159. La diosa de fuego

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 La luz que entraba por la puerta abierta de la jaula se derramaba sobre el cuerpo de Belisa, ella se encontraba tumbada en el centro de un espacio que, aunque parezca imposible, era bastante más amplio de lo que daba a entender su exterior. La diosa levantó del suelo el pecho, escuálido y de un respirar pesado, el cabello roto y gris le caía por encima de una mirada vacía, con la cual miraba sin ver a Breogán.

Aquel cuerpo sin carne me daba grima: se le distinguía el costillar pronunciado y, en la espalda, el relieve del omóplato marcado con todo lujo de detalles. A pesar de lo miserable del espectáculo, no sentía ninguna pena por ella porque era bien consciente de la tragedia que su libertad conllevaría. Puede sonar cruel, pero sinceramente creía que lo idóneo sería que hubiera permanecido encerrada para siempre jamás, ya que su sufrimiento significaría la felicidad de la mayoría.

Breogán llevó la mano en dirección a Belisa, resplandecía en el rostro del hombre una magnífica sonrisa que lanzaba destellos al interior de la jaula y contaba con el poder de espantar los pedazos de oscuridad que rodeaban a la diosa. No era capaz de entenderlo, él la miraba como si fuera la mujer más hermosa del mundo...

En los ojos de Belisa estalló una chispa de vida, nacida nada más reconocer al hombre. Con esfuerzo, levantó el brazo del frío suelo y lo llevó tembloroso hacia Breogán. Este cogió su mano con firmeza y la ayudó a levantarse. En nada, Belisa se encontraba fuera de la pajarera.

La diosa caminaba con la ayuda de Breogán, se alejaban a cortos pasos de la jaula en la que debería de haber permanecido encerrada. El sol se apagó y cayeron las tinieblas, tan espesas que ni siquiera era capaz de verme las manos ni los brazos ni mi cuerpo: me había fundido en la oscuridad, pero no sentía ni una pizca de miedo. No había razón temer nada. puesto que aquello no era la realidad, sino simplemente recuerdos.

En el cielo resplandeció un punto de luz, al cabo de unos pocos segundos surgió una segunda esfera. Aparecieron cada vez con más y más rapidez, hasta que el firmamento estuvo cubierto por una infinidad de relucientes estrellas. No solo resplandecían, sino que también cantaban: voces tímidas que solo encontraban el valor para alzarse por estar en compañía.

En el medio del coro estrellas, apareció la oronda luna cuya voz se levantó por encima de las demás, con el poderío que le correspondía a la gran dama de la noche. Un haz de luz surgió de ella y cayó sobre Breogán y Belisa, los cuales quedaron encerrados en un círculo de luz mientras yo permanecía en la oscuridad.

Breogán se apartó unos pasos de Belisa, al dejarla sola parecía que se iba a derrumbar por la manera en que temblaba. Era patética la imagen que ofrecía y no me podía imaginar como podía ser una diosa. Aunque también he de decir que, poco a poco, ella iba recuperando la vitalidad, la boca se le curvaba en una sonrisa que, segundo a segundo, ganaba viveza.

Los ojos de Belisa, en los cuales se podía adivinar una chispa de vida, se encontraban fijos en Breogán y este le devolvía la mirada con tal intensidad que me produjo una sensación extraña en el estómago. Durante unos momentos, pensé que podría tratarse del deseo de que alguien me mirase de la misma forma y, sin necesidad de darle más vueltas, supe que era imposible que fuera así. Yo no era la clase de persona que se obsesionaba con esa clase de tonterías, por lo menos no aquella nueva yo.

Breogán se acercó a ella con rapidez, las frentes de ambos se besaron y se quedaron embriagados en las mutuas miradas, perdiéndose en la simple felicidad de estar junto a la persona que quieres. Tanto diosa como humano sonreían como niños, aquella intimidad compartida provocó una punzada en mi corazón. Negué los sentimientos estúpidos e idiotas que querían aflorar en mí, en vez de eso debería de preocuparme en encontrar la manera de escapar del hotel.

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora