Semana 24

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La casa de Dimitri continuaba tal y como la recordaba: bonita, acogedora y elegante

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La casa de Dimitri continuaba tal y como la recordaba: bonita, acogedora y elegante. Pagué la tasa correspondiente al taxista y me apresuré a refugiarme del abrasador sol bajo el porche. De camino a la entrada, vislumbré un vehículo negro a mi derecha, estacionado en el aparcamiento privado de Dimitri, al cual solo se accedía si tenías la llave que abría la puerta metálica. No pude discernir si tenía un conductor a causa de los cristales ahumados, pero tampoco hice el amago de aproximarme. Dudaba que los periodistas hubieran burlado la valla de seguridad hasta llegar a la propiedad, y que Dimitri permaneciera de brazos cruzados mientras ellos se acomodaban. Mi ímpetu por reencontrarme con él antes de que decidiera llamarme superó a su promesa de que no me abandonaría. Me había dado un baño y puesto un vestido cuyo estampado me recordaba a un campo de amapolas, acompañando el atuendo con un pequeño bolso de mano en el que llevaba el teléfono y el dinero para costear otro taxi. Me había arreglado para que Dimitri se sorprendiera incluso más al verme en la puerta de su casa.

Acomodé el cabello detrás de mis hombros desnudos y llamé a la puerta en dos ocasiones, esperando con impaciencia para admirar el rostro de Dimitri. Había tenido las dos semanas más horrorosas de mi existencia por su ausencia y su silencio, y no solo hacia mí. Los periodistas escribían en la sección de cotilleos que el nuevo presidente de las industrias no abandonaba su casa desde que su padre le otorgó ese puesto. Dimitri nunca se escondía de la prensa ni se callaba cuando el artículo resaltaba un hecho que no era cierto.

Esperé durante dos minutos, pero nadie acudía para recibirme. Era extraño. Abandoné el timbre y decidí aporrear la puerta con los nudillos, creyendo que eso daría a entender que no me marcharía hasta verle el rostro.

Palidecí cuando la puerta cedió con el primer golpe, sin el menor esfuerzo. El cerrojo no estaba echado, tampoco la llave. Crucé al interior del recibidor, manteniendo la puerta abierta tras de mí para alumbrar la casa. Las persianas estaban subidas, pero las cortinas tapaban los rayos de sol que intentaban iluminar las distintas estancias. No escuché nada que indicara presencia humana.

—¿Hola? —pronuncié con un poco de temor.

Me tomé la libertad para cerrar la puerta con los seguros, evitando que el dueño del vehículo aprovechara la repentina e insólita soledad para robar. Apreté la mandíbula mientras avanzaba con pasos lentos y cautelosos. Conforme me aproximaba a las escaleras, me iba encontrado con objetos rotos esparcidos por el suelo. Mi cuerpo se estremeció por las decenas de ideas que cruzaron por mi mente. Tuve que abrazarme, envolverme el torso ante la mala sensación que me invadía. La cocina no mostraba señales de haber sido saqueada, tampoco el salón. El desastre procedía de la planta superior, por lo que ascendí las escaleras con celeridad, topándome con las macetas resquebrajadas. La tierra había humedecido la alfombra, llenándola de círculos de suciedad, y las flores marchitas indicaban que llevaban así varios días, no horas.

Contuve la respiración al percatarme de que el cuadro en el que Dimitri aparecía de pequeño con Mary también se había hecho añicos; los cristales indicaban que el motivo de su rotura se debía al impacto de la película de vidrio contra los escalones.

Cuarenta semanas [Los Ivanov 1] [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora