Introducción

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Los preparativos para la guerra habían empezado con buen pie: nuevas armas, armaduras, provisiones y, por supuesto, reclutas que necesitaban entrenamiento antes de las batallas.

Los jóvenes aguardaban en el comedor del castillo, devorando el desayuno que habían preparado los cocineros, a que llegaran las figuras más poderosas del reino; estaban pendientes del momento en el que se abriera la pesada puerta al frente del salón y dejara pasar a los mejores guerreros de Valkar.

Los nuevos reclutas tenían el comedor hecho un desorden: llovían gritos e improperios, acompañados del sonido de los pocos cubiertos que se molestaban en usar, la comida no estaba ya dentro de los grandes platos al centro de las mesas y la mayoría de los chicos comían parados para poder alcanzar todos los platillos que les habían servido. Lo único que logró calmar el caos fue el sonido de la puerta abriéndose.

Todos, inmediatamente, recobraron la compostura y tomaron asiento, dejaron de comer y, en silencio, siguieron con la mirada a los tres hombres que acababan de entrar al comedor.

El primero en pasar era alto, como todos los soldados de altos rangos, y tenía el porte característico de los miembros de la guardia real. Hizo una leve reverencia con la cabeza a manera de saludo que dejó a su largo cabello negro caer de sus hombros como una cascada.

El segundo en la fila caminaba con tanta ligereza que parecía estar volando. Sonrió al ver a todos los futuros soldados y examinó con sus ojos grises a cada uno de los reclutas.

El último en entrar fue nada menos que el rey Rustam. La corona de Valkar descansaba sobre las ondas castañas de su largo cabello, y sus profundos ojos cafés miraban con tranquilidad al grupo de jóvenes que lo contemplaban enmudecidos.

La puerta se cerró, haciendo que el eco de ésta corriera por todo el comedor y dejara a su paso un silencio infinito. El segundo hombre que entró al salón, al notar lo pasmados que se encontraban todos los chicos, tomó aire para hablar con una voz poderosa.

—Sigan comiendo, muchachos. Hagan como si no estuviéramos aquí.

Todos obedecieron con algo de nerviosismo, sin poder evitar echar un vistazo de vez en cuando hacia los hombres que habían entrado al comedor, quienes se sentaron a una mesa vacía, un tanto apartada del bullicio.

El rey Rustam apoyó sus codos sobre la mesa y juntó sus manos con serenidad.

—Debemos comenzar con los entrenamientos cuanto antes. ¿Cómo ven a los chicos? ¿Serán buenos guerreros?

El primer hombre que entró al salón volteó a ver a los nuevos reclutas, dejándolos helados por un momento, luego sonrió y miró al soldado que había entrado después de él.

—Los haremos los mejores. ¿No es así, Einar?

Su compañero devolvió la sonrisa, para luego dirigirse al rey.

—Lo de menos son los varones. Ellos avanzarán en un abrir y cerrar de ojos. Dime, Rustam, ¿qué hay de las mujeres y los donceles?

—Solo uno de cada uno —contestó con pesar—. No ha pasado ni un año desde que se les permitió entrar al ejército y casi nadie se animó a enlistarse. Creen que lo hacemos porque nos falta gente para mandar a morir a la guerra, y a muchos se les ha hecho un disparate que ellos puedan siquiera alzar una espada.

—Quiero verlos —sentenció Einar, decidido.

Los tres hombres se pusieron de pie, congelando la escena.

Apenas habían pasado unos meses tras la primera guerra contra los Ferig, habitantes del bosque a las afueras de Valkar. Estos poseían una ira enorme que los guerreros apenas lograron apaciguar por unos momentos, y un segundo encuentro era inevitable. También, a partir del final de esa primera guerra, fue la coronación del rey Rustam y la reina Maia, quienes con su palabra hicieron posible que tanto mujeres como donceles pudiesen entrar a la armada y volverse parte de la guardia real junto con los varones.

Para prepararse antes de la próxima guerra, el rey había solicitado nuevos soldados para la armada. Todos jóvenes, todos fuertes, preparados con dedicación desde pequeños para servir al rey y proteger a Valkar.

Entre los reclutas había dos peculiares personas. Una de ellas, una chica; el otro, un doncel.

—En las listas —habló Einar, el mejor guerrero de Valkar, con voz potente— está marcado que tenemos a una chica en la armada. ¿Está aquí?

Una joven de cabello corto se irguió entre las decenas de hombres que inundaban la habitación, orgullosa.

—También sabemos que hay un doncel ­—complementó Ansgar, el soldado de cabello negro, segundo mejor guerrero del reino.

Un chico de cabello ondulado, de un intenso color castaño, se puso de pie e hizo una ligera reverencia.

—Sean bienvenidos al ejército, jóvenes —concluyó el rey—. A partir de hoy, aprenderán a defender esta tierra con orgullo y valentía. Llevarán honor a sus hogares y protegerán el destino de Valkar.

— ¡Sí, Su Majestad! —corearon todos los jóvenes, decididos.

Los tres hombres sonrieron, asintieron con la cabeza e hicieron una solemne reverencia antes de salir del comedor. Una vez fuera, el rey Rustam miró a los otros dos.

— ¿Y bien? —preguntó con una sonrisa a los dos soldados que salieron con él.

—Yo entrenaré al doncel —se adelantó Einar, entusiasmado.

—Sabía que dirías eso ­—comentó Ansgar—. Yo me encargaré de la chica. Que los demás soldados preparen al resto de los jóvenes.

Con esto, se citó a cada uno de los reclutas en distintas salas del castillo para iniciar su entrenamiento después del desayuno.

DornstraussDonde viven las historias. Descúbrelo ahora