VI

34 6 0
                                    

Sábado por la mañana. Hoy he vuelto a bajar a desayunar al mismo bar. Esta vez las caras no eran las de siempre. Sólo había tres personas en toda la cafetería: muchachos jóvenes que hablaban a gritos. Los tres tenían la mirada perdida, los ojos enrojecidos por una noche de alcohol y música.Desayunaban sentados en una mesita, mientras se contaban las hazañas de las últimas horas. Yo los observé tranquilo, apoyado sobre la barra. Supuse que ninguno de ellos tendría más de veinticinco años. Hablaban de las chicas que habían conocido aquella noche, de sus tetas y sus culos. Uno de ellos había conseguido ligar, y contaba en voz alta cómo se había follado a una muchacha morena en el asiento de atrás de su coche. Hablaba tan alto que era evidente que pretendía que le escuchara todo el mundo. Pero allí casi no había nadie más. Su hazaña quedaría envuelta en una neblina de alcohol y drogas. El olor a mujer desaparecería después de ducharse, y entonces volvería a ser el mismo ser mediocre de siempre. Seguiría sentándose delante del ordenador para hacerse pajas viendo vídeos en Internet, mientras sobre la mesa se acumulan los apuntes del máster que está estudiando. Y dejaría pasar los días entre pornografía gratuita y apuntes, esperando el siguiente fin de semana, la siguiente fiesta, el siguiente polvo. Y nada más.

El camarero los miró de reojo mientras encendía el televisor, que gobernaba el local desde lo alto de una de las esquinas. Permanecí atento a las imágenes, esperando que algún noticiero contara mi jugada de ayer. Pero en la pantalla sólo aparecía gente hablando de estupideces: crisis, economía,mercados, bolsas, divisas... Todos eran malditos expertos, todos hablaban como si fueran las máximas autoridades. Pero todos estaban igual de jodidos que los demás. Su gran sabiduría no les había ayudado a evitar los problemas. Farsantes. Malditos mentirosos. Todos. Saqué mi teléfono del bolsillo y busqué en todas las ediciones digitales de los periódicos. No encontré nada. Mi jugada inicial, mi apertura, no era digna de su interés. Me extrañó bastante.Aquello no era normal.

Pagué mi desayuno y salí a la calle, justo antes de que los tres muchachos volvieran a contar,de nuevo, las mismas historias que llevaban contando desde el principio. Caminé en busca de un quiosco para mirar en las ediciones en papel. Tardé bastante en encontrar un quiosco que no estuviera cerrado. La mayoría de ellos ya sólo servían para pegar carteles anunciando conciertos, y para que los grafiteros dejaran allí su firma. El mundo estaba cambiando. Por fin, encontré un quiosco. Ninguna de las ediciones en papel decía nada de mi obra. Sentí ira, náuseas. ¿Cómo podía estar ocurriendo aquello? Sin la prensa, mi cebo no serviría de nada, y todo mi plan se venía abajo. Había que solucionarlo. Había que volver a matar. Y había que avisar ala prensa.

Repetir el mismo patrón podría ser un problema. Estaba seguro de que nadie me había visto, pero no debía volver por esa calle, al menos durante unos días. Decidí caminar, buscando otro objetivo, otro peón para mi partida de ajedrez. De repente, la solución se presentó ante mí. Una sala de cine. Allí volvería a matar. Lo haría el domingo. Y el lunes el traidor ya estaría tratando de dar conmigo.

Yo psicópata. El diario de un asesino IIWhere stories live. Discover now