46 - La intuición de una mujer es más precisa, que la certeza de un hombre

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Corren los últimos días del mes de agosto y la claridad abrevia en las tardes, haciendo dueña y señora, cada día más pronto, a la noche. Paloma camina apresurada por las estrechas y serpenteantes calles de la Villa, solo iluminadas por la luz anaranjada de las antorchas colocadas equidistantes unas de otras. Lleva cubierta la cara y el cabello con su chal de lana, empeñada en que la confundan con una anciana. A esas horas tardías tan solo pululan por la ciudad, rufianes, maleantes y ladrones, solos o en compañía de alguna meretriz. Sabe el riesgo que corre. No obstante y pese a ello debe llegar hasta la iglesia de San Ginés. Debe entregar la información que ha obtenido y aguardar que no sea una simple ilusión de su corazón, el creer que el Gato Negro/Dídac, esté vivo.

Solo se oye el sonido de sus zapatos sobre el duro empedrado rompiendo el silencio de la noche. De vez en cuando gira la cabeza hacia atrás por si alguien la acecha. Enfila la calle de Bordadores y entra en el Templo. De nuevo la envuelven los efluvios de la cera derretida y el penetrante aroma del incienso. Se persigna ante la imagen del Cristo, y hace una ligera genuflexión. Luego camina hasta la imagen de la Virgen del Rosario con el paso firme y la mirada baja. Ocupan el lugar las beatonas de siempre, y piensa para sí. -« ¿Es qué estas mujeres no tienen casa?». Llega hasta la figura sagrada y mira hacia atrás. Allí, al fondo, junto a la puerta de salida del santuario, se hallan los confesionarios. Uno a cada lado del pórtico. Al parecer el párroco de San Ginés está oyendo la confesión de un feligrés. Debe ser prudente y esperar. No puede dejar la nota, está demasiado expuesta a miradas entrometidas. Se persigna otra vez ante la representación de la Virgen, y camina hasta los bancos para sentarse a rezar.

La andaluza no lo sabe pero quién se halla confesando ante el cura, es Lander Horia. Lleva ya un buen rato en el santo lugar, vigilante por si la andaluza se reporta por la parroquia con noticias sobre el complot contra Felipe IV. Así se lo ha ordenado su señor. Ya qué él no debe hacerse ver. Pues ante todo el mundo está muerto. Tras unos minutos de espera, el buen escudero del Gato Negro piensa que no estaría de más testimoniar ante el párroco y ante Dios los múltiples pecados que en los últimos meses ha cometido. Y así, se acerca hasta uno de los confesonarios llegando poco después; el eclesiástico. El hombre penetra en el cubículo de madera sin hacer ruido, destapa la cortinilla y espera a que el mozo hable. -¡Ave María purísima!

El sacerdote contesta en un susurro a través de la celosía que les separa. -Sin pecado concebida. ¿Qué es lo que tenéis que contarme, hijo?

El vascuence traga saliva con dificultad. Hace una buena cantidad de años que no se confiesa, y no lo habría hecho. Pero tanto tiempo allí frente al Cristo rodeado de imágenes santas han calado profundamente en su conciencia, además desde que hace unos meses se convirtió en escudero del Gato Negro, ha pasado por vicisitudes, que en varios aspectos le parecen pecaminosas. Así que, para acallar los remordimientos de su alma, necesita desahogarlos ante el clérigo, y que éste le imponga la pena que considere oportuna. Tímido comienza a hablar. -Padre, he de confesar unos delitos muy graves. –Y se calla. El cura espera unos segundos de rigor y luego ante el mutismo de su parroquiano le exhorta a continuar.

-¡Bien, hijo! Estoy aquí para escucharos y para ayudar a vuestro espíritu a encontrar el camino del bien y de la paz. Hablad sin miedo.

El escudero se anima a seguir con su relato. -Padre... Pero esto... no saldrá de aquí, ¿verdad?

El cura, un anciano entrado en carnes y poco sosegado, comienza a impacientarse y armándose de temple le responde. -Hijo, os escucho bajo secreto de confesión, y por supuesto que lo que me contéis, no saldrá de aquí. Comenzad ya, ¡Por favor! –más tranquilo el taheño desatado empieza a relatarle sin parar. Como si fuera una espingarda.

-Padre he de confesar que desde hace unos meses he asistido a la muerte de varios hombres. -el sacerdote se persigna ante tamaño testimonio. Ya sin frenos se justifica. -Todos ellos merecían morir, Padre, pues eran malos de pensamiento y de acción. Y en alguna que otra ocasión también salvé la vida del caballero al que sirvo, ya que estaba en peligro.

-Entonces, ¿Todas esas muertes fueron en defensa propia?

-¡No, padre! Fueron en defensa de mi señor. Pero, claro... si lo miramos de esa manera... pues tal vez en defensa propia. Porque claro si hubiera matado a mi señor, después de seguro Padre, hubieran venido a por mí. Así es que, ¡pues sí! Fueron en defensa propia.

El cura escucha estoico la perorata del mozuelo que estaba aduciendo sus actos ante él y le responde. -Hijo, aunque haya sido así, son asesinatos. Según los Diez Mandamientos de la Ley de Dios. El quinto dice. «No matarás». Estáis en pecado mortal, hijo mío. ¿Hay algo más que deseéis confesar?

Lander cavila por unos instantes y a continuación declara. -Bueno, Padre... ya que estoy en pecado mortal le confesaré todo lo demás. Confieso que he robado para comer y dar de comer a mi señor y a su sobrinita. No vaya usted a creer que lo he hecho por gula, ¡Qué, también! Porqué menuda hambre pasamos en este siglo, Padre. Confieso también que he entrado en casas ajenas, pero allí no he robado nada... ¡Bueno! Salvo la másc... -Se echa una mano a la boca. Ha estado a punto de descubrir el robo del antifaz veneciano. -confieso que he visitado los lupanares de la Villa. Confieso que tengo un hijo fuera del matrimonio. Allá en las Vascongadas. ¡Solo uno, padre! No como el Rey, nuestro señor, que tiene regada a toda España. Confieso que he profanado tumbas y desenterrado cadáveres... confieso que...

-¡Callad ya, por favor! –Exclama el cura harto de tanta monserga. -¡Esto es inadmisible! Parece que estuviera ante el mismísimo demonio. –Sorprendido ante el chillido del clérigo, Lander le indica.

-Pero... Padre... Todavía no he terminado.

El cura exhala el aire de sus pulmones con fuerza y responde. -¡No importa! No deseo escuchar nada más. Voy a mandaros una penitencia, y será grande. Dados los hechos que me habéis contado. Todas las noches habréis de rezar diez Padre Nuestros, diez Ave Marías; además de flagelaros la espalda veinte veces cada noche.

-¿Eso es todo, Padre?

Alterado el párroco vocea. -¡Eso es todo! De todas formas bastante penitencia tendréis con todo eso que me habéis relatado sobre vuestra conciencia. –Se dispone a abandonar el confesionario y para terminar añade. -«Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris el Filii et Spiritus Sancti». Y se marcha dejando al pobre Lander hecho un mar de dudas.

........

Paloma ve salir al sacerdote y se tapa aún más su cara. El hombre pasa por su lado como una exhalación, y sin decir media palabra marcha hacia la sacristía. Las beatonas se levantan y entre murmullos siguen al párroco. Al parecer deben tratar con él algún tema monacal. Cuando las viejas desaparecen dentro de la sacristía, ella se levanta como un rayo y camina diligente hacía la imagen divina.

El vasco descorre la cortinilla que permite el acceso al confesonario, para salir de él, y entonces ve a la muchacha. Vuelve a sentarse dentro y observa sus movimientos, tras un pequeño resquicio en la cortina. Paloma se acerca a la representación, besa con delicadeza los pies de la Virgen del Rosario, saca un papel doblado por cuatro veces y lo coloca detrás de la figura divina. Permanece unos minutos más allí entregada al rezo, y finalmente persignándose abandona su sitio junto a ella. Antes de irse enciende unas velas. Poco después parte de la iglesia.

Lander Horia, el fiel escudero de Dídac Blanxart sale de su escondrijo, mirando a un lado y otro para evitar ser sorprendido. Se aproxima hasta la imagen santa y rescata de su parte trasera el papel depositado por la rubia. Rápido se la guarda en su zurrón. Se persigna ante el Cristo y sale veloz hacia la casa de los Ventura.

Continuará... 

El Gato Negro (The Black Cat) [Adam Driver]Where stories live. Discover now