Anahí se puso de pie y encendió las otras lámparas, apliques para la pared que habían sido fáciles de colocar por todos lados para ahuyentar la oscuridad. Luego, se miró en su nuevo espejo de cuerpo completo, que estaba apoyado contra un rincón, pero que iría atornillado dentro del placard, contra una de las puertas.

Hizo caras chistosas mientras observaba su reflejo. Posó varias veces, analizó su figura y admiró lo bien que le quedaba su camisón a lunares. Miró después el reloj que colgaba sobre su cama, ya eran casi las dos de la tarde y se había perdido el almuerzo.

Se encogió de hombros y se puso a trabajar en los últimos detalles de su habitación, tarea que le tomó todo el día.

Se encogió de hombros y se puso a trabajar en los últimos detalles de su habitación, tarea que le tomó todo el día

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Ya había pasado el mediodía cuando Lucio decidió irse a acostar. La noche le resultó más larga que nunca. Un extraño sentimiento de vacío lo había invadido desde que había llegado a su casa; vacío que intentó llenar aplicando tinta sobre papel, derramando anécdotas sobre el manuscrito que jamás terminaría.

Como si acabase de despertar de un largo letargo, de un sueño hipnótico, don Lucio sacudió la cabeza para despegarse así del pasado y devolver su mente al presente. Le dolía la sien por el esfuerzo que hacía al concentrarse en momentos específicos para poder recordar los detalles. La nostalgia lo había obligado a narrar la tormenta anterior, la historia del alma que sacudió el purgatorio como un terremoto que destruye la ciudad construida justo sobre su epicentro. No se atrevió a deletrear su nombre en aquel instante, temiendo que el repetirlo pudiese invocar a los demonios de su pasado. Con cuidado, encontró formas de evitar el sustantivo propio, entre apodos y referencias.

Bostezó. Con los años había aprendido que las almas no necesitaban dormir, que lo hacían por costumbre. Y la práctica le ayudó a dominar el vicio mortal del sueño, lo que le permitió manejar sus negocios bajo el sol y escribir bajo la luna. De vez en cuando, el estrés mental le jugaba una mala pasada y lo tentaba con la falsa ilusión del sueño. Era una de esas mañanas.

Se puso de pie y caminó hasta la ventana. Observó la difusa silueta de la ciudad por un instante, antes de hacer sonar la vieja campana que llamaba a su empleada más antigua, Olga.

La mujer rondaba los sesenta años en apariencia, con el cabello blanco de raíces a puntas. Tenía los ojos celestes ya descoloridos, casi tan grises como la ciudad. Su sonrisa era permanente y amable.

Olga golpeó la puerta del despacho y esperó a que su empleador le permitiese pasar. Le preguntó a don Lucio si quería tomar mate, como lo hacía todas las mañanas, pero él negó con un movimiento de su cabeza. Le indicó que necesitaba descansar y que no quería ser molestado hasta nuevo aviso. También pidió que revisara su agenda y llamara a todas las personas que debía visitar para cancelar las citas hasta la semana siguiente.

La mujer asintió y se dirigió al teléfono que se encontraba en aquella misma habitación. Abrió la agenda y comenzó a marcar el primer número mientras don Lucio se retiraba a sus aposentos para descansar.

Purgatorio (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora