XV

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Lunes. Ya han pasado quince días desde que comenzara de nuevo a escribir este diario. Hace dos semanas que dispuse las piezas sobre el tablero, y los acontecimientos se suceden rápidos. Son movimientos feroces, como los zarpazos de dos tigres luchando entre la hierba baja.Desayuno fuera de casa, en la misma cafetería de siempre. Hoy está un poco más vacía. El viernes pasado no me di cuenta. Creo que aún estaba embriagado por el aroma de la sangre que derramé la noche anterior. Pero hoy sí lo veo con claridad.

El idiota trajeado ya no vendrá jamás a molestarnos tan temprano. Aquí todos le conocían. De alguna manera, todos habían cruzado algunas palabras con él. Es curioso cómo suceden las cosas; cómo ocurre la vida. No veo señales de dolor ni de tristeza en ninguna cara.

Sí saben que ha muerto. Lo comentan abiertamente. Incluso yo me atrevo a hacer algún comentario. "Qué barbaridad. El mundo se ha vuelto loco. Ya no se puede ir seguro por la calle", respondo. Intervengo en la conversación porque me toca, porque sé que es necesario fingir consternación ante un hecho semejante. Qué ridículo. En sus ojos veo que no les importa nada el muerto.

Tienen miedo por ellos mismos, no quieren ser los siguientes en la lista.Pero el tipo ese, el del traje... Ese no le importa a nadie. Nadie le importa a nadie. Es el egoísmo en el que vivimos; en el que nos hundimos; en el que naufragamos como una patera a la deriva.Paseo con tranquilidad por el centro después de desayunar. Paso por delante de la heladería.

Aún está cerrada. Leo en el cartel que abren a las once de la mañana. Es perfecto. Tengo tiempo devolver a la pensión para recoger el material. Lo guardo en el doble fondo de una maleta de esas que tienen ruedas y asas para transportarla. Hoy bastará sólo con un cuchillo mediano, bien afilado. Aveces no es necesario mucho más.Antes de salir de la pensión de nuevo, me tumbo en la cama boca arriba, dejando que pasen los minutos. Iré a eso del mediodía. Tendré que ser cuidadoso. Repaso el plan en mi cabeza una y otra vez. Es simple, fácil.

Un movimiento directo sobre el tablero. Sin complejidad. Una jugada valiente, a la luz del día. Espero que sepas apreciar su valor.Salgo hacia la heladería. Una vez allí, espero fuera el momento justo. Hay dos personas comprando helados. Son extranjeros. Dejo que salgan y, justo después, entro yo. La muchacha me atiende con educación. Finjo no decidirme por el sabor del helado que quiero. Señalo uno. Ella me dice que es una gran elección, que ese es su favorito. Vainilla con pequeños trocitos de chocolate.Miro hacia la puerta. No hay nadie.

Ella se inclina sobre el congelador. En su mano lleva el cucharón para sacar el helado. Está bastante duro, y veo cómo tiene que esforzarse para rellenar el cucurucho grande que he pedido. Vuelve a agacharse para sacar otra bola. En ese momento yo agarro su cabeza con mi mano izquierda desde el otro lado del mostrador. En la derecha ya empuño el cuchillo. Ella no llega a gritar. Clavo el acero en su cuello y tiro del mango con un movimiento brusco, seco. Secciono parte de su garganta. La sangre sale a borbotones y se desparrama sobre los helados. En menos de unos segundos el color de su cara cambia por completo. Su cuerpo, ya flácido y sin fuerza, se desploma sobre los tarros. Suelto su cabeza y, rápido, voy hasta la puerta de la calle.No hay nadie. Es una calle tranquila. Me pongo los guantes y bajo la persiana de seguridad. El interior de la tienda queda en una penumbra que me parece hermosa, romántica.

Vuelvo hasta el cuerpo de la mujer. El calor de la sangre derramada derrite lentamente los helados. Una pasta con sabor a muerte se forma en el congelador. Saco algunas tarrinas. Necesito hacer sitio para su cuerpo.El tronco ya está dentro del congelador. Agarro sus piernas y las empujo dentro. Cierro. Observo la escena. A través del plástico translúcido del congelador veo la mezcla de sabores. Un helado humano con toques de vainilla.Dejo mi nota sobre el mostrador. Recojo su teléfono móvil, que está junto a la caja registradora. Limpio la sangre del cuchillo con los trapos de cocina que encuentro. Reviso la escena antes de acercarme a la salida. Subo la persiana hasta la mitad. Alguien pasa por la calle.

Dejo que se marche. Espero unos segundos hasta asegurarme de que no queda nadie. Salgo y vuelvo a bajarla persiana. Me voy caminando tranquilo. Me cruzo con un grupo de extranjeros. No se fijan en mí.Están encantados observando los edificios.Cuando estoy a varias manzanas de la heladería, marco el número de un periódico distinto al de las otras veces. Hay que repartir la suerte. En medio minuto explico lo que necesitan saber.

Borro las huellas del teléfono y lo tiro a una alcantarilla.Despacio, camino hacia un restaurante de la zona. Tengo ganas de comer algo. El trabajo duro me abre el apetito. Y hoy he trabajado muy duro.

Yo psicópata. El diario de un asesino IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora