149. Las fauces del lobo

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 Los pies de Alarico se hundían en la arena en un ángulo extraño, haciendo que las puntas de sus zapatos se estuvieran mirando. Los brazos le colgaban sin vida, balanceándose al ritmo de un corto péndulo, y una de las lenguas de Cate le atravesaba el estómago. La sangre resbalaba a lo largo del rosa, terminando en la punta de la cual caían continuas gotas.

—¿Alarico...? —susurré.

Una risa burlona se derramó desde el cielo, Cate sonreía con maldad mirándome con unos ojos cuyas pupilas, antes normales, se habían transformado en espirales. Giraban y giraban y provocaban que los pensamientos volasen de mi cabeza, dejándola vacía, dejándola ligera. Aparté la mirada, no podía caer en una de sus trampas de nuevo.

No podía tratarse de la misma balura que conocí en la vivienda de la Directora. Para explicar este pensamiento, mi imaginación creó un monstruo que se ocultaba en el estómago de la niebla, uno que le había arrancado la apariencia a Cate a fin de usarla como un disfraz. Al pensar en esta posibilidad, me di cuenta de que daba igual de que aquella criatura fuera la verdadera balura o un monstruo disfrazado. Lo esencial era que se trataba de una enemiga que nos deseaba causar daño y lo había conseguido, en más de una manera.

La risa que borbotaba de entre sus labios aumentó de tono, embadurnada de una felicidad que me repugnaba. Al mismo tiempo, el viento se levantó y entre sus invisibles manos no solo arrastró arena que hizo picar mi piel, sino también la disonancia de voces que deseaban iniciar conversaciones con el único objetivo de confundirme, engañarme, hacerme daño...

El encantamiento no me afectó; en la boca me palpitaba el dolor de la lengua mordida y telarañas de cicatrices sangrantes cruzaban mi brazo derecho, causadas por el pelo que con tan poco aprecio me había apretado la carne. El sufrimiento es un severo profesor, me ayudaba a mantener los pies en el suelo y no dejar que mi mente volase.

—Cállate, ¡cállate ya! —grité y las voces lanzaron unas cuantas palabras más antes de sumirse en el silencio.

En mi interior centellaba una rabia que quemaba, cuyo pedernal había sido lo injusto de la trampa en la que Alarico y yo nos habíamos precipitado. Puede que Cate me culpara por no haber sido capaz de ayudarla en cuanto se perdió en la niebla o cabía la posibilidad de que Alarico le hubiera causado algún daño en el pasado. Daba lo mismo que su comportamiento estuviera o no justificado, me había atacado y eso la convertía en mi enemiga.

En el rostro de Alarico flotaba una expresión ausente y la certeza de que había muerto estrujó mi corazón. Negué con la cabeza, él era un mouro: raza nacida de la explosión de la magia y que vivían durante largas centurias sin envejecer. Era impensable que un simple pincho como aquel le hubiera cortado la vida, no lo podía aceptar de ninguna manera.

—¡Despierta! ¡Despierta de una vez! ¡No puede ser que te mueras tan fácilmente! Tienes que convencer a tu madre de que no use el Corazón Dorado, ¿no es así? No puedes morir hasta que lo hagas... —Me quedé sin palabras al ver como los párpados de Alarico se levantaban con lentitud.

Me miró, al momento su boca giró en una sonrisa: una débil y que se encontraba al borde del derrumbe. A pesar de esto, fue hermosa porque significaba que se encontraba bien, significaba que existía la esperanza de salir indemnes de aquel horror.

Me rozó la mejilla, con unos dedos de yemas mojadas de su propia sangre dorada. No me importó, me sentía feliz porque Alarico estaba vivo. Odiaba la posibilidad de que se hubiera sacrificado para salvarme la vida, no quería ningún acto estúpido de heroísmo culminado en su muerte. Además, en esta ocasión yo habría corrido una suerte igual a la suya; sin la protección de Alarico, Cate habría jugado conmigo cual gato que tortura al desdichado ratón.

Las 900 vidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora