Una bola de fuego pasó sobre la cabeza de Lieselotte, después de que ella atacara bajo órdenes de un paladín de la Corona. La chica habría esperado que un asalto así hubiese venido de un humano, pero jamás de un Ferig, dada su característica indiferencia. Poco después de haber dejado a un eulunn sin su peluda montura con una flecha certera, sintió la enorme llama volar encima de ella. La guerrera estaba segura de que aquella sorpresa provenía del Ferig al que había atacado, pues cuando echó un vistazo a través de la saetera, encontró a la criatura del bosque en posición —tras haber lanzado algo, evidentemente— y mirando hacia donde ella estaba. La cuestión se estaba volviendo personal.

La guerrera se dispuso a contraatacar, preparando su arco, pero en ningún momento escuchó a su superior renovar la orden de lanzar más flechas; en cambio, este último hizo retroceder a los arqueros.

Una fila perfecta de soldados preparados para pelear marchó a un lado de Lieselotte. Los primeros en detenerse quitaron las tablas de madera con que se cubrían los huecos de los matacanes y lanzaron rocas a través de ellos, pero los soldados que seguían moviéndose no pudieron defenderse tan fácilmente. Un rúnido que terminó de trepar por la muralla se abalanzó hacia uno de los soldados que aún marchaban.

La criatura pequeña se aferró al brazo derecho del soldado, quien apenas pudo reaccionar para alejar su rostro; tenía las manos ocupadas cargando una de las rocas que lloverían por los matacanes. El guerrero tuvo que soltar su carga para quitarse a la criatura de encima; logró tomar su daga y herirla, para luego arrojarla hacia fuera del castillo, pero otro par de rúnidos saltó sobre la muralla. Uno de ellos hizo tropezar y caer al soldado; el otro se ocupó de encontrar un punto de la armadura que pudiese atravesar con sus filosos dientes.

Al ver al soldado en apuros, Lieselotte avanzó un paso para ayudarlo. Entre ambos jóvenes se deshicieron de los dos rúnidos, y la guerrera le extendió una mano al varón para ayudarlo a levantarse cuando este estuvo a salvo. El soldado se volvió un momento, para arrojar a uno de los Ferig que lo atacaron, muerto, a través de un matacán abierto; cuando buscó con la mirada a quien lo había salvado, aquella persona ya estaba varios pasos más lejos, avanzando junto a su tropa como debía también hacerlo él.


Los Ferig dejaron de atacar solo cuando la lluvia comenzó a ahogar sus mágicas llamaradas y desde los matacanes del castillo comenzaron a caer los cuerpos de las pequeñas criaturas que habían trepado por los muros. Sin embargo, los seres del bosque permanecieron cerca de la entrada trasera de la fortaleza, la cual miraba completamente hacia el bosque y estaba inconvenientemente cerca de él.

Los soldados de Valkar se organizaron para montar guardia desde las torres altas del castillo y, algunos, en los adarves, soportando el inclemente clima.

Gran parte de los guerreros que lucharon por Neilung durante el asedio —y sobrevivieron— fueron enviados a descansar en un gran salón dentro del castillo. En otras salas se encontraban sirvientes y empleados del lugar, o algunos civiles adinerados que encontraron refugio dentro de la fortaleza, temerosos de un ataque por parte de los Ferig en sus pueblos. Los huéspedes en el castillo de los duques de Neilung eran de naturaleza variada.

Entre la comida del ejército —aburrida, aunque capaz de calmar el apetito hasta del más hambriento—, y la que se servía en ducado de Holz —cálida y deliciosa—, no había comparación alguna. Lieselotte procuró disfrutar cada bocado de cada platillo que le era servido durante su estadía en Neilung; los cocineros del castillo se merecían un enorme agradecimiento, y el duque, una reverencia por su acogedora hospitalidad, a pesar de las circunstancias.

Con algo de zozobra, la guerrera bebió el último sorbo de caldo que los sirvientes le entregaron para la cena; había estado exquisito, tanto como el que se preparaba para los soldados en el castillo de los reyes de Valkar, y casi tan bueno como el que ella solía preparar junto a su madre, en Erunar, antes de la guerra. Lieselotte suspiró; hacía mucho que no sabía qué sucedía al oeste del reino. La última noticia que recibió de su madre había venido del General Dornstrauss, quien le dijo que se le había leído la carta que la guerrera tenía para su madre y que los soldados la habían convencido de ser escoltada, junto con otras personas, a un lugar seguro.

DornstraussWhere stories live. Discover now