Capítulo 32: La efigie (II)

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Cuando se pusieron en pie de nuevo, los dos ancianos se hicieron a un lado señalándome con una reverencia el asiento detrás de ellos. Había creído que era una especie de trono ceremonial para el sacerdote, pero al parecer era para mí.

Se trataba de una estructura de madera que envolvía el asiento creando una pequeña cúpula a su alrededor y estaba bellamente ornamentada con todo tipo de flores. Subí a la base tratando de ocultar mi temblor, de sonreír a todo el mundo aunque no llegara a ver sus expresiones en la mística penumbra que nos envolvía solo interrumpida por sus luces danzantes.

Antes de que me sentara, el anciano mago se acercó a mí y me susurró algo que no pude llegar a escuchar mientras colocaba sobre mis hombros una capa. Una distinta a la que yo había traído. Esta era negra y lanzaba destellos que parpadeaban, no como si estuviese adornada con pedrería, puesto que a la vista no podía adivinarse ningún adorno en ella, sino como si pusieran sobre mis hombros un fragmento de la mismísima bóveda celeste.

A su vez, el sacerdote alzó entre sus manos una corona de flores adornada con pequeñas piedras lunares que refulgían y colgaban levemente como guirnaldas. Me incliné para dejar que la ajustara sobre mi cabeza sabiendo que con aquel gesto me estaba condenando por completo, que en lugar de confesar había aceptado ser parte de aquello; que ya no podría poner como excusa que me estaba dejando llevar sin resistencia.

Y, sintiendo el peso de mis actos sobre mi cabeza y mis hombros con aquellos dos símbolos que no merecía y que ensuciaba con mi mentira, caminé hasta el trono y me senté en él con la misma pesarosa determinación del reo hacia el patíbulo.

Acto seguido, algunos de los jóvenes que participaban en el ritual se colocaron delante y detrás del asiento y, para mi sorpresa, se agacharon y levantaron a pulso el asiento, tirando todos a la vez de los asideros delanteros y posteriores de lo que en realidad era un palanquín y no un simple trono.

Estaba tan nerviosa que no podía pensar en nada. Oía mi propio pulso retumbando en mi cabeza y no era capaz de concentrarme en la música a mi alrededor ni en los cánticos de la gente que acompañaba al palanquín camino a alguna parte para prolongar aún más aquel disparate.

La comitiva se desplazó en un desfile por el parque, llenando de música y algarabía la noche como si fuera una alegre comparsa de carnaval. Y es que, poco a poco, todo el aire ceremonioso se disolvió al ritmo de la música en risas y cantos, desentonando con el carácter previo del evento.

Cargaron conmigo hasta una zona mejor iluminada donde habían habilitado unas mesas y sillas con manteles blancos, centros de mesa florales y todo tipo de comida, como si fuera el banquete de una boda. Me llevaron hasta una de las mesas que estaba perpendicular a todas las demás, como si dibujaran la forma de un peine. Acercaron el palanquín hasta el lugar de honor y, rápidamente, ambos hombres estaban de nuevo a mi lado ofreciéndome sus manos como si pudiera necesitar ayuda para bajar un escalón.

Pero, deseando a toda costa no llamar la atención, tomé sus manos con docilidad hasta mi asiento, visiblemente más grande y sobrecargado de adornos que el de los demás. En un parpadeo ya todo el mundo estaba frente a su silla, la música había pasado a un acompañamiento más suave de fondo y todos me miraban esperando... algo.

—Sentaos... Por favor.

Traté de sonar firme, pero mi voz fue una súplica ahogada. Sin embargo, los hombres tomaron su puesto cada uno a un lado y, como piezas de dominó, todos se fueron sentando tras iniciar ellos el movimiento. Del mismo modo, un silencio total tomó la mesa mientras todos me miraban de nuevo esperando. Por suerte o por desgracia, no podía ver con claridad sus expresiones, aunque igualmente apenas era capaz de subir la vista del centro de mesa frente a mí.

Palabra de Bruja FarsanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora