Capítulo 16: El dormitorio (II)

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—... y venga a echarle agua, y más agua... y los granos de café ahí, flotando. Hasta que coge el paquete, lo lee y me dice «Nicole, esto no es café soluble». Y yo «ah, ¿que hay más de un tipo?».

Aunque era mi propia historia, me reí del recuerdo con más ganas que el fiscal. Por el rabillo del ojo le vi sonreír y con eso me di por satisfecha. Pero me prometí que tarde o temprano encontraría algo que le haría estallar en carcajadas.

A pesar de la naturalidad de la escena, me resultaba extraño si lo pensaba. Estaba descalza en la cocina de mi jefe fregando los platos, vestida con un pantalón corto y una camiseta que me quedaban grandes y que debían de ser su pijama de verano. Y él, sentado en la barra, se tomaba un segundo café mientras me escuchaba con la vista fija en mi espalda. Sin embargo, el olor a canela que desprendía su taza me envolvía con una sensación familiar, haciéndome sentir en casa.

—Esto ya está —informé girándome tras dejar el último plato en el escurridor—. Ya estamos en paz.

—No era necesario.

—Si tú haces la comida, es lo justo —le rebatí saliendo de la barra. Pero entonces, con las manos desocupadas, me sentí fuera de lugar—. Debería irme... Tendrás cosas que hacer.

¿Por qué he dicho eso?

—¿Es lo que tú quieres?

Siempre tan malditamente directo. Miré el reloj de pared como si fuera a echarme un cable. Acabábamos de comer, era temprano hasta para poner como excusa que iba a anochecer pronto. Pero me conocía y sabía que si me quedaba cinco minutos más allí, lo más probable era acabar teniendo una conversación desagradable o terminar en la cama. La primera opción no me apetecía y la segunda... Con la segunda el problema era precisamente que me haría más difícil marcharme después.

Miré hacia el sofá. Quería quedarme, pero me partiría el corazón si al llegar la noche me mandaba a dormir allí. Todo estaba yendo tan bien que no podía luchar contra el impulso de huir antes de estropearlo. Una discusión al día parecía suficiente.

—¿Cuál es el problema, Nicole?

Ese tono... Ag, odiaba ese tono mandón. Aunque la noche anterior me hubiera gustado un poquito mientras estábamos haciéndolo...

Se me escapó la vista hacia la puerta cerrada de su dormitorio. No tenía derecho ni a pedirlo en voz alta, yo ni siquiera le podía llevar a mi casa. Y, aunque pudiera hacerlo, no estaba segura de estar lista para dejarle llegar tan lejos conociéndome. ¿Entonces por qué me importaba tanto que él se guardara algo de mí?

Mientras buscaba una excusa para eludir su pregunta, Matthew, con un solo dedo, guio mi mentón para que girara la cara hacia él de nuevo.

—Tendremos que trabajar en que pidas las cosas en voz alta —dijo en el mismo tono autoritario.

Y, sin más explicaciones, me cogió de la mano y me llevó hasta su cuarto. Cuando comprendí su intención, sujeté su muñeca antes de que girara el pomo.

—¡Espera! No... No hace falta. No tienes que hacerlo, de verdad. Yo no... Puedo seguir durmiendo en el sofá, no importa.

Alzó una ceja y miró mi mano en su muñeca. La retiré inmediatamente.

Terminó de girar el pomo y entró en la habitación. Y yo contuve el aliento como si fuera el interior de una misteriosa pirámide lo que se revelara ante mí.

La luz natural bañaba el dormitorio desde la ventana que había al otro lado. Las paredes eran de color gris plata y los muebles de madera oscura, pero todo estaba tan perfectamente ordenado y sin adornos superfluos que la estancia se veía acogedora y diáfana a pesar de no ser muy grande. A la derecha de la puerta había una cómoda del mismo tono que las dos mesillas que custodiaban los lados de la cama de matrimonio que ocupaba el centro de la estancia, con un cabecero con postes de madera y acolchado que reposaba contra la pared izquierda. Al otro lado de la cama, la otra mitad del dormitorio la ocupaban un armario en la pared derecha y unas baldas sobre las que había algunos trofeos en el lado izquierdo, junto a la ventana que reinaba en esa pared sobre el radiador.

Palabra de Bruja FarsanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora