✦ DÍA 17 ✦

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Eduardo Soriarte siempre había soñado con la grandeza

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Eduardo Soriarte siempre había soñado con la grandeza. Incluso cuando estaba vivo se había esforzado por sus ambiciones. Quería ser "alguien", resaltar entre el montón. Y estaba convencido de que lo merecía.

Recordaba a menudo la simpleza de su infancia, con padres analfabetos que apenas si podían alimentarlo a él y a sus cinco hermanos. Su madre era costurera para un sastre italiano, mientras que su padre se dedicaba a la construcción y mantenimiento de las vías del tren que estaban en constante expansión.

Él era el menor de los hijos, por lo que nunca le tocó ponerse al hombro la responsabilidad de cuidar a los demás o de proveer para el hogar con un empleo. Sin embargo, eso era lo que Eduardo más quería. Por un lado, le tocaba siempre lo peor, lo usado y gastado, las sobras de sus hermanos. Pero, al mismo tiempo, le impedían hacerse cargo de los mandados, de la limpieza del hogar o de cualquier otro quehacer que se necesitase en la familia. Eso era problema de los mayores. Se sentía pequeño y menospreciado, subestimado por quienes lo rodeaban.

Cansado de tener menos protagonismo en la casa que el florero del living, se unió al ejército apenas alcanzó la mayoría de edad y fue trasladado al sur del país donde, en pocos años, y gracias a su constante esfuerzo, alcanzó el rango de general.

Recién comenzada la década de 1980 lo enviaron de nuevo a Buenos Aires, donde había más muertes que nacimientos cada día. Fueron los peores años de su vida. Se esforzó por dejar de lado su humanidad y convertirse en un monstruo lamebotas que algún día alcanzaría a dirigir al ejército nacional. Ese era su sueño: alcanzar la cima jerárquica.

Pero, antes de que se diese cuenta, una guerra había comenzado. Lo enviaron en una misión suicida a las islas Malvinas. Recordaba vagamente sus últimos días: el frío, el hambre, una herida que no dejaba de sangrar... y haberse despertado luego en el purgatorio, sin noción alguna de lo que había ocurrido.

Josefina lo había encontrado aquella misma mañana. Ella llevaba ya varios años en Argentina y siempre se apiadaba de los recién llegados. Lo llevó a su casa, le dio ropa y comida. Con paciencia, le preguntó sobre el mundo de los vivos, sobre la guerra y sobre lo que ocurría en el país. Le permitió dormir en una habitación de su casa y le explicó todo lo que necesitaba saber sobre el purgatorio y sobre las etapas de decisión.

Eduardo Soriarte era, según palabras de su madre, un cabeza dura. Se pasó casi un mes hablando sobre cómo iba a volver al mundo de los vivos para ganar la guerra, cómo se vengaría de sus superiores y el modo en el que utilizaría su segunda oportunidad para así, por fin, cumplir sus sueños.

Su opinión, sin embargo, cambió cuando conoció a don Lucio Ocampo de Larralde, un hombre manipulador que logró convencerlo de quedarse allí, a su lado y como su mano derecha, con la promesa de entregarle el poder que él tanto anhelaba.

«Al renacer, te tomará décadas volver a comenzar con la lucha por tus anhelos, Soriarte», había dicho el magnate. «Y eso se si siquiera te interesas por seguir una carrera bélica otra vez. No olvides que, al renacer, no recordarás nada. ¿Vale la pena arriesgar tus esfuerzos por una posibilidad absurda? Quedate acá, tenés potencial, yo puedo darte el cargo más alto apenas desaparezca el líder militar del momento. Es una promesa. Un camino seguro».

El día del juicio, Eduardo Soriarte escogió convertirse en un habitante del purgatorio. Y, unas semanas más tarde, le entregaron su nuevo uniforme y el reglamento de Argentina. Estaba orgulloso, feliz de que por fin se reconociera su talento.

Abandonó la casa de Josefina y alquiló un pequeño departamento no muy lejos de allí, así podría visitarla cuando le fuese posible. Ella le preparaba comida, lo ayudaba a limpiar su hogar y hasta le planchaba la ropa. Él, por su parte, utilizaba sus días libres para ayudar a Josefina con tareas más pesadas.

Ella era mayor, pero en el purgatorio la edad nunca ha sido algo importante. Y en tres años celebraron su boda.

Poco después, y luego de la partida del líder anterior, Lucio consiguió —con métodos que nunca le explicó a Eduardo— colocarlo como nuevo general. Soriarte había alcanzado el título máximo que un militar podía tener en el purgatorio. Era el líder de los sunigortes de toda Argentina.

Si bien al principio se sintió agradecido con don Lucio, poco a poco notó la perversidad del hombre y cómo este lo utilizaba. Con la excusa de ser su benefactor y la causa de aquel puesto, el señor Ocampo vivía por encima de la ley. Hacía lo que se le daba la gana. Había forjado una fortuna ilegítima que era respaldada por amenazas y sobornos constantes a otros empresarios. Pronto aprendió que también acogía criminales en algún punto oculto de la ciudad. Eduardo Soriarte comprendió el juego. Lucio era el verdadero líder; él era apenas la cara visible de la ley.

Quería más. Deseaba ejercer su poder sin tener que atenerse a las excentricidades y privilegios de don Lucio Alonso Ocampo de Larralde y sus aliados.

Soriarte ya se había deshecho con disimulo de los demás hombres poderosos de la ciudad, don Ocampo era la única piedra en su camino. Una piedra que no podía quitarse del zapato.

El general se mantuvo atento por décadas, buscó errores y deslices en las acciones del millonario, hasta que por fin encontró lo que deseaba: una forma de destruir la imagen pública de Lucio, y tal vez incluso condenar su alma. Un punto débil.

Había esperado bastante. Se encontraba en la cuenta regresiva. Exprimiría a aquel hombre tanto como le fuese posible antes de quitárselo de encima. Le sacaría provecho de la misma forma que Lucio había hecho con él.

Soriarte se puso de pie y caminó hasta la ventana de su oficina. No muy lejos de ahí se alzaba el complejo de edificios donde cumpliría por fin sus objetivos. En su imaginación, lograba incluso distinguir exactamente qué construcción era.

Expondría a Lucio por lo que era: un criminal. Y lo juzgaría él mismo. Se excitaba de solo imaginar el momento en el que presionaría el gatillo que enviaría a aquel hombre al infierno.

No le había hablado del plan a su esposa porque suponía que ella no estaría de acuerdo, aunque se prometía que, apenas lograra su cometido, le compraría algo especial, lo que ella deseara.

Desvió la mirada por un instante hacia la fotografía de su boda que colgaba junto a la puerta de la habitación.

«Ya casi, querida. Ya casi podré darte el mundo entero en una bandeja».

 Ya casi podré darte el mundo entero en una bandeja»

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Purgatorio (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora