162. Victoria pírrica

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 Un monstruo caminaba por el bosque. Él tenía un cuello alargado de cisne, el cual terminaba en una cabeza redonda de guisante, cuyo escaso mentón junto a la boca abierta le proporcionaban un aire de perenne estupidez. Los ojos saltones no paraban de mirar a la izquierda y a la derecha, arriba y abajo, en la eterna búsqueda de algo que nunca encontraría, a menos que ese algo fuera la muerte.

El monstruo tenía ocho brazos que utilizaba como si fuera la sacrílega mezcla de humano y araña. Daba unos pasos rápidos, se quedaba parado unos segundos y miraba con sus ojos de rana los alrededores. Al cabo de unos cortos segundos, daba de nuevo unos pasos ágiles y se quedaba congelado unos momentos, proceso que repetía una y otra vez. No tenía ningún lugar a donde ir ni ningún sitio en donde quedarse.

Una lanza silbó en el aire y atravesó la espalda de la criatura. El monstruo levantó la mirada al cielo cubierto de nubes y lanzó un quejido, el cual no llegó a ser grito. Dio unos últimos pasos antes de derrumbarse sobre la alfombra de hojas secas que se extendía a lo largo de la fraga. Durante unos segundos, su cabeza permaneció en lo alto y sus ojos resplandecieron por las lágrimas que los inundaban. Después, murió.

La niña balura, la misma que tenía una cicatriz en la frente con forma de cruz, arrancó la lanza clavada de la carne del monstruo. La levantó en el aire, mostrando en la punta un pedrusco que había sido robado del interior de la criatura. Su color era de un rojo intenso que brillaba, brillo que parpadeó unos guiños antes de apagarse para siempre jamás.

—Es el corazón de los monstruos, si los rompes se mueren. ¿Tú sabes que estas cosas son importantes para nosotras, eh? Y hoy es especialmente para mí, esta noche me va a pasar una cosa muy grande. Es que voy a descubrir cuál es mi verdadero nombre, está genial, ¿no? —hablaba la balura, con palabras rápidas y excitadas.

Lo que decía despertó mi interés y lo contrario se podía decir de Belisa. Ni siquiera miraba a la niña, sus ojos se perdían en la inmensidad de bosque, marrón y verde, impregnado de ambiente otoñal. Flotaba en su rostro una expresión indiferente, por lo cual no me sorprendería descubrir que no había escuchado nada de lo que acababa de decir la balura.

—¿Dónde está el monstruo que tengo que derrotar? —preguntó la diosa.

La niña frunció la boca y no contestó, ausente la emoción anterior. Seguramente molesta por la nula atención que la diosa le había prestado a sus palabras. Giró sobre sus talones y caminó con rapidez, adentrándose en el bosque al tiempo que Belisa la seguía.

A partir de este momento, cada una de ellas permaneció encerrada en su propio mutismo, nacido de diferentes razones: indiferencia y molestia. En cuanto a mí, me encontraba atenta para ver si desde la espesura surgía otro monstruo. No lo niego, ellos me resultaban bastante desagradables y, al mismo tiempo, era fascinante descubrir cómo el cuerpo humano se deformaba en apariencias bizarras.

El bosque se acabó abruptamente. En frente a Belisa, se extendía un paraje desértico carente de vegetación. Únicamente surgía del suelo agrietado algún que otro árbol reseco junto a los huesos de antiguas guerreras que dormían junto a sus armas, unas que no habían logrado proteger nada.

En el medio de aquel páramo que honraba a la muerte, se erguía un monstruo que dejaba en ridículo tanto al corzo como a la araña. Aquel era un verdadero gigante, cuya altura superaba incluso las copas de los árboles del bosque. Me estremecí nada más verlo, tan terrible era la apariencia que tenía.

Contaba con dos piernas robustas como las de un elefante, absolutamente necesarias para sujetar la inmensidad de su corpachón. La espalda la tenía hinchada, como la de un cadáver en proceso de descomposición, y en aquella joroba pululaban como granos una gran cantidad de cabezas de apariencia humana. Las bocas se movían y emitían el continuo caos de voces confundidas, creaban palabras incomprensibles de mensajes que no quería entender.

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora