147. Cacofonía

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 Me miraba la cicatriz del dedo y, a cada latido de mi corazón, la seguridad de que podía confiar en Alarico aumentaba. Por desgracia, la inseguridad se resistía en mi interior, un hatajo de susurros que se retorcían en mi mente; cuchicheando palabras de pura desconfianza. ¿Eres estúpida o qué? Eso del dedo no es nada, casi ni se ve. ¿De verdad vas a confiar en él solo por esa cosa? No, no lo hagas. Te arrepentirás y cuando lo hagas, será demasiado tarde.

Un son cristalino eliminó aquellos pensamientos de perenne duda. Al salir por la puerta, Alarico hizo que cantase la campanilla que colgaba sobre ella, y pronto el mouro avanzaba a través de un camino de tablones de madera, medio escondidos en la arena.

Sin mostrar ni una pizca miedo, se dirigía en dirección a la esfera de negrura que se erguía por encima de los barcos, varados y olvidados a lo largo de la playa. A cada paso que daba, Alarico se empequeñecía más y más mientras que el adversario más y más grande se volvía. De sus bordes irregulares, los cuales se encontraban en continuo oscilar, se desprendieron unas venas que pronto deslizaron su oscuridad a lo largo del gris de la niebla.

Di unos pasos tímidos en dirección a la puerta, hipnotizada por aquel escenario tan terrible. A pesar del peligro que entrañaba lo que mis ojos veían, la fascinación impedía que apartase la mirada de Alarico y de la oscuridad que contagiaba el gris de la bruma. Palpitaba en mi estómago el vértigo electrizante, mezclado con un miedo que apretaba con suave firmeza mi garganta. Paso a paso, me acercaba al precipicio y era bastante posible que, al final de la historia, terminase cayendo al vacío.

El embrujo se rompió en cuanto sentí una mirada clavada en la nuca, me giré con rapidez esperando encontrar a un intruso. La heladería continuaba igual de vacía y, enfrente de mí, pude ver que la pared en la que se encontraba el dibujo de Heladín había cambiado, ya que el personaje se había escapado del mural. Los niños y niñas se habían quedado solos, aunque en sus rostros permanecían sonrientes mientras miraban al vacío dejado por la desaparición de la mascota.

En un chasquido, la realidad que me rodeaba adquirió los confusos contornos de un sueño, bailaban los perfiles de las cosas, siempre al filo de que mutasen en otras. Me invadió mareante sensación de ligereza en la cabeza, de la consciencia que huía del momento presente.

Cabía la posibilidad de que estuviera dormida en una cama, soñando todas aquellas desventuras. Me resultaba agradable la idea de que todos mis problemas podrían solucionarse de una manera tan sencilla, simplemente despertar del sueño y descubrir que todas aquellas experiencias no habían sido nada más que los desvaríos comunes de los sueños.

No era así, y huir no me resultaría tan sencillo. Como muestra lo que sucedió a continuación, ya que al intentar abrir la puerta de salida la manilla, no cedió ni un milímetro y eso que poco antes Alarico había salido sin ningún tipo de problema. Y por más que intentaba e intentaba, no lograba abrir a la condenada y me temía encerrada en aquella heladería.

—¡...! —dije y me llevé la mano a la garganta, al intentar llamar a Alarico de mi boca no había salido ni media palabra. Más que frustrada, golpeé una y otra vez el cristal de la puerta, pero de nuevo la tentativa resultó fracasada.

El mouro continuaba caminando, alejándose más de mí a cada segundo que pasaba. No, eso no es cierto. Alarico no había avanzado nada, ya que por muchos pasos que daba, permanecía en el mismo lugar parado, a pesar de que caminaba.

En un pestañeo, la heladería vacía se llenó de voces. Sucedió a pesar de que no había ningún camarero atendiendo en la barra ni tampoco escribiendo en una libretita los pedidos de los clientes, lo cual era de lo más normal: todas mesas se encontraban igual de desocupadas. Al principio, aquellas conversaciones recién formadas me sonaban al rebumbio normal de la cafetería de una ciudad cualquiera.

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora