160. Inabarcable oscuridad

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 Breogán no lo dudó ni un momento, atravesó el corte que rajaba verticalmente la realidad y, de un solo paso, pasó de la torre blanca a aquel bosque verde, de altas árboles cuyas ramas se entrelazaban bajo un cielo cubierto de nubes.

Verdor de perfume oscuro y otoñal, este era la esencia de aquella fraga sumida en el duermevela, con un regato fluyendo en la lejanía servía como canción de cuna. El tiempo se había estancado, paralizado en un segundo que nunca avanzaba.

Los árboles del bosque eran carballos, grandes y venerables, también había abedules: estos eran de un aspecto más liviano gracias a sus troncos finos y elegantes, normalmente blancos y manchados, pero en estos instantes se encontraban vestidos de musgo tupido.

En el suelo, una alfombra tejida por hojas marrones que permitía el paseo por los alrededores, puesto que esta floresta no era una de vegetación espesa en donde únicamente los animales pueden vagabundear, sino que también permitía a los humanos caminar por ella.

No solo era naturaleza lo que nos rodeaba: bajo los pies de Belisa y Breogán se juntaban pequeñas piedras que, gracias a su número, formaban una plaza de una redondez irregular. De esta esfera, brotaban numerosos caminos que se perdían en los secretos del bosque.

En el centro de la susodicha plaza, nacía un pedestal sobre el cual se levantaba con orgullo la estatua de una bellota dorada. Me pregunté por qué darle tal honor a ese fruto, cuando podía ser ocupado por la imagen de alguna persona importante para la gente que vivía en aquel lugar.

Cerca se levantaba una pequeña casa de madera de tejas de pizarra negra, su altura alargada y anchura estrecha provocaba que su constitución rozase la esterilización propia de los dibujos animados. La puerta se encontraba abierta y podía sentir la mirada de alguien, o algo, que desde la oscuridad observaba a la pareja.

Breogán, con el ceño fruncido, miraba a su alrededor mientras le daba la espalda a la estatua de la bellota dorada. No lo notaba demasiado a gusto y me gustaría saber el por qué, pero al no tener la habilidad de leer sus pensamientos, lo único que podía hacer era componer conjeturas.

—¿Dónde estamos? —preguntó con voz hosca, con la mano sobre la empuñadura de la espada enfundada, siempre preparado para pelear.

El estado de ánimo de Belisa era todo lo contrario, ya que la anterior depresión había desaparecido reemplazada por una alegría que, literalmente, ardía. Los cabellos de fuego se contorsionaban y contrastaban con el verdor del bosque y la humedad que impregnaba el ambiente.

Al mirar como bailaba la melena de la diosa, un recuerdo floreció en mi interior: observaba las llamas de una chimenea, embobada por el espectáculo de ver cómo consumían poco a poco los troncos. Descubrí mi reflejo en el cristal, un rostro infantil, eso provocó en mí una sensación incómoda: algo no encajaba, casi era como si la persona que me devolvía la mirada era una completa desconocida.

—¿Me puedes decir dónde estamos? —repitió Breogán, impaciente y provocando que mi recuerdo se desvaneciera.

Belisa lo observó, sus ojos se habían convertido en un mar naranja de color uniforme.

—Es la Jungla Yasei, se encuentra situada al norte del Páramo Verde, ¿lo conoces? —preguntó la diosa, su pie derecho golpeaba rítmicamente las piedrecillas que formaban la plaza de la bellota.

—No, no la conozco ¿No nos podemos olvidar de lo que quieres hacer aquí? Este sitio me revuelve el estómago, ¿no te apetece ir a la playa? Conozco una isla fuera de Caracola que está bastante bien: se llama Reino Palmera —dijo Breogán, movía el peso del cuerpo de un pie al otro.

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora