107. Final feliz

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Hoy es domingo y, por eso mismo, no pienso hacer nada con mi vida. Es que durante toda la semana estoy con papá cortando árbol, tras árbol en el bosque Púrpura y eso no es algo que me gusta demasiado. Es decir, pasar tiempo con papá está bien, pero me encantaría hacer algo con mi vida que me fuera algo más que cortar árboles.

Pues eso, estoy tumbada en mi cama con un cómic de Solman en las manos: él es el mejor y más grande superhéroe de todo el Páramo Verde: él puede volar, pegar unos puñetazos bastante fuertes y lanzar rayos solares por los ojos.

Un escalofrío recorre mi espinazo y miro la puerta: estoy casi segura de que entrará ahora mismo papá por ahí berreando que mi hermano se perdió en el bosque. Lo cual sería completamente normal, porque mi hermano le encanta ir a buscar trufas allá.

Espero, espero y espero... ¡Y no pasa absolutamente nada! Papá no entra como un loco, gritando incoherencias, llamándome Mabel... y eso me parece bastante raro... ¡Es que estaba tan segura que ahora me siento como inquieta! Me levanto de la cama y miro por la ventana: me da vista de un lugar pacífico y tranquilo, un campo tranquilo regado por flores coloridas y al fondo un bonito pinar... ¡Se respira una paz absoluta!

La verdad es que una vida tranquila no está nada mal: estoy en esta casita, viviendo con papá y mi hermano, además mi mejor amiga Lucía está a un tiro de piedra. ¿Acaso no es eso genial? Pues quizás este tipo de vida es la que de verdad merezca la pena, no ir por el mundo adelante esperando a ser devorada por un monstruo cualquiera.

Salgo de mi cuarto y miro a mi derecha: el corredor pequeño termina en el salón cocina comedor. Allí veo a papá y... se me llenan los ojos de lágrimas... ¿Pero por qué...? No tengo ni idea, hoy me siento un poco rara... Es como si hiciera mucho que no lo viera, pero... ¿Acaso no estuvimos ayer cortando árboles? Sí... eso fue así...

Me seco las lágrimas y me acerco a él, veo que está hablando... supongo que con Fufu. ¡Así que al final el muy idiota no se fue al bosque a comerse las trufas! Me alegro, puede que mi hermano esté aprendiendo un poquito de sentido común.

Pero cuando salgo del corredor y tengo una visión completa de la cocina-salón me llevo una buena sorpresa: ¡Es mamá! Tan grande y tan fuerte como la recordaba... Y con esos cortes tan feos que tiene en la boca, pero ya ves que me importa eso a mí.

—¡Pero si estabas muerta! —grito yo y mi interior es como una pelea de emociones que se dan dentelladas las unas a las otras.

Tengo ganas de llorar, pero también de reír y creo que también estoy cabreada. Pues por todo eso me quedo simplemente con la boca abierta, porque no sé cómo reaccionar y mi cerebro se bloquea.

—¿Yo, muerta? ¡Deberías saber que se necesita mucho más para matarme! —ruge ella y comienza a reírse de forma escandalosa y después me revuelve la cabeza con una de sus manotas tan grandes que tiene.

—¡Mabel, que parece que los Hijos se equivocaron! ¡Que no estaba muerta, sino heridamal y no pudo venir hasta ahora! —me dice papá y yo estoy con la boca abierta, ¿pero qué está pasando aquí?

Mi cabeza es un mar de confusión y todos los peces que hay están fuera del alcance de mi caña. Pero si mamá está viva... y si está de nuevo entre nosotros, ¿qué importancia tiene cómo llegó hasta aquí? Esto es una de las mejores cosas que me podía pasar en la vida...

—¿No te alegras de que mamá esté bien? —me pregunta la voz chillona de Fufu y me vuelvo para él para decirle que me alegro mucho, pero que como todo es muy repentino y confuso y...

¡Y al verlo otra gran sorpresa que me llevo! ¡Fufu no es un cerdo, sino un niño de carne hueso! Rubio, con la cabeza redonda, la nariz chata y... ¡Un niño de carne y hueso! ¡Pero si era un cerdo la mañana pasada! ¿Cómo posible ser esto ahora y...?

—¿Cuándo dejaste de ser un cerdo? —le pregunto finalmente y él frunce el ceño, parece que no le hizo gracia que le llamara así.

—¡Pero si ahora no estaba haciendo nada! ¡Mamá, que ella siempre es así, que me llama cerdo todo el rato y ahora ni me tiré un pedo ni nada! —gimotea Fufu y se acerca mamá, que le revuelve el pelo.

—¡¡Jolines!! ¡¿Queréis dejar de armar barullo?! ¡Estoy intentando pensar! —dice otra voz chillona que viene desde el corredor y entra en el salón. ¡Otra sorpresa más!

—Melinda... ¿Qué haces aquí...? —le pregunto y ella me lanza una mirada malhumorada.

—Tú qué te crees que voy a hacer en mi propia casa, hermanita... Desde luego a quien se lo cuente —dice ella y se derrumba en el sillón, luego se queda mirando el techo —. Y tengo ya hambre, ¿dónde está la comida? Si quiero triunfar en la vida y seguir siendo tan hermosa y tan inteligente, tengo que tener una dieta equilibrada... y no tener nunca hambre.

¿Papá, mamá, Fufu y Melinda en la misma casa? ¿Por qué me parecía tan raro si esto era... lo mejor que me podía pasar? Toda la familia al completo bajo un mismo techo, ¿por qué me quejaba? Así que sonreí y le revolví su precioso cabello de fuego. Ella gruñe un poco, pero se deja hacer.

—¡Pues claro que no pasa nada! Solo que me sorprendí al verte, no me esperaba que estuviéramos todos juntos... —digo yo, y la pequeña inquietud que sentía antes desaparece por completo. Realmente, no sé cómo acabó la situación así... pero... ¡Está genial! ¡Este es el mejor final posible!

—La familia debe estar junta siempre, hija —dice mamá y yo asiento con la cabeza.

—¡Y ahora vamos a comer! Supongo que tendréis hambre, ¿no? —dice papá y veo que en la mesa hay una tortilla bastante grande y se me hace la boca agua: ¡La verdad es que estaba hambrienta! Me da la sensación de que llevo semanas sin comer...

—¡Por fin! —dice Melinda y se levanta de un salto, entonces se sienta en la mesa y se ata su servilleta al cuello. Se relame los labios mientras observa la gran tortilla.

—¡Comer, tengo un hambre inmensa! —chilla Fufu y se sienta también.

—Esto no está nada mal —digo yo, pero siento que algo me falta...

Llaman a la puerta, soy yo quién va a abrirla y... ¡Es Lucía! ¡Mi mejor amiga!

—Hola, Sabela, me preguntaba si... ¡Oh! —exclama porque la pillé por sorpresa con un abrazo, siento las lágrimas en los ojos, pero no me da vergüenza llorar porque estoy muy feliz por todo lo que me está pasando —. Está bien... no pasa nada... —dice ella con dulzura mientras me devuelve el abrazo.

Me separo al cabo de un rato y Lucía se fija en que la mesa está preparada y toda la familia alrededor.

—Parece que tenéis una comida familiar... Mejor me vuelvo más tarde —dice, pero a mí me parece una tontería que ella se vaya por una razón como esa.

—No digas tonterías, que tú también eres de la familia —le digo y, cogiéndola de la mano, la llevo hasta la mesa.

Pues así estamos todos juntos, ¡las personas que más me importan, todas bajo el mismo techo, compartiendo la misma comida! No podría ser más feliz... 

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora