19 Viejos camaradas

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Temprano, en la mañana que se prevé de nuevo calurosa, Zigor abandona la cárcel de Corte dónde ha pasado toda la noche. Desde que no frecuenta a Antía, baronesa de Castro con la que compartía el lecho día sí y día también, no le apetece volver al viejo cuarto que tiene arrendado cerca de la calle de Atocha, en la calle Carretas atravesando la Plaza del Ángel. Un cuartucho pequeño y mugriento en un viejo hostal quejumbroso. No quiere estar solo allí, reconcomiéndose por dentro. Dándole vueltas a con quién pasará las noches la aristócrata, tal vez con el Rey. Por ese motivo, pasa sus largas y tediosas noches en la cárcel. Allí siempre hay tarea. Algún interrogatorio; quizás una nueva tortura. Le gusta martirizar y buscar nuevas formas de dolor para hacer hablar a los detenidos. Disfruta viendo cómo se refleja el miedo en sus ojos. Le hace sentirse superior.

Es así, cruel y despiadado sin un asomo de piedad en su alma rota por el sufrimiento vívido durante su infancia y su juventud. La tortura es lo que más le divierte, aparte y en otro orden bastante opuesto, se encuentra el juego a los naipes. Juega a la brisca, al guiñote, al tresillo. Algunos de sus hombres se juegan su salario antes de haberlo cobrado. A una buena partida con sus guardias nunca le hace ascos.

Sale de su habitual lugar de trabajo calándose su negro sombrero de ala ancha adornado con una vistosa pluma del mismo color y enfila la calle de Atocha. Luego gira por una callejuela lateral a la cárcel y llega hasta la calle de la Colegiata. Ya está muy cerca del lugar dónde se ha citado con un antiguo compañero de la «Guerra de los Ochenta Años», al que conoce desde 1631 durante el asedio y posterior pérdida de la ciudad de Mastrique a manos del príncipe de Orange, Federico Enrique de Nassau.

Los dos habían compartido largos meses en la húmeda y lejana Holanda. El tiempo que había tardado aquel astuto noble en rendir la ciudad. Su primer destino como soldados, con dieciocho años recién cumplidos ambos, había sido aciago. Una de las muchas derrotas que recibieron los «Tercios Españoles» en aquellas sombrías tierras apenas bañadas por el sol. Desde entonces, se habían visto de cuando en cuando, y justo ahora que le necesitaba, volvía a aparecer en Madrid.

Sonríe para sí, al recordar las cientos de anécdotas que los dos han compartido y así sin darse apenas cuenta llega a la Calle del Amparo que recibió ese nombre hacía unos pocos años de manos del Soberano reinante, Felipe IV.

Al fin, llega a su destino. Una insignificante posada en cuyo interior y a través de un reducido patio se llega a los dormitorios que los posaderos arrendan por meses, días e incluso horas para que los amantes se vean a escondidas. El dueño le ve entrar, más no dice nada. Está avisado de la visita del comisario Espina y guardará silencio previo pago de una cantidad ya acordada con antelación.

Zigor sube las escaleras. Arriba hay tres puertas. El hombre con el que debe entrevistarse le espera tras la segunda. Abre sin más dilación y cierra tras de sí...

...El cuarto se halla medio en penumbras apenas unos rayos de sol, (los primeros de la mañana), dejan entrever lo que hay dentro. Un viejo jergón con las sábanas todavía revueltas le saluda al entrar. Huele a sudor y a alcohol. Al fondo, sentado en una silla con las piernas sobre la única mesa de la ínfima estancia y recostado sobre la pared se encuentra el sujeto con el que va a reunirse esa mañana.

-Veo que seguís siendo puntual. Venid y sentaos aquí conmigo. La voz ilustrada y firme del hombre al fondo del cuarto le señala la otra única silla que hay en el lugar. Zigor camina unos pasos y se sienta frente a su viejo compañero sin decir una palabra.

El maduro soldado se incorpora, baja las piernas de la mesa y le sirve una copa de vino. – ¡Probad este vino! No es muy bueno más bien todo lo contrario... Pero no está mal para matar la sed. Por dónde pasa moja.

El Gato Negro (The Black Cat) [Adam Driver]Where stories live. Discover now