35 - El descubrimiento del colgante de la buena suerte (La Cruz Trebolada)

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La noche llega al fin, y con ella, el descanso ansiado. Se retira a sus aposentos. Ha sido un día muy largo y arrastra el cansancio de la pasada noche en vela, cargada de aventuras y plagada de descubrimientos. El día tampoco le ha dado tregua. La visita de su protegida, le ha traído la terrible noticia de la identidad del asesino de sus queridos amigos, casi hermanos. Almudena y Manuel. Y después, el hallazgo de esa cámara oculta, llena de misterios e incógnitas.

Entra en su recámara y cierra la puerta tras de sí. Al fin está sola. Un suspiro largo y hondo se escapa entre sus labios. Debe meditar y ordenar sus pensamientos. Son tantos los sucesos juntos que debe serenarse y tratar de buscar una solución para cada uno de ellos. Está exhausta y carente de energías. En esos momentos solo tiene fuerzas para llorar. Se acerca hasta la cama y toma de debajo de la almohada, su camisón. Lo deposita sobre las ricas sábanas de lino blanco, y luego se sienta sobre el mullido colchón. Alarga la mano hasta la mesilla y abre el cajón. Dentro descansa su libro de poemas de Francisco de Quevedo. Además allí guarda un preciado objeto, al que considera aparte de su amuleto familiar, una prenda de amor, y que hace muchos años siendo una cría, le regaló a Blanxart. Lo conserva envuelto en un suave lienzo de encaje desde que lo descubriera en posesión de Antía, y se le rompiera el corazón por segunda vez.

Todavía le parece inconcebible la insensibilidad que el catalán había demostrado entregándole su extraordinaria y más apreciada posesión a la otra muchacha. Aun con la inconsciencia de la pubertad y las hormonas revolucionadas. Pensaba que el detalle que había tenido para con él, había significado algo. Por qué no le entregaba un simple objeto, era el más querido por ella y en el acto llevaba implícito su corazón. Pero en ese entonces era solo una cría de nueve años, y no podía competir con la belleza y desenvoltura de la que ya era poseedora, la quinceañera Antía Cucalón. Decidió callar y no pedirle explicaciones por el desprecio que había supuesto para ella, encontrar la joya de su familia en otras manos distintas a las que había hecho entrega. Sospechaba cual iba a ser su respuesta. Ella solo era una ilusa niñita, y él, tal y como le había explicado la aristócrata, le había regalado el colgante como prueba de su amor adolescente. La sangre comenzó a hervirle en las venas, y abandonó los aposentos de la baronesa llevándose la cruz. Al fin y al cabo no es su prenda de amor, es su única herencia familiar.

Lo desenvuelve con cuidado, y ante sus ojos aparece el preciado colgante de plata vieja. La única joya que posee junto a sus pendientes de perlas. Los únicos objetos que le dejó como herencia, su pobre madre. Pasea sus finos y delicados dedos por el relieve de la cruz trebolada y rememora el momento en que habló por primera vez con Dídac Blanxart. El que estaba destinado a convertirse en su gran amor.

Era una inocente niña de ocho años y las serpenteantes y estrechas calles del Madrid más castizo ya no le parecen tan mágicas y rebosantes de secretos y encanto como cuando llegó a la capital hacía tres años de la mano de su madre, ambas procedentes de Sevilla tras huir de un progenitor y esposo pendenciero, borracho y maltratador.

Se instalaron en una rancia posada de la Cava Baja y su madre, pese al cansancio del largo viaje, se aprestó a la tarea de buscar trabajo sin más demora. Estrechando entre sus trabajadas manos y muy cerca del corazón, la crucecita trebolada le prometió esperanzada. – ¡Ya verás, Paloma! Pronto tendré trabajo. La cruz de mi abuela Desideria nos traerá suerte.

Y así fue. Como si la cruz tuviera poderes y concediera deseos, pocos días después de llegar a la ciudad, la mujer encontró trabajo como sirvienta en casa del viejo comendador don Juan Cucalón, padre de Antía, la baronesa de Castro. Un antiguo soldado, ya retirado perteneciente a la «Orden de Santa María de Montesa». Su madre siempre estrechaba entre sus manos, la crucecita trebolada y le decía. -¿Ves, Paloma? La cruz de mi abuela siempre nos trae suerte. –Así fue como conoció a la aristócrata y se hicieron amigas, pese a que la joven era seis años mayor que ella. La adolescente era de naturaleza volátil y demasiado pretenciosa para su posición, y a las jovencitas de su edad no parecía agradarles. No obstante, la pequeña Paloma siempre estaba dispuesta a salir con ella de paseo y aguantar sus delirios de grandeza. Además, Antía se comprometió a instruirla, y lo hizo. Así la sevillana aprendió en poco tiempo a leer, escribir y las cuatro reglas. Pero la suerte se diluyó con tanta rapidez como había surgido, y el pequeño mundo casi perfecto que habían creado en poco menos de tres años, desapareció. Su dulce madre cayó enferma con unas fiebres muy altas que nadie pudo curar, y en poco menos de dos semanas falleció.

El Gato Negro (The Black Cat) [Adam Driver]Where stories live. Discover now