13. La resucitada

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Bueno, pues ahí estaba yo en todo lo alto de la muralla mirando como aquel hombre dejaba de serlo y se convertía en otra cosa. Cuando terminó aquel espantoso aullido, su boca se alargó y pasó a ser un morro que termina en punta como si fuera el pico de un pájaro y la carne se le abrió naciéndole dos nuevos ojos pequeños y negros como los de un petirrojo. Sí, era como un pájaro, pero uno escupido de una pesadilla.

No hacía falta ser una genia para comprender que ese bicho no era un monstruo común, sino un caído. Sentía unas ganas tremendas de saltar muralla abajo y liarme a hachazos hasta dejarlo hecho pulpa de carne, pero me dije a mí misma: si lucho, posiblemente muera. 

Pues me quedé pasmada mirando como el cuerpo del guardia se hinchaba como si fuera globo. Tanto, tanto, tanto que la armadura que llevaba puesta reventó en mil pedazos. Las piernas se alargaban, se retorcían y al final acabaron siendo algo así como las ancas de una rana.

—Espero que no le sirvan para saltar hasta aquí —dije, porque si eso pasaba sería un poco problemático.

A mi alrededor, las voces sin cara de los ciudadanos de la ciudad: llenas de miedo, sin nada del anterior entusiasmo. La gente comenzó a huir, bajando a toda velocidad por las escaleras que había a los lados de la puerta de entrada a la ciudad.

Yo todavía dudaba si pelear contra el caído o huir. Busqué mi hacha, pero no la tenía colgada en el cinturón y, de hecho, cuando me desperté en la Casa de Curación no estaba con la ropa que me dejaron encima de la silla.

Me da vergüenza decir que sentí alivio, así no tenía que comerme más la cabeza porque pelear sin arma era un suicidio.

—Oye, ¿tú no eres una aventurera de esas? ¿A qué esperar para acabar con ese monstruo? —preguntó el hombre de la sonrisa, que antes tan seguro estaba de que los caballeros iban vencer.

—¿Yo aventurera? —dije por decir algo, detrás de él se encontraba también la mujer, esa que era tan pálida.

Era blanca como la luna y tenía el pelo negro como una noche sin estrellas. Llevaba un flequillo sobre una mirada gris y la boca congelada en un gesto de terror, supongo que la razón era que el monstruo rana se acercaba a la muralla.

—¡Sí, aventurera, cómo no! Tienes un sol de madera y además ¿para qué tienes esa hacha sino? ¿Para cortar árboles o qué? ¡Apresúrate y pelea contra el monstruo de una vez por todas! —me preguntó, con unos aires de superioridad que no me gustaron nada de nada.

—¡Pero qué hacha ni que niño muerto! —dije y nada más soltar las palabras me di cuenta de que mi querida y vieja arma colgaba de mi cinturón.

Eso era bastante raro porque el hacha no estaba con la ropa cuando desperté de mi desmayo. Pero no tuve mucho tiempo para pensar sobre eso, una sombra rápida cruzó mi mirada y el hombre desapareció sin dejar rastro.

Miré a la mujer pálida, tenía los ojos clavados en uno de los edificios de la ciudad. Al seguir su mirada, descubrí que el caído saltó toda la muralla y se arrampló el pobre hombre, llevándolo encima de una casa cercana.

El rubio estaba muertísimo, tirado allí en el tejado y su cara era como mitad enfado, mitad sorpresa. El cadáver se deslizó hacia abajo, como si el tejado fuera un tobogán y estuvo a punto de caer a la calle, pero la criatura pájaro rana estuvo bien ágil al cerrar las mandíbulas sobre el brazo del desgraciado.

Lo colocó bien colocado en la cumbre del tejado y hundió el pico morro en las tripas del rubio. Empezó a masticar, a comer como si aquello fuera un plato de espaguetis y no la panza de una persona humana.

—Dios mío... Pero... ¿Eso...? ¡¿Eso es de verdad?! —gritó la mujer y dio un paso para detrás y luego otro y luego otro y entonces se golpeó el trasero contra la barandilla de la muralla con tan poca fortuna que se fue para el otro lado. Casi se cayó al otro lado, pero la cogí por la muñeca y le salvé la vida.

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora