39. Las viejas historias

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Caminábamos por las silenciosas calles de la ciudad, vacías de personas, pero no de caídos, que de esos se podía ver alguno de cuando en cuando. En una ventana me encontré con uno que tenía una lengua bastante grande y que lamía el cristal como si fuera de caramelo.

Otro lo vi dentro de una tienda de juguetes: tenía una cabeza que casi era más grande que su cuerpo y que era bastante deforme, porque le nacía un bulto en la frente que hacía que su cara quedara marginada en un rincón pequeño de su cara. En la mano sujetaba un sonajero y, de cuando en cuando, movía el brazo como si le estuviera dando un ataque.

También me llamó la atención otro que estaba atascado debajo de un banco, este era como una lorza de carne con unos brazos y unas piernas bastante pequeñas y una cara que le nacía sin cuello. El pobre no se podía mover y me pregunté cómo hizo el desgraciado para acabar en esa situación. ¿Quizás estaba ahí abajo cuando se convirtió en un monstruo? De todos los sitios que podía elegir...

Resumiendo, nada de humanos, solo caídos y eso le daba a la ciudad un aire de pesadilla. Pero no una de esas de película, de la que te despiertas gritando y empapada en sudor. Era una pesadilla tranquila, que transmitía una sensación continua de intranquilidad.

Aunque lo más raro de todo era el tipo que caminaba a mi lado: el Rey de los Monstruos, Maeloc. Se suponía que tenía que matarlo, sin embargo, ahora éramos algo semejante a aliados. Y eso se me hacía bastante raro, porque me pasé una vida entera odiándole un montón.

—¿Sucede algo? —me preguntó él, con aquella voz suave que no parecía pertenecer a un monstruo tan grande como él.

Negué con la cabeza.

—Nada, solamente estoy atenta por si nos ataca algo —le dije.

—¿Atacar? ¿Qué crees que nos puede atacar en esta ciudad? —me preguntó.

—Caídos... —le contesté y me sentí un poco ridícula.

Los monstruos con los que nos encontramos no parecían ser precisamente peligrosos, y también es cierto que no hicieron ningún intento de atacarnos. Iban a su rollo y eso estaba genial, sobre todo ahora que no tenía a Hacha conmigo.

Maeloc soltó una corta risa y me dijo:

—Sabela, ¿acaso no sabes quién soy yo? Por algo soy conocido como el Rey de los Monstruos. Ellos me obedecen, ninguno te hará daño.

—¿Y si hay monstruos verdes? ¿Ellas también...? —pregunté.

—Ellos tampoco te harán daño. De hecho, si has de preocuparte por algo, debería ser por los humanos.

—¿Ellos? ¿Por qué querrían...? —pregunté, pero de inmediato me acordé de que para el resto de las personas yo era la Traidora, no me gustaba pensar sobre eso así que decidí cambiar el rumbo de la conversación —. Me estaba preguntando una cosa, pero no sé si te vas ofender.

—¿Qué se supone que eres? ¿Una momia? —le pregunté y él se quedó callado durante unos instantes.

—No, no soy una momia. De hecho, hace mucho, mucho tiempo yo, al igual que tú, era humano.

—¡Venga ya! —le dije: era bien raro que el Rey de los Monstruos fuera humano.

Aunque los caídos también habían sido personas y ya no lo eran. Quizás Maeloc fuera uno de ellos, pero lo cierto es que no se parecían en nada. Es decir, por los menos el Rey de los Monstruos podía hablar.

—Es cierto... aunque eso sucedió hace mucho tiempo —comentó Maeloc.

—¿Y qué hacías cuando eras humano? —le pregunté.

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora