeros. Aún no me conocéis y ya me habéis visto entrar en dos lugares a los que no pertenezco, pero os puedo asegurar que por norma general suelo cumplir las reglas.

Así pues, aferrándome al pretexto de que un monigote sin falda no es suficientemente gráfico para impedirme poner mi trasero en uno de los cubículos, entro y me encierro en busca de la liberación. Las luces fluorescentes del baño me deslumbran un momento y tengo que apoyarme la cabeza en las manos para evitar que se me caiga del cuello.

No voy a beber más... Evangelio según San Mentirosa.

En cuanto salgo, me aliso la falda e intercambio una rápida mirada con el espejo. Horror. Tengo el pintalabios corrido hasta la barbilla, y aunque la línea del párpado sigue en su sitio, la del lagrimal ha conseguido emborronarse hasta hacerme parecer una adicta a la heroína. Por suerte no tengo el pelo demasiado inflado. Gracias a mi madre, nací con una melena no muy fácil de peinar pero que sabe mantenerse en posición vertical una noche loca. Lo mismo pasa con el flequillo recto, aunque lo lleve un poco húmedo por el sudor.

Me recoloco el escote del encantador vestido con vuelo que me compré a los diecisiete años. No es lo más apropiado para el guateque del siglo en un pub-discoteca al que en un noventa por ciento de las ocasiones acudes para pillar cacho, pero, ¿qué iba a saber yo? Pensaba que nos contentaríamos con celebrar mis éxitos con unos espaguetis carbonara y viendo una recopilación de las mejores actuaciones de Abba en YouTube.

Tonta de mí. Ya debería haber imaginado que mis amigas no se quedarían a medias.

Suspirando melancólicamente, cojo un trozo de papel, lo empapo bajo el chorro de agua y me lo paso por las zonas de piel en las que no debería haber maquillaje. ¿Cómo demonios ha llegado pintalabios a mi escote? ¿En qué momento me habrán dado un beso en el esternón?

Una vez vuelvo a estar presentable, o al menos decente, o como mínimo relativamente pasable, le dedico una sonrisa al espejo, lista para volver a la fiesta. Pero aquí es donde viene el problema, porque ya no estoy sola. Un hombre me observa con los brazos cruzados, apoyado dejadamente en la puerta de salida.

—Deberían dejar de poner muñequitos con y sin falda —me defiendo, antes de que se le ocurra atacarme por invadir la privacidad de los masculinos—. Las mujeres podemos darnos aludidas con ambos, ¿sabes? Hace años que podemos ponernos pantalones.

—Ajá... Eso descarta por completo mi teoría de que te hubieras perdido.

—¿Por qué debería haberme perdido? —Arqueo una ceja, ignorando los efectos de su voz ronca—. ¿Tengo cara de necesitar que me encuentren?

—Tienes cara de necesitar una buena ducha fría...

—No será para aclarar las ideas, ¿no? —Doy unos pasos hacia él y me cubro la boca con una mano, a punto de contarle un secreto—. Porque si te digo la verdad, como termine de convencerme de las ideas que tengo ahora mismo, puede arder Troya... otra vez.

Él se ríe mientras yo hago acopio de la escasa fortaleza de mis pobres sentidos para detallar sus rasgos. Nada. Solo unos dientes blancos asomando entre una tupida y oscura barba.

—¿Y qué ideas son esas? Porque confío en que no sean mucho peores que invadir el servicio de caballeros.

—¿Debo interpretar eso como una amenaza?

Vuelve a reírse un poco y me toma de la barbilla suavemente.

—No te preocupes. No saldrá de estas cuatro paredes que querías echarle un vistazo a las mejores partes de los hombres de la fiesta.

Alzo las cejas de golpe.

—No sé cuándo he dado a entender eso... Porque no he visto nada que merezca la pena ver —contraataco, componiendo una mueca de fingida afectación—. Me voy bastante decepcionada.

—¿Debo interpretar eso como una indirecta?

—No deberías tomártelo como nada. La verdad es que no veo tres en un burro, así que tanto si eres guapo como si no... —¡Un perfecto eufemismo! ¡Muy bien, Lulú!—, no importa. Ahora mismo puedes ser como y quien tú quieras, si total, mañana no me voy a acordar...

—¿Mamá no te enseñó que darle demasiado a la botella no está bien?

—Me enseñó que no debo hablar con desconocidos, y mírame. Definitivamente puedo romper las reglas.

El chasquido de los fluorescentes del baño disuelve en el aire su posible respuesta, y la pobre luz que me aseguraba en el suelo me abandona, quedando a merced de mis recientemente amodorrados sentidos. Esos que, unidos a la oscuridad y a que nunca obtuve los mejores resultados en el test de orientación espacial, me convierten en la cautiva de un laberíntico baño de hombres.

Toda una aventura fantástica.

—Parece que alguien quiere que juguemos a las tinieblas.

Giro la cabeza en busca de la voz, sea cual sea la dirección.

—Yo soy más de Marco-Polo, la verdad.

Él se echa a reír nuevamente, contagiándome de inmediato. ¿Cómo decía el refrán? Al mal tiempo, buena cara. ¿Y qué mejor reacción hay que sonreírle a la oscuridad, dejando a un lado lo preocupante de haberme quedado encerrada yendo borracha con un hombre? ¿Un hombre que, a juzgar por su tono de voz, parece un predador sexual...? Estamos todos de acuerdo en que no se puede conocer a nadie por su manera de pronunciar cuatro frases y soltar cinco carcajadas, pero no olvidemos que soy escritora y el poder de mi imaginación deja fuera de juego cualquier intento de objetividad.

—¿Marco? —llama, al tiempo que el eco de sus pisadas retumba entre las cuatro paredes.

Asombrosamente, logro reaccionar a tiempo para desplazarme en el lado opuesto al que se dirige, inclinándome para quitarme los zapatos y no hacer ruido. Esto, en otras circunstancias, no lo habría recomendado. Puedo asegurar que quedarse descalza en el baño de un pub solo podría ser una experiencia reseñable si se pretende provocarle náuseas a los más escrupulosos.

—¡Polo!

Me tapo la boca para sofocar una risotada y me escabullo de puntillas. No me encuentra a la primera llamada, ni tampoco a la segunda, y en la tercera menos. Y eso que cuenta con la ventaja de que, además de contestar a sus Marco voy dejando un rastro de carcajadas por el surrealismo de la situación.

—Necesito una motivación para encontrarte, preciosa, o no llegaremos a ningún lado.

Contraigo los dedos de los pies al oír con claridad su voz grave.

—¿Qué quieres?

—¿Qué estás dispuesta a darme?

—No llevo caramelos en los bolsillos.

—¿Piruletas tampoco?

Suelto una carcajada y niego con la cabeza como si pudiera verme. La diversión se prolonga hasta que recuerdo que mi bandolera con flecos y una placa de plástico de sheriff puede estar ahora camino a Tailandia. ¿Cuántas veces pueden robarte el bolso en veinte minutos por culpa de la amiga despistada a la que le encomiendas la tarea de custodiar tus pertenencias? ¿Cuántas veces puedes repetirte que tienes derecho a culparla a ella hasta darte cuenta de que tú eres la imbécil, por encasquetarle las cosas a los demás?

—Entonces, ¿qué quie...?

No logro terminar la frase. Unos brazos me apresan la cintura y me arrastran bruscamente, chocando mi nariz con un pecho duro.

—Te pillé —susurra en mi oído. La cercanía de nuestros cuerpos se encarga de envolverme con su aliento fresco. Paladeo el silencio mientras dura la experiencia de la menta acariciándome la oreja.

Prefiero no saber por qué permito dejarme arropar por su abrazo, y él no parece querer o necesitar explicaciones, porque sus dedos encuentran mi cuello en un roce delirante. Lo acaricia en dirección ascendente, deteniéndose en mi mentón para señalizar con el pulgar el lugar donde deja caer un beso húmedo: justo en el punto en que aparece la apenas perceptible división de mi barbilla.

Sus labios trazan un camino serpenteante por la línea de mi mandíbula, presionándome con la lengua bajo el lóbulo de la oreja, en el centro de la garganta...

Mis manos cobran vida propia y buscan en la amplitud de su pecho un lugar de descanso, por el que trepan hasta abrazarle por los hombros. Él me cose a su cuerpo de un apretón violento que acepto suspirando por lo bajo, sin dejar de explorar los relieves de su torso, la prominencia de la nuez de Adán, el rasposo resalte de su barba... Y luego el vello del antebrazo que no me sostiene por la cintura, tenso y dominado por el contorno de las finas venas... De fondo, solo el relativo silencio entremezclado con nuestras respiraciones profundas y el morboso pacto sellado entre nuestros cuerpos.

Al devolver las manos a su rostro, mis pulgares reconocen una mandíbula afilada y una barbilla orgullosa. Con el dedo índice divido en dos secciones sus labios, que entreabre para darme un pequeño mordisco en la yema. Besa la pequeña herida burlándose tiernamente de mi fingido sollozo de dolor y me aparta la mano para rozar su nariz con la mía.

Me libera para elevarme e incitarme a encajar entre sus muslos. Jadeo por la impresión al sentir el vértigo de alejarme del suelo y notar su incipiente erección presionando la tela. Segundos después estoy sentada en una superficie húmeda que me pone la piel de gallina. Al buscar una posición cómoda reclinándome hacia atrás, doy con el grifo del lavabo. ¿Y cómo sabe dónde me estaba subiendo? ¿Acaso tiene visión nocturna...?

Cualquier pensamiento es descartado cuando sus manos encuentran mis rodillas y se deslizan con curiosidad concluyendo en la ingle. Trato de contener un suspiro, que se me escapa involuntariamente cuando el hombre misterioso me alza la barbilla con el simple toque de uno de sus dedos. Levanto la cabeza en el momento y abro bien los ojos, como si prestar atención fuese suficiente para percibir sus facciones. No consigo entender por qué, pero me lo imagino sonriendo en la oscuridad como el malo malísimo de una película de ciencia-ficción al tener lo que tanto esperaba. Y no sé si lo que esperaba era tenerme abierta de piernas en un baño que no me corresponde por género, pero en caso negativo no parece desagradarle la idea.

¿Qué más da? El género es un constructo social...

—Espera —jadeo, presintiendo su acercamiento—. No suelo hacer esto, ¿sabes? La noche y la oscuridad es para delincuentes, o para las reuniones en la cueva del Club de los Poetas Muertos, yo... Normalmente suelo conocer a los tipos con los que me... encuentro en un sentido íntimo. Supongo que verte la cara no depende de ti, pero... Dime tu nombre al menos.

Él se queda en silencio un momento antes de contestar.

—Gael.

Bien, eso es un avance.

El plan era decirle el mío para estar en igualdad de condiciones y de paso calmar el ardor en las zonas que está rozando distraídamente, pero encuentra una suculenta manera de silenciar mis reticencias. Atrapa mi labio inferior con sus dientes, arrancándome un gemido llorón, y antes de que pueda procesar la actividad sexualmente impotente de mis zonas sensibles, conquista mi boca con un beso turbador. Va a por el oro devastando mi boca con los giros y caricias de sus labios impacientes, implorando con una seducción apremiante la respuesta de mi lengua.

Respondo el beso con la torpeza procedente del alcohol, presionando los muslos para contener un torrente de energía erótica que está a punto de lanzarlo todo por los aires. No le basta con besarme; él quiere succionarme, chuparme, beber de mí y comerme completa. Y aunque no puedo hacer otra cosa que empujar sus omóplatos en mi dirección y dejar que redirija el enfoque de mis caderas tocándome bajo el vestido, finalmente alcanzo la conclusión de que nunca me habían besado como si quisieran permanecer en mi cuerpo para siempre.

Enreda una mano en mi melena, peinándolo desde la sien con los dedos abiertos, y lo aparta de uno de mis hombros. Sus labios demoran la posesión de los míos y no me abandona hasta asegurarse de dejarme sin respiración; a partir de entonces, un río de besos fluye por mi cuello y mi escote, poniéndome a tiritar de sofoco.

Estando a punto de suplicarle un disparate relacionado con la culminación de faenas que no deberían haber empezado, la luz rellena los fluorescentes y se esfuma la magia del momento. Presiono los párpados enseguida, previniendo una ceguera momentánea.

—Ah, aquí estabas... Joder, qué bien acompañado andas. Ya me imaginaba por qué tardabas tanto en volver — ríe entre dientes un tipo—. Venía a decirte que vamos a ir a un pub que han abierto al final de la calle. ¿Te apetece... o te quedas?

Gael debe asentir, porque lo último que mis sentidos captan antes de abrir los ojos y comprobar que no está, es un beso apenas perceptible en uno de mis párpados. Un beso tan débil y también tan íntimo, que mi corazón romántico decide interpretar como un «hasta pronto».

Olvasás folytatása

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