✦ DÍA 6 ✦

2.6K 502 36
                                    


Delfina no sabía qué pensar, la situación era demasiado extraña para alguien acostumbrado a la rutina

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Delfina no sabía qué pensar, la situación era demasiado extraña para alguien acostumbrado a la rutina. No le agradaba salir de su zona de confort, en especial en lo que refería a sus propias emociones.

Por un lado, y aunque odiara admitirlo, la ausencia de Anahí la tranquilizaba; se notaba en sus hombros relajados y en el sueño profundo de las noches. El temor de perder la confianza de su hermana y su preocupación por ser olvidada comenzaban a desvanecerse conforme pasaban los días, aunque también percibía la creciente distancia entre ambas. Era como si la luz en los ojos de Irina se hubiese apagado. La menor disfrutaba de la sensación de que su existencia regresaba a la normalidad, pero eso se contradecía con el desasosiego que le causaba el dolor de su hermana.

Amaba el orden y la seguridad de que las cosas estuvieran siempre bajo control. Y amaba también ver a Irina sonreír, sin importar quién fuera la causa de esa alegría.

A pesar de llevarse apenas unos años de diferencia, Delfina se consideraba la más madura de las dos. No se atrevía a decirlo en voz alta, pero le incomodaba la falta de responsabilidad y la terquedad con la que solía hablar Irina, que era mayor.

Sabía que Irina era una buena mujer, que era apasionada y que a veces se dejaba llevar por sus sentimientos en lugar de por la razón. Y era justamente esto, las buenas intenciones escondidas detrás de sus caprichos, lo que hacía que Delfina no se quejara demasiado.

Estaba ofendida porque su hermana se había pasado la semana entera encerrada en su habitación o fuera del complejo. Se marchaba por la mañana y regresaba apenas para la hora de la cena. No decía nada, no contaba sus aventuras y evitaba responder a toda pregunta. Escondía algo que, posiblemente, podría causarle problemas

Y si ella mencionaba a Anahí o a don Lucio, Irina estallaba. No deseaba oír excusas ni nada sobre el tema. Se negaba a aceptar que su nueva amiga estaba mejor lejos de El Refugio y tampoco comprendía que su benefactor era frío, pero un buen hombre más allá de todo.

Tenían puntos de vista diferentes, pero lo que a Delfina más le fastidiaba era que su hermana ni siquiera se molestaba en escucharla, en intentar comprender sus razones.

Ya se había cansado, estaba harta y no mencionaba el asunto. Asumía que no tenía sentido insistir.

Delfina sacó la tercera tarta del horno y la dejó sobre una mesa mientras ponía la cuarta a cocinarse. Buscaba hallar consuelo en sus obligaciones autoimpuestas, en su monótona rutina. Creía que eso le ayudaría a alejar malos pensamientos y evitar confrontaciones innecesarias.

En el fondo, recordaba un episodio de cuando todavía estaban con vida, un secreto familiar que era tabú entre ambas, y temía que su hermana pasara por el mismo dolor otra vez. No deseaba pensar en ello, se negaba a aceptar la posibilidad, pero algo le decía que su corazonada estaba fundamentada.

«Iri, en serio, no quiero verte llorar», pensó. Era ella la que derramaba lágrimas silenciosas a causa de la preocupación que sentía. No importaba cuánto le enfadara la actitud de su hermana, la adoraba y solo quería verla feliz.

Se planteó entonces la posibilidad de pedirle a don Lucio permiso para que Anahí les hablara por teléfono y asegurara que se encontraba bien. Pero la idea se desvaneció pronto al recordar las palabras de su benefactor. No habría más contacto entre las chicas y solo quedaba esperar que la pelirroja decidiera quedarse luego del juicio.

Delfina miró el reloj que colgaba en el otro extremo de la cocina. Serviría la cena en poco más de una hora.

Con cierto temor, se asomó al pasillo para asegurarse de que nadie se aproximara y, en puntas de pie, fue hacia el teléfono. Sabía que sus movimientos eran sospechosos e inusuales y, al mismo tiempo, era incapaz de actuar con naturalidad. A diferencia de su hermana, no sabía cómo mentir o engañar, cómo pasar desapercibida y sin llamar la atención.

Así, a paso lento, se dirigió hasta el teléfono de El Refugio. Al alcanzarlo, cerró los ojos y respiró hondo. Le temblaban las manos mientras sus dedos giraban de un lado al otro del disco hasta que llegó al final de la combinación.

Aguardó, paralizada en su sitio, hasta que oyó una voz al otro lado.

—Villa Ocampo, ¿qué desea? —atendió Olga.

—Ho-hola —titubeó la chica—. Habla Delfina Vallini. ¿Se encuentra don Lu-Lucio allí?

—Claro, espere un momento por favor. —La empleada se alejó con pasos lentos.

Los cuatro o cinco minutos de silencio causaron que los nervios en la chica aumentaran. Sentía que sus piernas se movían, inquietas, y que su mano libre jugueteaba con un mechón que enroscaba y desenroscaba entre sus dedos.

—¿Qué necesita? —La repentina voz de Lucio llegó desde el otro lado de la línea e hizo estremecer a Delfina—. Tengo poco tiempo, debo ocuparme de un negocio importante.

—Dí-disculpe —susurró ella, casi inaudible—. Sé que usted nos prohibió el contacto con Anahí, pero sabe que mi hermana y ella son buenas amigas, y para aliviar pre-preocupaciones quería saber si existía la posibilidad de que ha-hablaran por teléfono uno de estos días. Es que...

—No —interrumpió él y cortó el llamado.

Lucio consideraba que, si deseaba ganarse la confianza de la pelirroja para convencerla de marcharse, debía hacerla olvidar sus amistades. Romper los endebles lazos que había forjado para que nada la atase al purgatorio. Si estaba sola y aislada, se iría.

Sabía que había sido duro, que la menor de las hermanas no tenía la culpa de su furia y que no merecía aquel trato. Pero mostrar debilidad podría costarle su propia estabilidad mental. Necesitaba ser firme en sus acciones y decisiones hasta que Anahí desapareciera. Luego, podría compensar sus modales con algún obsequio para El Refugio.

En su despacho, don Lucio suspiró. Se llevó una mano a la frente y luego hacia atrás, como si acomodara su cabello. Bufó, miró la hora en el reloj que descansaba sobre una estantería y luego se giró para abandonar la habitación. Era cierto que debía salir. Tenía que cobrar el dinero atrasado de un préstamo que había hecho el mes anterior. No necesitaba la plata, pero sí debía mantener su reputación intacta. Si sus clientes dejaban de temerle, le perderían el respeto.

 Si sus clientes dejaban de temerle, le perderían el respeto

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Purgatorio (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora