—Me gusta este edificio —dice uno de los jeques—. ¿Estarías dispuesto a venderlo? —le pregunta a mi padre.

—Por supuesto —sonríe—, siempre que hablemos de un precio razonable.

—Necesito hacer algunas fotografías para estudiarlo con mi arquitecto. ¿Te importa? Si me quedo con él me gustaría saber si se puede remodelar.

—Claro —vuelve a sonreír. Sé que se las arreglará para sacar un buen pellizco. Ya lo ha hecho otras veces.

El jeque saca el teléfono de su túnica y comienza a fotografiar todo lo que ve. Cuando pasan a mi lado, el más interesado en el edificio se me queda mirando, mientras que los otros dos hablan con mi padre.

—Pareces muy fuerte. —Señala mis brazos—. Serías un buen soldado. —Cuando se da cuenta de que se queda atrás aligera el paso y vuelve con ellos.

Salgo afuera y está todo lleno de personas vestidas con más túnicas y trajes.

—¿Has visto cuanta gente? —Me sobresalto al oír la voz de Lorena tan cerca. Me giro esperando encontrar a Sara y no está con ella—. Han venido solo para mirar. No pueden acercarse ni de lejos a la fortuna que tienen esos tres.

—¿Y la virgen? —No puedo evitar preguntar.

—Te gusta esa zorra, ¿verdad?

—Solo quiero saber dónde está. Lejos de lo que crees, me preocupo por el negocio. No me gustaría que por una imprudencia tuya se escapara y quedáramos en ridículo.

—Vaya... me equivoqué. Sí que eres hijo de tu padre —ríe—. Está allí. —Señala una especie de tarima alta que no había visto antes—. Están preparándola. —La mujer morena está con ella.

Sin pensarlo demasiado, camino hacia la tarima dejándola con la palabra en la boca. La oigo protestar, pero me da igual. Necesito estar con Sara aunque solo sean unos minutos más. A medida que se acerca la hora, me siento peor.

Cuando llego, Sara me mira, y aprovechando que la mujer morena se gira hacia otro lado, un "ayúdame" mudo sale de sus labios. Tengo que bajar la mirada en ese momento porque soy incapaz de mirarla a los ojos. No voy a poder cumplir mi promesa. Cuando vuelvo a alzarla, está llorando. Intuye que no hay nada que hacer. Verla así me rompe el alma y comienzo a mirar en todas direcciones. Quizás cuando vayan a llevársela... si les entretengo, ella pueda subir a algún coche y escapar.

Le hago un gesto para que vea lo que voy a hacer y camino hasta los coches. Miro a través de las ventanillas y descubro que casi todos están abiertos y tienen las llaves en el contacto. Solo habría que girarlas y pisar el acelerador. La busco con la mirada y señalo el que está mejor posicionado para huir. El motor tiene tantos caballos que es capaz de derribar la puerta de metal sin ningún problema.

Vuelvo a la tarima y busco una excusa para subir. Necesito decirle algo a Sara. Me doy cuenta de que tienen problemas con el sonido y me aprovecho de ello.

—¡Dejadme a mí, inútiles! —grito y subo los escalones. Me acerco al equipo de sonido y saco algunos cables sin que me vean—. Prueba ahora. —Uno de los empleados habla por el micrófono y el sonido no aparece—. Tenéis mal toda la instalación. Seguro que hay algo sin conectar. —Comienzo a moverme por toda la plataforma con la excusa de comprobar qué cable está suelto y me inclino al

lado de Sara—. Cuando te dé la señal, no mires atrás. Sube al primer coche y corre. Tiene las llaves puestas. —No veo su cara y no sé si me ha oído—. Si lo has entendido, mueve el pie derecho. —Miro su pie y respiro aliviado cuando veo que se mueve.

Termino la instalación y cuando el sonido funciona, me bajo de la tarima. Un par de minutos después llega mi padre con los clientes. Todos parecen muy contentos. Les ofrece la primera fila de asientos y sube con Sara.

—¡Hola, amigos! —los saluda—. Ya sabéis a lo que hemos venido a hacer aquí, ¿cierto? —Todos gritan—. Pues entonces, no nos demoremos más. ¡Que empiece la gran subasta! —Mi respiración se acelera.

Mi padre lanza una enorme cifra de inicio y rápidamente el cliente norteamericano la dobla. Uno de los jeques la sube y el otro no se queda atrás. Sara y yo no dejamos de mirarnos en ningún momento. Sé que está valorando los riesgos y tiene miedo de lo que pueda pasar. Sobre todo, porque no sabe lo que haré yo. Si lo supiera, no me lo permitiría. Pero soy consciente de que es su única oportunidad y no pienso desaprovecharla. No sé qué me pasa con ella, pero prefiero estar muerto antes que vivir sabiendo lo que le están haciendo.

Las sumas cada vez son más elevadas y todos gritan emocionados. Hay un claro pique entre ellos y ninguno quiere abandonar. Varios minutos después, cuando las sumas casi son innombrables, el norteamericano se rinde. La gente aplaude a los que siguen y estos continúan pujando como si no hubiera mañana. Está claro que uno de los jeques será quien gane.

Los ojos de mi padre brillan con las cantidades. Ha pasado de ser una subasta a una competición. Estoy seguro de que ni siquiera recuerdan por qué están pujando.

El norteamericano se levanta, hace una señal a todos los que venían con él y se marcha cabreado. Miro hacia atrás y me tenso cuando veo que entra en el coche al que debería subir Sara y se marcha con él. Varios vehículos más le siguen. Todos los restantes están colocados de tal manera que tienen peor acceso y salida.

Sara me mira y entiendo lo que quiere decirme. Trato de calmarla con otro gesto, pero es inútil. Se ha dado cuenta del problema igual que yo. Cuatro árabes se colocan a mi lado y me miran. Me incomodo e intento ignorarles.

Las cifras siguen aumentando y las voces de la gente comienzan a ser demasiado molestas. La cabeza me duele y tengo que ponerme los dedos sobre las sienes para aliviarme. La tensión está pudiendo conmigo. Al ver que me muevo, los cuatro hacen un intento de venir hacia mí, pero cuando ven que solo me he tocado la cabeza, se detienen. «Qué extraño», me digo.

Uno de los jeques comienza a tardar en subir la puja y todo parece indicar que está empezando a perder el interés. Minutos después compruebo que estaba en lo cierto y también se retira, y se proclama vencedor el que se dirigió a mí en el pasillo.

—¡La virgen ya tiene dueño! —Mi padre grita entusiasmado por el micrófono. Acaba de engordar su cuenta bancaria más de lo que jamás hubiera imaginado. Apenas puedo oírle por el jaleo. Todos están celebrando la venta.

El jeque ganador sube a la tarima y se acerca a Sara, la huele y esta se aparta con asco de él. Mi cuerpo duele por la tensión y tengo que respirar profundamente para calmarme. Todavía no es el momento.

La toma de la muñeca y tira de ella en contra de su voluntad. Forcejea, pero no tiene nada que hacer. El jeque toma el micrófono, da las gracias a todos los asistentes y les pide que se acerquen a los coches para obsequiarles con un recuerdo de su país. Al oírle, la vista se me nubla. No puedo creerlo. La única salida que teníamos acaba de esfumarse ante mis ojos. Con tanta gente alrededor de los coches, Sara no podrá escapar.

Todos los que están allí le siguen, incluido mi padre. Todos menos los cuatro árabes que tengo cerca de mí. Trato de ignorarles de nuevo. Me armo de valor, cierro los puños con fuerza y me preparo para correr hasta el jeque. Necesito captar todas las atenciones para que Sara, valiéndose de la confusión, pueda huir. Justo cuando tomo el impulso que necesito, los cuatro árabes se echan sobre mí.

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