132. La playa de los barcos rotos

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Tras y yo nos encontrábamos allí donde comenzaba la playa y solo con verla me invadían sentimientos de desánimo. No solo era el día de nubes grises que se apelmazaban sobre nuestras cabezas con ideas de viento, lluvia y tormenta, sino que a aquella playa se le podían regalar un sinfín de adjetivos y ninguno de ellos sería positivo.

—Zeltia, que este lugar me da muy mala espina —dijo Tras y no podía estar más de acuerdo.

Más que playa, aquello era cementerio de barcos pues había a lo largo y ancho una serie de embarcaciones que iban desde humildes barcas de madera hasta lujosos yates de pequeño tamaño. Lo que tenían en común era el abandono porque, y a pesar de que no sabía nada sobre el mundo marítimo, estaba segura de que ninguno de aquellos barcos volvería a surcar la mar.

—Lo sé, Tras, chico... Pero el punto rojo marca la playa y quiero recuperar mis recuerdos. Es la única manera de hacerlo —dije y él me miró raro, con aquellos grandes ojos amarillos y curiosos.

—¿Por qué me llamas chico? ¡Y recuperar tu memoria no sirve para nada si la palmamos!

—¡Se supone que tú estás aquí para protegerme! —bufé y tentada estuve de dar media vuelta para buscar a las hermanas, pero el necio orgullo llevaba el timón de mi velero —. Mira, ¿nunca has escuchado eso de que no hay que juzgar a un libro por su portada? Pues esto es lo mismo, parece malo así a la vista, no te lo voy a negar, pero eso no quiere decir que haya peligro, ¿entiendes?

Tras se quedó en silencio, silencio marcado por el rítmico romper de las olas.

—No, lo mejor es venir con las hermanas —contestó el trasno.

Decidí que continuar con aquella conversación era una pérdida de tiempo y que lo mejor era ponerse a buscar el origen del punto rojo cuanto antes.

—No sucederá nada malo, nada malo puede suceder fuera de la Zona Perdida —dije y comencé a caminar, adentrándome en la playa.

Caminamos entre los cadáveres de los barcos, sin encontrar nada más que arenas, peste a algas, conchas y una niebla que bajó sin avisar, cual lobo sobre delicioso conejo. Me sentía intranquila y ya le iba a comentar a Tras que lo mejor sería regresar al hotel y volver un día soleado, quizás con Sabela y, si se disculpaba, Melinda.

—¡Lo mejor es separarse para así buscar mejor y más rápido! —exclamó Tras, tales palabras me aterrorizaron.

—¡No, quédate a mi lado!

Fue inútil, el trasno se había desvanecido en el aire y se fue a vete saber tú dónde. Me encontraba sola en aquel paraje de niebla, barcos inútiles y sueños rotos. No sé por qué, pero pensé en un pulpo gigantesco que acechaba en las aguas cercanas, que esperaba con paciencia el momento de atraparme entre sus tentáculos y arrastrarse al fondo del mar. Visco, desagradable, frío, una presencia alienígena. ¡Terrible don es tener imaginación porque crea pesadillas sin parar y era aún peor en aquel paraje extraño, pues daba la impresión de que allí lo imposible se volvía real!

—Debería volver a la mansión, pero... el punto rojo es importante, si lo encuentro podré recuperar mis memorias... —decía y dudaba, dudas que me paralizaban y en silencio me torturaba sin saber qué hacer y qué dejar de hacer, por lo cual al final lo que hacía era nada.

En la orilla, se juntaban familias de gaviotas que me miraban con esos ojos tan de mala uva que tienen. Las había grandes, de blanco puro y alas con tonos negros y grises, también había otras de un menor tamaño con plumaje gris. Realmente no sabía si se trataban de dos especies diferentes o las pequeñas eran crías o mujeres, pero fuera como fueran todas ellas vivían en amor y compañía. Qué simple debe de ser la vida de un animal y solo preocuparse por comer, dormir y procrear...

Por lo menos, aquella observación de la vida animal del lugar sirvió para calmar mis nervios y susurrarme que en la playa nunca pasaba nada malo. Solo era un lugar abandonado de la mano humana, en que la naturaleza reposaba entre nuestros restos marítimos.

Me quité los zapatos y también los calcetines, todo para hundir mis pies en arena y mirar el agua con la futura intención de sumergir los dedos en ella. Me gustaría saber cómo estaba la temperatura del agua y también la razón de por qué la playa era un cementerio de barcos, ¿habría pasado algo allí? La idea de un pulpo gigante volvió a surgir en mi cabeza, pero denegué la fantasía estimándola como absurda.

—Pero aquí no hay nada... ¿Por qué aparecía un punto rojo? Quizás haya algo y no soy capaz de verlo, quizás si viniera con Sabela y la loca... —murmuré, pero no me gustaba nada la idea de volver a estar junto a Melinda, sobre todo porque ella no me había ofrecido ninguna disculpa sincera. Y no me podía quitar de la cabeza la idea de que si ella perdía los nervios, bien podría soltarme una bola de fuego en toda la cara.

—¿Zeltia? ¿Eres tú, Zeltia? —escuché una voz. No la conocía, así que podía ser un peligro, una malvada sombra que me llamaba con la voz de una persona para confiarme y, en el último momento, darme el golpe de gracia.

Un hombre alto y de piel morena se acercaba a mí, vestía con unos pantalones de color azul y una camisa con unos botones sin usar que dejaba a la vista unos marcados pectorales. Era atractivo, sin lugar a duda, nada que ver con el Rafael de la recepción, que era más bien tipo escuchimizado.

Sobre todo aquel rostro de fortaleza delicada, no ruda ni bruta, sino con una suavidad que me hablaba sobre una hermosa mezcla de ternura y firmeza. La boca se le abrió en una sonrisa perfectamente formada, un gesto que no solo se dibujaba en el arqueo de los labios, sino también en el brillo de una mirada clara que confirmaba la sinceridad de la mueca.

—¡Sí que eres tú, Zeltia! ¡Me alegro mucho de volver a verte! —exclamó el desconocido y se acercó a largas zancadas.

Me proporcionó un fuerte abrazo que aceleró mi corazón, entre sus brazos sentí una familiaridad de la cual no podía encontrar el origen. Lo lógico sería pensar que se trataba de alguien de mi pasado, pero pese a esto y a los sentimientos alegres que despertaba en mí, decidí hacer uso de la desconfianza para no lamentarme más adelante.

—¿Quién eres tú? ¿De qué me conoces? —le pregunté, pregunta que destrozó la sonrisa que antes gobernaba en su rostro. Me miró con incredulidad, luego tristeza y confusión.

—¿No te acuerdas de mí? Soy yo, Alarico. 

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora