Ivy Dean siempre ha sido una princesa con todas las letras y todo el significado de la palabra. Sin embargo tras la llegada de Isabella Swan al recíproco pueblito de Forks, la brillante reina de la secundaria parece ser la única que nota que suceden...
LE PARECÍA CURIOSO COMO SU CABEZA DIVAGABA DE TAL FORMA QUE SUS PENSAMIENTOS podían ser meramente musicales en vez de tener un monólogo interno. En aquella ocasión –gracias a los nervios, pensó–, logró tener un monólogo interno y a su vez, la famosa melodía del ballet del Lago de los Cisnes incrustada en su cabeza, machacándola por las horas que duró el torneo. Al principio era agradable, pero para cuanto les tocó competir le costó demasiado no confundirse entre la música de la rutina y la sinfonía de Tchaikovsky que nadie más parecía escuchar.
Pero demás está decir que Ivy llevó a las porristas de la secundaria Forks a ganar las regionales por primera vez en treinta y tres años. Y aunque el ambiente posterior al torneo era de festejo e increíble alegría, ella sabía que algo estaba mal. Y también sabía que algo ocurría con Bella. No sabía cómo tenía idea de aquello, no sabía qué era lo que sucedía pero evidentemente había una fuerza en su interior que le gritaba que ella en particular estaba metiendo la nariz dónde no debía. Pero, ¿cuándo no? Meterse en problemas parecía see su deporte favorito.
Cuando ella y el equipo se retiraron del auditorio en Phoenix, ya comenzaba a oscurecer. Guardó su medalla en la pequeña mochila que llevaba consigo y antes de meterse en el autobús, volvió a mirar su teléfono esperando un mensaje de su amiga. Nada.Le volvió a mensajear consciente de que estaba siendo completamente insoportable, pero estaba demasiado preocupada ante aquella sensación.
A esa angustia le siguió una idea. Más que una idea, por primera vez en mucho tiempo se dejó llevar por sus instintos. Observó la ya oscura calle de Phoenix, y al ver que nadie estaba prestándole atención se echó a correr. Corrió durante cuadras a una velocidad que le sorprendió dado a lo agotada que estaba y teniendo en cuenta que sólo había comido una fruta en el día. Sabía a dónde ir, sabía exactamente a dónde estaba yendo y cruzaba calles y doblaba manzanas como si no fuese una forastera con un espantoso sentido de la dirección. Era como si todo su cuerpo estuviese en piloto automático. Y luego, cuando vio el edificio, supo que había llegado.
¿Alguna vez sintieron esa satisfacción al terminar de armar un rompecabezas o al encontrar esa pieza faltante que no les permitía seguir armándolo? Eso fue exactamente lo que Ivy Dean sintió aquella noche cuando estuvo parada afuera de un estudio de ballet, sudando y respirando agitada luego de haber corrido siete kilómetros como si nada, sin siquiera quererlo.
Pese a que en aquel momento razonando desde un punto de vista lógico nada tenía sentido, para ella se sintió como si lo tuviera. Casi se había olvidado del compromiso que tenía con Jasper cuando miró la gran puerta del estudio cerrada pero sin llave. Negó con la cabeza; tal parecía que llegaría tarde a su encuentro. Esperaba que él la entendiera, sin embargo, no sabía muy bien cómo le explicaría aquella situación, ni a él ni a la entrenadora Vause. Ni a su padre.
