Capítulo 10: Las cuerdas

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Me gustaba mi pitillera. Era rosa con un estampado en negro de unas flores y unos pajaritos. Elegante y femenina. Me parecía que era un gesto muy sofisticado sacar de ahí un cigarillo y pedirle a un chico que me lo encendiera aduciendo haberme olvidado el mechero en casa.

Y, lo más importante de todo, mantenía el olor del tabaco aprisionado dentro de una forma que una cajetilla no podría. Porque no tardé en descubrir que incluso el tabaco aromatizado dejaba ese característico y desagradable olor en el bolso. Un olor que odiaba con toda mi alma.

Porque en realidad yo fumaba por la pose. Porque me encantaba como los ojos de los hombres se enfocaban en mis labios mientras daba una calada y me sentía sexy jugando con el humo. También era una forma de tener las manos entretenidas mientras hablaba con alguien y no dejarle ver que estaba nerviosa o intimidada. Además, cuando salía fuera del bar a fumar hacía sentir a la otra persona que él era el complemento, que yo estaba allí por mi cigarrillo y era él quien elegía acompañarme. Eso me daba poder en la situación.

Fumar se había vuelto para mí una forma de seducción, de control; una característica importante del personaje que había dibujado en mi mente como mi yo ideal y al que me esforzaba por emular día a día. Así que supongo que eso me categorizaría en lo que llaman «fumador social». Porque yo fumaba para ser vista fumando. A veces pasaba días enteros sin fumar ni acordarme de ello. Pero si se me juzgaba por los últimos meses...

En el hospital eso había cambiado. Había fumado mucho, muchísimo. Incluso de los cigarrillos normales que apestaban y me dejaban la ropa y el pelo oliendo fatal. Porque necesitaba una excusa para salir de la habitación cuando todo me sobrepasaba. Porque prefería ese olor que el de la muerte.

Así que no sabría decir por qué mi domingo fue tan horrible. Si fue porque ahora sí era una fumadora habitual y me estaba matando la abstinencia o si se debía a que no hay nada como que te prohíban algo para que te mueras por hacerlo. Pero mi vista vagaba del móvil, esperando palabras furiosas de Dave, a la pitillera sobre la mesa, tentándome a salir al jardín a olvidar mis problemas por un breve instante.

¿Y por qué no fumaba? Por la misma estúpida razón por la que no había querido seguir bebiendo la noche anterior: por el puñetero fiscal. Porque al parecer él odiaba tanto el alcohol como el tabaco y de alguna retorcida forma sentía que si apartaba esos dos escollos del camino...

O a lo mejor ni eso. Tal vez era todo mucho más simple y no quería hacerlo porque a él le molestaba. Pero, en su simpleza, ese pensamiento era mucho más complicado y extraño.

Si algo saqué en claro tras todo un día encerrada con mi síndrome de abstinencia, fue que el ser humano tiene una capacidad increíble para limpiar de forma obsesiva cuando necesita distraerse y que cocinar se me daba cada vez mejor (bueno, si considerábamos como arte saber usar el horno). Que tenía una gran fuerza de voluntad ya lo sabía: no se llega a mi edad viviendo una mentira para impresionar a tu vecino sin tenerla.

Así que llegó el lunes. Y, por primera vez en mi vida, me apetecía que llegara. Había sacado brillo a cada rincón de mi casa, estaba agotada y no tenía nada pendiente. Necesitaba un descanso de mi día de descanso, pero en la oficina no tendría la tentación de fumar; estaría ocupada y rodeada de gente. Y, lo que era más importante, vería al fiscal.

Necesitaba comprobar que no seguía enfadado por mi deplorable actuación del sábado y, quizás, ganar algún punto extra dejando caer que estaba dejando de fumar. Las mariposas en mi estómago no dejaban de revolverse frenéticas camino a la oficina. Y, al mismo tiempo, me sentía una estúpida. ¿Me hacía ilusión verle? Apenas me dirigiría un escueto «buenos días» que tendría que compartir con mis compañeros, y ni siquiera me dedicaría una mirada fugaz cuando saliera de su despacho cada vez que le tocara un descanso. A pesar de todo estaba nerviosa, porque ahora era consciente de que me atraía, aunque fuera en contra de toda lógica y sentido común.

Palabra de Bruja FarsanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora